PABLO MENDIETA PAZ
Hace veinte años, precisamente en el Día Nacional de Francia (14/7/1993), Léo Ferré, como si hubiera escogido tan emblemática fecha para dar su último puntapié a la proverbial democracia francesa que tanto combatió en su condición de anarquista, partió de este mundo no sin antes exhortar a sus “ferreanos” fanáticos en el último concierto que ofreció a que se abstuvieran de ir a votar.
Léo Ferré fue así, directo, célebre, un hombre sin Dios ni maestros, “tutelado” por Baudelaire, Rimbaud o Beethoven; “un insurgente eterno” -frase de André Bréton que le calzaba como un guante-que no se dejaba conquistar con otros panfletos de bagatela como él los llamaba. Firme militante de la filosofía anarquista, aquella de Proudhon, Bakunin o Kropotkin, volcó toda su protesta, su monumental ideología en la música, en la chanson francesa, de la cual él mismo fue un monumento; aunque pese a su condición de revolucionario no desaprovechaba oportunidades que la vida le servía en bandeja “en sincero beneficio de su arte”, decía.
Ha quedado, a propósito, en los anales de la música francesa, la inesperada decisión de Ferré de no rehusar la ayuda del príncipe Rainiero de Mónaco -su ciudad natal-, quien, en 1954, puso a su disposición la ópera de Montecarlo para dar vida a uno de sus más acariciados sueños: dirigir una orquesta sinfónica y componer un oratorio para la Canción del mal amado de Apollinaire, pese a ser un músico de “base” como él solía denominarse, dando a entender con énfasis, y no sin inocultable orgullo, que era un nihilista de alma y raíz (claro, con excepción de su pletórico anarquismo), invendible a la “seducción burguesa”, y que nada ni nadie lo harían cambiar.
Luego de Brassens y Brel, la mítica chanson alcanzó su plenitud y fue reverenciada a los cuatro vientos gracias al estímulo y torrente creador de este “hombre diablo”, el de los cabellos blancos ensortijados y de frases y palabras que alcanzaban el límite, como dardos lanzados a “la estúpida y mediocre cotidianidad”; y a quien jamás, y por nadie, podría ser condenado ni a la censura ni al olvido por las ideas que profesaba, y menos, si se pretende menguar su estatura intelectual, sedar su explosivo poder creativo que armonizó una de las páginas sonoras más bellas del siglo XX.
Ferré músico; Ferré poeta (el último de los poetas malditos franceses); Ferré filósofo; Ferré idealista; Ferré, en fin, personaje de múltiples talentos y alma noble que sin embargo, por naturaleza íntima, llamaba a la revuelta permanente en contra de los que hechizaban con un mundo falso de consenso, de buenas intenciones. Un provocador que pintaba su ideario de rojo y negro y sus melodías de exuberante pasión. En él se enlazaban el amor y la anarquía, dos palabras que por su cálido contraste alguien dijo, en feliz alegoría, que Ferré construyó la memoria del mar y el cuerpo extra de una niña bailando una lejana balada de los Moody Blues.
O flameando banderas no olvidó jamás la polifonía de los grandes, como la de Palestrina y Tomás Luis de Victoria, oída a edad temprana, de quienes extrajo el súmmum de su intensa música para expresarlo en cantos celestes, en arte concebido como un sortilegio que combinaba tanto la chanson, la dirección de orquesta, la creación de un Ave María, como la actuación de rockero junto al grupo Zoo; ni tampoco, en vital actitud de abanderado de la palabra, omitió leer en secreto a los “subversivos” Voltaire o Mallarmé, de quienes comprendió lo que se agitaba en su interior y que luego manifestaría como poeta de los suburbios en Linda momia y París canalla…
“La desesperanza es una forma superior de la crítica”, anunciaba en La soledad, un texto que resumía su solitud y su melancolía. Quizás, tras los veinte años de ausencia de Ferré, esa soledad y nostalgia aún siguen flotando en la atmósfera enlazadas a los recuerdos intactos de un artista excepcional, un “animal de escena” como alguien lo caracterizó, siempre erguido y de pie hacia el mundo enarbolando banderas de insurrección y arte, de talento y compromiso, de música: Con el tiempo, Veinte años (muy a propósito), Los anarquistas, Ludwig, La primavera de los poetas, París es una idea…
Evocador como Aragon (el hermano pequeño de su padre, del padre de Aragon); con la rabia desnuda como ocurre en la actualidad con Lavilliers; revoltoso e irreverente como Gainsbourg; lacrimoso, soñador y rebelde como Brel; de poética plural y aguerrida como la de Desnos; envuelto siempre en un torbellino de melodías que provenían de los confines más fantásticos, y de una poesía pura y profunda que confluían en arte sublime que, en fin, lo suspendían hacia lugares exóticos y románticos que eran, ni más ni menos, una prolongación de sí mismo.
Ahí recalaba siempre: a escenarios como el panteón de las bellas momias del bulevar Sébastopol en París, donde reducía todo a su espíritu melancólico; o a los encuentros de propicia y urbana penumbra con Odette, su primera mujer, que de un día para otro partió sin mirar atrás; o a su refugio con Madeleine, que lo atormentó con su irritante levedad; y, en fin, a los fértiles y apartados parajes que lo empapaban de olivares y viñedos junto a Marie-Christine, hija de refugiados españoles, madre de sus tres hijos, con quien vivió, distanciado de su vigoroso temperamento, un romance de eterna ternura los veinticinco últimos años de su vida, los que vinieron después, y más allá….
Hoy, a veinte años de su adiós, no faltan ansias para decirle: ¡Gracias Léo Ferré!
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Publicado en IDEAS (página Siete/La Paz), 04/08/2013
Fotografía: Leo Ferré (Fuente: Fédération Anarchiste Française)
Monday, August 5, 2013
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