NICOLÁS GARCÍA RECOARO
El primer
brindis es por el título. El libro que congrega todas las obras del escritor
boliviano Víctor Hugo Viscarra se titula La del estribo. Justo,
necesario y postrero guiño etílico-literario para el autor de Borracho
estaba, pero me acuerdo, a esta altura del partido un clásico de
clásicos de la narrativa boliviana contemporánea. “Cuando uno está
farreando entre amigos y quiere tomar la última copa, se dice ‘vamos a tomar la
del estribo’. Esto se da antes de partir, cuando ya sólo queda tomar lo último.
Es un buen título para las obras completas”, explicó Manuel Vargas Severiche,
prolífico escritor vallegrandino e histórico editor de Viscarra, en una
reciente entrevista con el matutino Página Siete. El
voluminoso libro, publicado por la casa editorial paceña 3600, tiene más
de 600 páginas, cuatro prólogos y la portada tatuada con una filosa ilustración
de Viscarra, con una botella escarlata incrustada en su pecho, que es obra de
Frank Arbelo. ¡A tu salud, Víctor Hugo!
El
antropólogo
“Soy
antropólogo: soy experto en antros”, decía Viscarra para presentarse como
relator del submundo boliviano. Este cronista del margen escribió sobre lo que
vivió en carne propia: el laberinto de las empinadas calles andinas, las
cantinas de mala muerte, la cárcel, el mortífero y cómplice alcohol barato, la
delincuencia, las drogas y la marginalidad. También sobre la soledad, la
dignidad de los nadies y su imperecedera necesidad de escribir. Pese a todo
escribir.
Lejos de
cualquier visión romantizada, a mitad de camino entre la crónica, las memorias
y el cuento corto, las decenas de relatos reunidos en el volumen La del
estribo pintan un durísimo, feroz y a la vez fascinante fresco del
hondo bajo fondo. “Jamás podrán decir que Viscarra escribía sobre lo que no
sabía, como ocurre con varios escritores borders de moda”, explica Virginia
Ayllón, escritora, crítica cultural, compinche y amiga de fierro del
autor.
Las calles
donde Viscarra no tenía nada que perder, donde caminar la noche con un
escuálido abrigo y su botellita con alcohol puro a la espera de los salvadores
rayos del alba fueron construyendo su universo. Delincuentes de prontuarios
flacos que agonizan en granjas de rehabilitación, humildes emigrados del campo
que subsisten a los tumbos cargando sus penas en los mercados populares,
lustrabotas que vuelan entre vahos de thinner, viejos proxenetas venidos a
menos, expertos en cuentos del tío y otras sableadas, avispados perros de la
calle y voluptuosas cholitas dedicadas al strip-tease y a otras malarias.
Quedan a flote, sólo unos pocos. Habitantes y laburantes del margen: realismo
sucio andino.
Se puede
pensar que la de Viscarra es una literatura menor que asume una doble
marginalidad: desde lo que dice –sus personajes, escenarios y andanzas– hasta
cómo lo dice. Voces quechuas, aymaras, campesinas, lúmpenes y siempre
explotadas. Sus memorias tejen, en primera persona, la política marginal de las
urbes andinas.
Nací
viejo
Viscarra
nació el 2 de enero de 1958. Su madre era pobre, su padrastro era pobre, todo
el mundo –salvo dos o tres familias dueñas de las minas de estaño– era pobre en
la Bolivia de aquellos años. “Puedo decir que a los doce años me sumergía de
cabeza en la noche. En sus oscuras entrañas aprendí cosas, buenas y malas. La
noche de La Paz es un laberinto que, al no tener principio, tampoco tiene fin,
y uno puede perderse para siempre”, escribe Viscarra en “Frío en el alma”.
Desde aquella noche iniciática, las leyendas urbanas sobre las derivas del
“Bukowski boliviano” lo transformaron en un auténtico mito dentro de la
literatura andina: efímeros pasos por redacciones, algunas changas como
escritor fantasma y otras fugaces intervenciones menores en diversos oficios
terrestres con la omnipresente sombra del alcohol a cuestas.
