MAURIZIO BAGATIN
Schiphol
está a varios kilómetros de la ciudad, de ahí con un tren metropolitano llegas
hasta ella, Amsterdam. Una Venecia del norte, calvinista en su pensamiento,
libertaria en su “control” del ser humano, Spinoza y Cruyff en el alma,
Rembrandt en su corazón.
Toda la
juventud de los ochenta pasó por ahí, el fin del movimiento del ’77 llevó una
generación hacia los Países Bajos, un extraño welfare, un desconcertante
asistencialismo permitió a muchos jóvenes un sano ocio: Coffe Shop y pizzerías
surgieron como hongos en época de intensa humedad. Así se generó una fauna que
no hizo olvidar el fútbol total, Eros y civilización de Marcuse y los colores
de Van Gogh. Las vitrinas de Warmoestraat estaban ahí, con el color de nuestra
sangre adobando interiores y reflejando en los canales el ánimo de Sardanápalo.
La primera
noche fue bastante tranquila, en la casa de cambio una espléndida criatura, o
un cuadro de Vermeer, tal vez equivocándose nos dio más florines de los que en
la moneda italiana salían a nuestros cálculos. Fuimos a festejar. Y de los
festejos en la Kerkstraat salimos bien, el fuerte dolor de cabeza solo apareció
en la madrugada, después del horrible café que el camarero nos puso en la mesa,
sin anunciarnos el comistrajo. En Indonesia, que fue colonia holandesa, se
producen buenos cafés, el kopi luwak es actualmente el café más caro del mundo.
Se elabora con granos que son digeridos y excretados por un felino nativo del
sudeste asiático, la civeta (luwak), luego son lavados, tostados y molidos. Y
en Amsterdam nos ofrecen sultana. ¿Locura? Tal vez, pero no es la única, la de
los tulipanes es la más famosa. Llevó Alejandro Dumas a escribir una novela, El
tulipán negro, ambientada en la Holanda del ‘600. Desde que se introdujeron
traídos de Turquía, en la segunda mitad del siglo XVI, los tulipanes, se hicieron
protagonistas de especulaciones financieras, de locas inversiones por parte de
coronas y mercaderes, hasta llegar a la primera burbuja especulativa de la
historia. Antes de esta locura una familia noble de origen véneta, los Della
Borsa, fue la más grande comerciante de tulipanes holandeses, y fueron los
protagonistas del amor por esta flor que llevó a la locura y al colapso
financiero. En Holanda se los conocía con el nombre de Van der Beurse (o
Bourse), y de ahí, tal vez, el nombre de la Bolsa de valores. Así los tulipanes
hoy se cultivan en Colombia, en Ecuador y otra vez en su lugar de origen,
Turquía.
Mientras,
el trío funambulesco del futbol holandés estaba andando a mil, Rijkaard, Van
Basten y Gullit estaban ganando con el Milán y les faltaba poco por llevar a su
primer triunfo a la naranja mecánica. Todos los restaurantes turísticos, todas
las tiendas, ofrecían los afiches coloradísimos con el trío galáctico; en la
entrada del Museo Van Gogh un vendedor ambulante nos quiso enchufar una polera,
dijo que era la original de cuando Van Basten jugaba con el Ajax. Los
napolitanos no pueden, y no podrán, nunca traicionar su fama de Sciusciá. Le
compramos un llavero del Ajax, el equipo que nació entre mitos y leyendas,
bautizado con el nombre del más grande héroe griego, primo de Aquiles, pero
muerto suicida.
La segunda
noche fue un poco agitada. Unos vendedores de hachís, magrebinos, estaban
peleándose con otros pusher africanos, subsaharianos, cada calle turística
debía ser respetada como territorio de cada uno de los clanes a las cuales
pertenecía. Alguien salió de la línea y se desencadenó una caza al que no
respetó las reglas. Un norteafricano se escapó y vino a ocultarse entre
nosotros en el café donde estábamos tomando una cerveza, tenía en la mano un
cuchillo de guerra, nos miró bien en la cara y dijo: “¡Estos negros no llegaran
vivos a mañana!”, y se escapó por la cocina del boliche. El negro que lo
perseguía no asistió a la escena.
