ALEKSANDRA LUN
A finales
de mayo falleció en Polonia el escritor Jerzy Pilch,
un peso pesado de la literatura polaca y un perfecto desconocido fuera de su
país. Algunos libros suyos llegaron a publicarse en los idiomas fuertes del
orden cultural internacional: uno en francés, tres en inglés, dos en español.
Pasaron sin pena ni gloria por las áreas geográficas respectivas: en España,
los dos títulos publicados por Acantilado en los años
2000, Casa del Ángel Fuerte y Otros placeres,
se reseñaron y se olvidaron. Muerto Pilch, no se traducirán más libros suyos a
ningún idioma, pues lo peor que puede hacer un escritor de Europa del
Este poco traducido es morirse. Como sus libros en los almacenes de
las distribuidoras occidentales, Pilch se irá desintegrando, poco a poco
encontrando el camino al subsuelo de la llamada literatura universal, que de
universal no tiene nada, pues consiste, en su acepción más popular, en obras
escritas o traducidas en Occidente.
Como tantos
otros escritores importantes, Pilch no formará parte de ese canon porque
tuvo la mala suerte de nacer en una lengua hermética. El polaco es el Fitzcarraldo de
los idiomas europeos: traducir a un autor polaco es querer construir un teatro
en la selva amazónica. Intentar que los medios de comunicación se interesen por
él es transportar un barco gigante por encima de una montaña. Para despertar el
interés del público por un autor polaco hay que ser un Werner Herzog dispuesto
a todo. Culpar de esa injusticia histórica a las editoriales sería
culpar del mal tiempo a los excursionistas. Los editores que publican a autores
polacos ya de por sí son personajes trágicos: hagan lo que hagan, están remando
a contracorriente. Hace poco leí la reseña de una escritora española que
recomendaba la novela de una autora polaca “a pesar de que la acción del libro
suceda en Polonia”. En este sentido, Stanisław Lem fue un visionario
que supo que lo más importante era situar la acción de su novela más famosa, no
en Polonia, sino a bordo de una nave espacial. También lo acabaría sabiendo
George Clooney.
Además de
venir de un país cuyo solo nombre espanta a los lectores occidentales, Pilch
cometió el pecado de ser original. La originalidad es una
sentencia de muerte para un escritor de una cultura periférica. Un
autor original es difícilmente comparable a otros escritores. No es un problema
si pertenece a una cultura fuerte: una voz innovadora de la literatura francesa
no tendrá problemas para encontrar público extranjero; al contrario, creará una
corriente nueva que seguirán los escritores de culturas más minoritarias. Pero
un autor de una cultura periférica que quiere ser traducido tiene que ser un
escritor preexistente, un eco de lo que ya se escribió o tuvo éxito en
Occidente, un doble de alguien que ya pasó por ahí, una repetición en otra
escala de una melodía que alguien ya tocó. Hace falta un espíritu preparado,
dijo Blaise Pascal hace cuatrocientos años sin saber que se
refería al mercado editorial occidental.
La
originalidad de la escritura de Pilch la agrava el hecho de que sea un autor
con pasaporte polaco y que escribe en polaco, pero que no encaja en las
expectativas que Occidente tiene sobre la literatura polaca, demostrando de
paso la absurdidad del concepto de literatura nacional. Pilch no tiene ninguna
vocación histórica o moral, nadie de su familia pereció en un campo de
exterminio y ni siquiera es católico, sino luterano. Con su irónico estilo
bíblico (ya nadie nunca volverá a escribir así), escribe sobre la región de la
que proviene, la Silesia de Cieszyn, sobre sus extravagantes familiares, sobre
su amado equipo de fútbol, el Cracovia, sobre sus relaciones sentimentales,
sobre sus amigos, sobre el alcohol, sobre su vida con la enfermedad de
Parkinson, sobre la literatura. Es un outsider literario,
distinto a todos los demás, una anomalía perfecta, un caballero en el país de
los bordes, un miembro de la selecta escuadrilla de escritores capaces de
sobrevolar con ligereza el dolor y la angustia, una supernova que, con su humor elegante,
hizo estallar desde dentro un sistema literario ensimismado en su pasado
traumático.
El último
problema de Pilch es uno de los problemas más bellos que puede tener un
escritor: como muchos de los más grandes, no es un robot. Escribió algún libro
imperfecto. Un libro imperfecto de un autor anglosajón se traduce en todas
partes; a los escritores periféricos, como a los alumnos desaventajados, se les
exige la perfección. Y la perfección, en palabras de Alexis Jenni, consiste en
obedecer las normas. El sistema comercial en el que está sumergida la
literatura hoy en día nos ha acostumbrado a trayectorias impolutas, igual de
falsas que los cuerpos perfectos que nos muestra la publicidad y
las vidas perfectas que nos muestran las redes sociales. La entrega
de los grandes premios como el Nobel viene precedida o seguida
de una retahíla de otros premios, de biografías salpicadas de éxitos, de trayectorias
lógicas y expansivas, como si un escritor fuera un deportista de élite
coleccionando los palmarés de las competiciones. Pero si la literatura no
consiste en la perfección, ¿en qué consiste? Pilch decía que la esencia de la
literatura era el olvido.