Su primer
libro, que lo rescató del anonimato, fue Coba: lenguaje secreto del
hampa boliviano (1981), un soberbio documento recopilatorio del
lunfardo y el argot carcelario, que la policía nacional publicó sin siquiera
mencionar al cronista. Luego de aquel primer mal trago llegaron el
notable Relatos de Víctor Hugo (1996), luego Alcoholatum
& otros drinks. Crónicas para gatos y pelagatos (2001),
más tarde el popular Borracho estaba… (2002), poco antes de su
muerte el premonitorio Avisos necrológicos(2005) y el póstumo Ch’aki
fulero (2007). Best sellers piratas desde hace más de una
década. La del estribo, con edición al cuidado de Marcelo
Martínez, asume el noble desafío de reunir en un solo volumen todas estas
obras hermanas. Todavía se aguarda su llegada a las librerías argentinas. En
estas pampas, Viscarra tiene numerosos lectores fieles.
En varios
de sus relatos, Viscarra vaticinó su muerte antes de llegar a los cincuenta
años (“Nacionalizo una pistola y me pego un tiro”). Ni hizo falta, el tiro del
final se lo dio una cirrosis fulminante, que se lo llevó en mayo de 2006. Sus
restos reposan en el Cementerio General paceño.
Peleando
a la contra
Desde los
callejones paceños y cochabambinos, Viscarra supo transformarse en la punta de
lanza del grupo de narradores que comenzaron a gestar sus proyectos literarios
algunas décadas después de que el cimbronazo político y social de la Revolución
del ’52 haya quedado empantanado en reformismos tibios. Pero no tan alejados de
la dura herencia de los gobiernos militares y los años dulces de la cocaína y
el neoliberalismo. Un poco antes de la llegada de Evo Morales al poder.
Los relatos
de otros escritores paceños, como la extensa obra del maldito Jaime Sáenz, los
cuentos y novelas de Adolfo Cárdenas, Wilmer Urrelo Zárate, Spedding y Willy
Camacho tienen sintonía con la obra de Viscarra. Relatos urbanos, textos con un
manejo erudito del argot callejero y sus voces. Historias donde el humor ácido
y la ironía se beben de un saque.
En sus
libros, Viscarra trazó una cartografía marginal sobre mercados negros,
comedores populares, basurales, puteros, comisarías, bares, cabarets y
barriadas periféricas. Una ciudad de La Paz semiclandestina. La de antros
fantasmagóricos como La Casa Blanca, La Curvita, Las Cadenas (con sus vasos y
ceniceros encadenados a las mesas), El Pezón de la Mariposa, El Averno (con sus
paredes decoradas con imágenes de La Divina Comedia), El Abismo y El Volcán.
Cuevas donde los tragos servidos en latas oxidadas cuestan centavos y la regla
es amanecer muerto o, con suerte, desnudo. Con su especial manera de narrar su
resistencia, Viscarra también luchaba por ser un extranjero en su propia lengua
y por construir un espacio al margen del canon literario boliviano que lo
condenó a un frío ostracismo. Y lo sigue haciendo.
En su última
entrevista, pocos meses antes de su muerte, Viscarra se despidió a su manera:
“El mío es un trabajo contraliterario. Hay muchos que se sienten ofendidos con
mi literatura. Con mi libro Borracho estaba, pero me acuerdo he
tenido tres juicios por difamación. Pero como no tengo un lugar fijo donde
vivir, no pasó nada. Además, todos los que me homenajean son unos hipócritas
que viven en la porquería. El Apocalipsis dice que vendrá el Juicio Final y
habrá gente que se irá al infierno por sus actos, pero yo digo: me da igual,
porque he vivido toda mi vida en un infierno”.
_____
De TIEMPO
ARGENTINO, 31/10/2018
Excelente comentario.
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