A nuestra
vuelta habrá Moët & Chandon, la excitación que provoca el champagne, y el
pasto con la humedad de la noche que irá mojando los pálidos glúteos de
Daniela, ella echada bajo las estrellas de la noche de San Lorenzo, sus
cabellos color de la miel sueltos encubriendo el largo cuello, el seno adonde
chorreará el champagne, hasta el rosado intenso de sus hermosos pezones. Luna
llena de una noche de verano.
La tercera
noche fue de larga espera. La chica de la agencia de viajes, pálida y triste,
ya no un cuadro de Vermeer, no lograba conseguir el traspaso de nuestros
boletos por un vuelo a Barcelona, o a Lisboa, o en fin a Venecia, de donde
veníamos. Nerviosa, impaciente, sudando frente el monitor, nos miraba como
diciéndonos “¿Justo ahora se les ocurrió cambiar de itinerario, cabrones?”,
“¿Una noche más no podían quedarse en Amsterdam?” “¡Así yo no estaría aquí, a
esta hora, resolviendo problemas que no son míos!”. Hasta que un vuelo a
Venecia, que estaba programado en un horario que ni la chica supo decirnos
cual, se reprogramó y podíamos salir a las 2 y media de la mañana; vamos al
hotel, retiramos nuestros equipajes y salimos para tomarnos un trago en la
misma Kerkstraat, de ahí inmediatamente al aeropuerto.
Nos
despertamos con toda la voluntad del mundo de ir a visitar los dos museos que
queríamos visitar, el Museo Van Gogh y el Museo Rembrandt. En la esquina de la
calle del Museo Van Gogh está la sede de uno de los periódicos más leídos de
Holanda, el De Telegraaf, en la primera plana, con fotos de una inconfundible
proveniencia policial, los tres africanos que la noche antes se pelearon con
los magrebinos, abajo, aunque escrito en un idioma para nosotros extraño, las
probables horas del deceso: entre las 02.00 y las 04.00 a.m., la hora del
hallazgo: las 6.30 a.m., y la causa de la muerte: acuchillamiento. Entramos al
Museo Van Gogh con una copia del periódico. Mirábamos los cuadros y mirábamos
las fotos de los africanos acuchillados. En el Retrato de una prostituta encontré todas las que ofrecían placer en
la Warmoestraat, en Los comedores de
patatas, todos los campesinos del mundo; en el Retrato de Camille Roulin, los niños que fuimos en nuestras Via
Paal; en la Calavera con un cigarrillo,
el inmediato futuro de los tres africanos.
El
aeropuerto de Venecia estaba completamente inundado, parecía ser la prolongación
de la Laguna Véneta. El Boeing dio algunas vueltas antes de que desde la torre
de control autorizaran el aterrizaje. Una lluvia tropical seguía abatiéndose en
la región, pero ya se estaba alejando de Tessera; dos chicos que, antes de
Amsterdam, estuvieron en Barcelona, miraban desde la ventanilla y uno le dijo
al otro: “Mira aquel tipo ahí afuera, bajo semejante lluvia y con la linterna
encendida” y con el dedo indicaba la luz que desde un ala del avión se movía
por efecto de las ultimas violentas gotas de lluvia que seguían cayendo desde
el cielo negro.
Eran las 5
de la mañana. Tres noches en Amsterdam terminaban aquí, en la Venecia original.
El policía de la aduana quería saber dónde habíamos ocultado el hachís, o la
marihuana con el THC increíblemente alto, o si nos habíamos fumado todo un
Coffe Shop y volvíamos sin siquiera un regalito para los amigos. Nos reímos y
saludándolo le regalé el periódico de la mañana, el ya famoso De Telegraaf con
en primera plana las tres fotos de los africanos acuchillados.
“¡Estuvimos
con ellos anoche!” le dije, y nos salimos riéndonos.
1 de agosto 2021
Imagen: Karel Appel, Begging Children, 1948
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De PLUMAS HISPANOAMERICANAS
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