«La
literatura es un archivo de sueños, un diccionario de sueños, incluso la novela
más realista no es más que un sueño muy tangible descrito con mucha precisión”
–escribe en La zurdera perdida para siempre (inédito en
español), y añade– “No leemos libros para recordarlos. Leemos libros para
olvidarlos, y los olvidamos para volverlos a leer. Una biblioteca es un archivo
de sueños olvidados pero fijados, la oportunidad de un retorno sin fin».
La falta de
perfección no hace que sea peor escritor: hace que sea un escritor más
auténtico, y también más valiente. No es difícil tener una trayectoria impoluta
publicando un libro cada cinco años, dejando ver al mundo la versión más
corregida y destilada de nosotros. Pilch escribía mucho y publicaba mucho, con
el coraje de un soldado raso corriendo hacia las bayonetas. Bolaño decía
que la batalla más grande de un escritor sobreviene en sus obras secundarias:
la batalla más épica que libró Cervantes no fue con El Quijote,
sino con las Novelas ejemplares. Ese principio se puede aplicar a
Pilch y a sus obras menores. La escritura, como todo acto creativo, es una
maestra de la derrota. Los escritores solo se parecen a los deportistas de
élite en un aspecto crucial: quien no aprende a convivir con el fracaso tiene
que retirarse.
La
escritura perdida de Jerzy Pilch es solo un ejemplo más de cómo grandes voces
desaparecen por las cloacas de la periferia. De cómo la literatura es una
batalla a vida y muerte en la que sobrevive el más fuerte. De cómo nos gusta
idealizar los libros, verlos como el inocente patrimonio común que nos protege
del caos, pero cómo, mirada de cerca, la literatura es un registro de
dominantes y dominados. Como los sedimentos que muestran la edad geológica de
las rocas, la literatura nos muestra quién y cuándo tuvo suficiente poder:
suficiente poder para escribir y suficiente poder para publicar. La democratización de
la escritura que presenciamos actualmente, con todas sus limitaciones, es muy
reciente. Durante siglos, ni esclavos ni pobres ni campesinos ni mujeres ni
otros marginados escribían. La historia literaria que con tanto orgullo
enseñamos en las escuelas es la historia de la creatividad de los poderosos. Y,
pase lo que pase en el mundo en este convulso siglo XXI, su literatura será la
primera literatura de nuestra historia escrita por los marginados.
Los que encuentren editor.
Mientras
tanto, vivimos de espaldas a los escritores de culturas periféricas porque no
tenemos acceso a su obra, como si estuviera escrita en jeroglíficos. Sus libros
no pertenecen a la literatura universal, como tampoco pertenecen a ella los
libros no escritos de los esclavos que construyeron las pirámides egipcias, de
los campesinos ucranianos que murieron en la gran hambruna, de las mujeres
quemadas durante la caza de brujas, de los congoleses asesinados recogiendo
caucho. Pero todos esos libros, no escritos y no traducidos, siguen con
nosotros: son libros fantasmas que agitan sus cadenas y nos persiguen por los
corredores vacíos de nuestro relato colectivo, susurrando que les
dejemos entrar en nuestras vidas.
«He leído
con atención a muchos autores, a menudo varias veces, y me acuerdo de muy poco»
–sigue Pilch sobre la desmemoria– «Pero, de hecho, si me acordara bien de
ellos, sería más pobre, más infeliz; estaría más cerca del final, ya
parcialmente muerto. Porque si estuviera totalmente seguro de conocer
bien Doctor Fausto de Thomas Mann, también tendría la
sensación de que es un libro muerto, la seguridad de que ya no lo volveré a
leer».
Los
escritores periféricos nos ofrecen el regalo de una vida inédita, de un nuevo
comienzo en otro lugar, de un mundo inexplorado. Y no tienen prisa. «Os
esperamos aquí», musitan desde los márgenes de la literatura universal, «os
esperaremos hasta el final. Hasta el futuro». ¿Y nosotros? ¿Sabremos crear un
futuro en el que un satélite detectará la galaxia de los escritores perdidos?
¿Descifraremos sus alfabetos extraterrestres? Nos especializamos en empresas
imposibles: hemos pasado de saltar de árbol en árbol a patentar el ascensor. Y,
como Fitzcarraldos que somos, tenemos que encontrar la manera de transportar
aquel barco por encima de la montaña. Porque si la literatura, como dice Pilch,
es una biblioteca de sueños olvidados, la literatura universal
solo puede ser una biblioteca sonámbula. Una biblioteca que encontraremos si
salimos en búsqueda de los escritores perdidos. Si los buscamos en las paradas
de los tranvías nocturnos, en los parques cerrados desde el anochecer, frente a
semáforos en rojo que iluminan calles desiertas. Si los buscamos sin descanso,
si los buscamos con dedicación y esperanza, si los buscamos como si buscáramos
la teoría del todo. Aquella teoría que conecte por fin la
relatividad general con la física cuántica: el centro con la periferia. Quizá
los escritores perdidos sean la ecuación que todos andamos buscando.
__
De REVISTA
DE LETRAS, 20/11/2020
Foto:
Aleksandra Lun
Aleksandra
Lun (Gliwice, Polonia, 1979) es escritora y traductora. Su primer libro Los
palimpsestos, escrito en español, ha sido publicado en España, Francia, Países
Bajos y Estados Unidos. Vive en Bruselas.
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