JOSÉ CRESPO ARTEAGA
Como bien saben
mis parientes de Quillacollo y Vinto, yo jamás voy a provincia, y eso que ambos
sitios están a escasos kilómetros. Mucho menos iba a dar el salto a otro
departamento. Pero, de todas maneras, me fui para Oruro el último fin de semana
por una poderosa razón. Una oferta que no podía rechazar. Miren qué sacrificio
el tener que tragarse más de doscientos kilómetros por un bendito plato de
comida, ¡doce! más bien, rezaba la oferta que me hicieron unos días
antes.
Ante la
perspectiva de pasar hambre como un auténtico católico, con rostro mustio y
desencajado, sabrá dios por el ayuno o por asumir en carne propia el
sufrimiento del nazareno; si me quedaba varado en casa, casi obligado a padecer
insufribles películas bíblicas en la televisión para pasar el rato, me hubiera
tenido que conformar con atún y espaguetis. Porque, señores, la hipócrita
religiosidad de tanta gente me sumerge en un extraño sopor y tedio de los que
es difícil escabullirse. No habría ni dónde arañar algo de buen comer porque
casi toda la parentela se largó para el campo, aprovechando el largo
feriado.
Visto así, hubo
que poner patitas para la terminal de buses, madrugando (primer sacrificio)
para ir a conseguir un asiento. El sitio era un hervidero de gentío, y los
operadores de las flotas cobraban a su antojo. Tuve que desembolsar el doble de
las tarifas establecidas, con inevitable resignación, porque el imperativo era
llegar a destino a la hora del almuerzo, o me iba a quedar con los crespos
hechos. Si eso es lo que cobraban por un feriado normal, me preguntaba cuánto
esquilmarían a los ansiosos devotos de su celebérrimo Carnaval. Así que puede
seguir esperando su “fastuosa entrada folclórica” que la visite algún
día.
Creyendo que era
pan comido, fui a abordar el autobús asignado y cuando me aprestaba a tomar
asiento me topé con que otro pasajero tenía el mismo número pero boleto
diferente. Extrañado, fui a reclamar a la caseta donde me vendieron el pasaje.
Grande la sorpresa cuando el encargado me dijo que el bus (mi bus) que ya salía
era de Coral S.A. y lo que me había vendido era de Coral SRL., o algo así, y
tenía que tomar el vehículo correspondiente en otro carril. Gran diferencia,
con la misma caseta para dos tipos de facturación, uno a mano y otro
electrónico, para dos empresas supuestamente independientes. Y así quieren
promocionar el turismo internacionalmente. Puede seguir esperando su celebrado
Carnaval, mi orgullosa declinación.
Ya pasaban
algunos minutos de la hora de salida y el carril donde llegué presuroso estaba
vacío, me temí lo peor, conjeturando que se habían ido sin mí. Menos mal que
aparecieron otros pasajeros y la calma me volvió al cuerpo. Preguntando, pude
saber que habían experimentado la misma confusión con los boletos. Y el dichoso
bus no se presentaba. Media hora después, efectivamente pintado del mismísimo
color que el que vi partir en hora puntual, llegó uno a recogernos. Habían ido
a cargarle combustible, escuché un comentario por ahí. Pueden seguir esperando
la “tierra de amor y de Carnaval” y la “Mamita del Socavón” que las visite
durante esos fantásticos días.
Abordé, dispuesto
a relajarme con la lectura de algunas crónicas para hacer más llevadero el
trayecto. Era la primera vez que me subía a uno de esos, dizque cómodos,
autobuses de dos pisos: si bien para estirar los pies el espacio era más que
suficiente, pero inexplicablemente los reposabrazos eran estrechos, aun para
una persona medianamente delgada (como en mi caso). La división entre los dos
asientos, lejos de brindar comodidad a los pasajeros aumentaba la sensación de
encierro. Pobre de la gente con sobrepeso o caderas anchas, porque tiene que
encajar entre esas horribles barras sin posibilidad de maniobra. Yo nunca he
tenido problema en viajar codo con codo con extraños y tal innovación me ha
parecido un despropósito. Tales habían sido las ventajas de un bus
“panorámico”, para que lo que sirve mirar interminables montañas de ocre pálido
y continuos desvíos por tramos donde se efectúan trabajos de ampliación,
mientras se cuela en la cabina el inconfundible aroma del polvo fino. De querer
concentrarnos en la lectura ni hablemos, porque el traqueteo hacía temblar la
mano infaltablemente.
