Los españoles
somos muy dados al uso de frases que remiten a pasados de pasmo e inactividad.
Como la siesta, o sea, muy española y añeja también, a la par que deliciosa y
salubre para el organismo, según los últimos estudios. Pasados de refranes que
pretendían convertir en máxima aquello que no pasaba de tópico. Pero somos muy
de que "me lo den todo hecho". De ahí que prefiramos los refranes
populares a los aforismos de Montaigne, por ejemplo. Que, además, a
los franceses, aún nos enorgullecemos de haberlos expulsado de la península,
qué se le va a hacer... el nacionalismo, esa otra lección aprendida junto a la
lista de los reyes godos, con idéntica carencia de raciocinio, con semejante
exceso de querer memorizar para pasar de curso. Así somos, y a pesar de
pretender estar a la última en teléfonos inteligentes y mercantiles carencias
de inteligencia, seguimos aplaudiendo los refranes, los dichos, esos murmullos
arcaicos. Por eso el refranero español, que no debiera pasar de mera anécdota o
estudio sociológico, se convierte para demasiados en guía de vida, camino
señalado, orden a seguir, impronta con que marcar el cuero de toro del que
tanto alardeamos.
Y es que cuando dudamos,
cuando no sabemos qué hacer, cuando pensamos que sólo hay dos opciones donde
realmente habitan infinitas posibilidades, en vez de elegir entre una y otra
decidimos tirar por la calle del medio. Lo menos arriesgado, lo que más creemos
que asegura eso que llamamos vida y que, si de algo carece, es de seguridad
alguna. Ignoro si eso de "tirar por la calle del medio" es refrán,
pero sí es, al menos, dicho popular repetido hasta el hartazgo.
Hace ya días como
presidios (sigo escribiendo con retraso, lo sé) que tuve la fortuna de acudir a
una pequeña sala madrileña para ver a Diego Vasallo presentando
su nueva genialidad musicada. El local ofrecía todo lo preciso para un recital
del bardo donostiarra: luz tenue, acústica perfecta, mesas y sillas bajas, escenario
recogido a la altura precisa, silencio... ¿silencio? De eso hablamos
luego, mejor.
El caso es que
Vasallo se presentó con su desnudez de crooner trajeado, acompañado por un
grupo de magistrales músicos cuya presencia en escena delineaba
milimétricamente el concepto de elegancia. Una a una, fue desgranando sus canciones
de cuna para adultos con la dolorida serenidad de una voz que nació
para romper los días y desterrar la costumbre... haciendo poesía de ella, pero
sin convertirla en refrán. Y es que, no sé si se han percatado pero,
últimamente, pulula demasiado sentencioso que se gusta en llamar poeta... y no
pocos le aplauden. Todo lo contrario del poeta que nos ocupa, que destroza la
noche con pinceladas de alcohol agrio y martirio seductor sin pretenderse Bukowski.
Su música es pura geometría de la piel, su voz aritmética de la herida, su
poesía álgebra de la memoria. Lo llevo diciendo desde hace años, mayormente por
lo necesario que es, cuando explicas a alguien que algo te gusta,
proporcionarle referencias: Vasallo se me antoja un Joe Henry que
camina hacia Tom Waits y ha quedado, afortunadamente, perdido
en el camino. Y es ahí, en un camino de otoños escupidos y verdades a medias,
en un sendero de puñales tiernos y caricias feroces, donde ha decidido él hacer
patria. No es que haya tirado por la calle del medio, como tantos otros harían
y han hecho. Él ha decidido quedar a medio camino porque comprendió que el suyo
era la encrucijada. Y no me cabe la menor duda de que, de haber nacido en los states,
Diego Vasallo sería, hoy, ídolo de multitudes. Afortunadamente para mí y el
resto de personas que escancian cada noche su música de terciopelo agrio en
paseo por la cuerda floja de la vida, el poeta, el músico, en este país, pasa
casi desapercibido. Desafortunadamente para él, podríamos añadir. Pero lo dudo.
Porque, ya lo he dicho, creo que encontró su camino... y lo disfruta.
Pero hablaba,
antes, del silencio en la sala. Aquellos que acostumbraban acudir a recitales
para deleitar oídos y dermis, me temo, cada vez son menos, en este país.
Últimamente, los conciertos se han convertido en una especie de reunión de
amigos que acuden a contarse las trifulcas sexuales del fin de semana con
música de fondo. En directo, sí, pero, insisto: música de fondo. Y el concierto
de Vasallo no podía ser menos. Detrás de mí, obscenamente apoltronados en sus
sillas, una pareja se retorcía de risa e impudicia mostrando su amor infinito
al resto de la sala, mientras el bardo aseguraba que todas sus canciones están
hechas de miedo a perderte. La parejita de marras, obvio, no sentía ningún
miedo. Tal vez nunca hayan sentido el amor que públicamente se profesan, como
hoy se profesa de manera pública cualquier cosa que nos muestre ante el resto
como alguien diferente. Imagino que no sabían a quién iban a escuchar y ver.
Tendrían dinero y tiempo, pasaron por la puerta del local y dijeron "¡un
concierto!, ¡qué guapo!, ¿entramos?"... o algo así. Después, sin saber si
quedarse o marcharse, decidieron tirar por la calle del medio, la más fácil:
joder al respetable sin dejar de mostrar su presencia cool en el mismo.
Al concierto fui
con un amigo al que, por cierto, de haber seguido la calle del medio, no
hubiese tenido nunca la fortuna de recuperar. Finalizado el recital, paseando
los charcos de una primavera dubitativa, abrigados ambos con nuestro propio
silencio, él decidió romper el circundante con una palabra: exquisito. Pues
eso, que me podría haber ahorrado la cansina retahíla de antes. Exquisito.
Lamentó, eso sí -ahí coincidimos-, la lamentable presencia de la pareja de
enamorados. Pero eso -coincidimos de nuevo- está a la orden del día. Y es que
en este país, ante la falta de cultura musical (entre otras) seguimos tirando
por la calle del medio. Y si nos dicen que la música está muerta, que ya nadie
compra discos, que lo que se lleva son los conciertos, acudimos a ellos en
masa. Por no pensar, por no intentar averiguar, de todos los caminos, cuál es
el correcto, tiraremos por la calle del medio. Aunque ya no sean los
refraneros, sino los mercados, quienes nos dicten dichos senderos.
No nos gustan la
música ni la poesía, pero aunque nuestros oídos y nuestra piel no están
educados en la magia, acudimos a los conciertos porque nos lo podemos permitir
y creemos distinguirnos, así, del resto, siguiendo el rebaño que pastorean los
que dictan las "tendencias". Si no comprendemos que la vida no es
sólo nuestra, ni la tierra nuestro patio de recreo, acudimos a manifestaciones
de cañas y tapas y nos quejamos en las redes sociales después de votar a los de
siempre o no votar. Si no asimilamos que en nuestras costas sigan vomitando
algas los esclavos, proclamamos solidaridad mundial y acudimos en masa a
comprar en la nueva sucursal de Amancio Ortega S.A. por eso de
elegir entre la economía propia o la del niño explotado... tirar por la calle
del medio, así lo llaman.
Afortunadamente
quedan músicos como Diego Vasallo, que nos enseñan que, mejor que tirar por la
calle del medio, es quedarse en medio para encontrarse a uno mismo. Aunque, de
la otra forma, en Estados Unidos podría vender más discos.
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De POSTALES DESDE
EL HAFA, 06/04/2017
Fotografía: Diego Vasallo por Thomas Canet
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