Tras cinco horas
de agotar el culo de cansancio, finalmente arribamos a destino. Menos mal que
la hospitalidad orureña compensa con creces las peripecias de semejante odisea.
Sin tiempo de abrir maleta y estirar los miembros entumecidos, fui conducido de
inmediato a una alargada mesa. Como si me leyeran el pensamiento. En cuanto mi
primo me presentó como su primo a su familia política fui tratado como uno más.
A fe mía que me sentí de igual manera, siendo yo reservado por naturaleza. Sin
tiempo que perder, me animaron a comenzar con el ritual del almuerzo.
Comenzamos con
una ligera sopa de papas y verduras (desafortunadamente no recuerdo bien el
nombre) a modo de entrada; mi estómago adormecido agradeció la sencillez de ese
iniciático caldo. Luego pusieron bandejas con ají de papalisa y queso (muy
distinto de nuestra sajta valluna) y un raro mejunje que bautizaron como locro
de zapallo. Ya podía uno escoger entre ambos guisos o efectuar una combinación
para paladear sensaciones. En la pausa de la amena charla, uno de los yernos
nos servía vino, detalle que agradezco infinitamente. Me sentí en mi salsa con
la bonhomía de aquella numerosa familia. Hasta los nietos mostraban –en su
respectiva mesa-un respeto único que se traducía en un comportamiento sosegado
pero a la vez alegre.
Ají de papalisa
Locro de
zapallo
Cuando trajeron
el ceviche de pejerrey y camarón, en coquetas copas de vidrio, mi rostro se
iluminó al instante. Años ha que no probaba un manjar de este estilo. Benditos
sean los peruanos sólo por eso. Fue llevarme a la boca una cucharilla de tan
soñado elixir y mi cerebro fue inmediatamente bombardeado por sensaciones
agridulces, nunca mejor dicho, entre tonos de limón y naranja. La acidez del
bravo caldo era sutilmente acompasado por el dulzor del camote, a modo de baile
de sabores. Nunca mejor combinación. Por su parte, los camarones aportaban
neutralidad para acometer con fluidez el siguiente bocado. Daban ganas de
repetir pero había que reservarse para un desastroso (por la pinta) pastel de
fideo que, hechos los honores de probarlo, resultó ser una deliciosa fusión de
queso y ahogado de verduras, muy escondidos en el centro del
horneado.
Ceviche de pejerrey y camarones
Pastel de
fideo
Rematamos la
faena con el arroz con leche, de manual en estas fechas, preguntando
sarcásticamente a la autora del postre que dónde estaba el coco rallado. Muy
exigente estaba yo a esas alturas, preguntando también por los restantes seis
platos que mi primo me había prometido. Era un decir, porque me encontraba
plenamente satisfecho y seguro que los demás comensales también. Por toda
respuesta, recibí un olímpico y contundente golpe bajo de mi primo diciéndome que,
efectivamente, podía degustar los famosos 12 platos de Semana Santa, que todo
era cuestión de repetir. Quedé mentalmente noqueado y cariacontecido mientras
apuraba mi última copa de vino. Menos mal que mi primo se reivindicó al día
siguiente, con paso de parada. Pero eso será motivo de otras parrafadas.
Ya puede quedarse
el “majestuoso Carnaval” con su rimbombante título en el aire que de aquí no me
muevo. Pero por otros sabores seguro que vuelvo, aunque sea mañana mismo.
Entretanto, ¿qué será del ají de lacayote, de la carbonada de zapallo, del ají
de bacalao, del pastel de pan, y de los otros manjares (sin carne,
como manda la tradición) que completarían la docena? ¿O habrá que buscarlos en
otras partes el año que viene? Se viene otro calvario personal, me temo. Si es
así, ¡con todo gusto!
Arroz con leche
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De EL PERRO ROJO
(blog del autor), 18/04/2017
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