OLGA AMARÍS DUARTE
El verano
es una época extraña, fuera del calendario lunar, indiferente al paso de las
horas e indolentemente recostado bajo la sombra de las agendas. Su nombre ya es
un desatino… Verano, de “verus” (verdad) y del “veris” latino que anuncia la
primavera ("primum ver", el primer verano)... Es un tiempo
inexistente, la prolongación despreocupada de otro, el seductor que malvive de
los restos de una época más real.
El verano
es una intermitencia, un sueño frívolo, aquella luz de agosto de los personajes
de William Faulkner y el calor que ablanda todas las promesas de los meses
cuerdos… Una pausa sin consecuencias… El amor de verano siempre es un desliz…
El dolor, la picazón de un mosquito…
Otros
idiomas, más precisos, reclaman la supremacía del sol: “Sommer”, “summer”. Los
más sufridos, atienden al calor y a sus desgastes estivales: “été”, “estate”,
“estiu”…
El verano
es Céline, la joven protagonista de la novela de Françoise Sagan, a orillas del
Mediterráneo… El mismo mar del que habla Esther Tusquets en su veranear... Es
la última lluvia de Ferrragosto en la Roma de Gianfranco Calligarich… Es la canción
del viento de una muchacha de cuatro dedos de Murakami…
Los del Sur sabemos que el verano es la noche que queda tras la resaca del caló, con las ventanas bien abiertas para que entran los quejíos ancestrales de los cantaores y el rumor/rubor de los amantes sudorosos. Para mí el verano es un pueblo de la sierra, de aquella sierra culta de María Zambrano, el lugar de la escritura y, sobre todo, un jardín… Y una maleta que llega adelgazada de ropa para llenarse de los libros que allí no encuentro y que acá me esperan… Este verano, además, se ha convertido en un ritual… El del atardecer de Hermes Trismegistos: Pura alquimia de esmeraldas, fuego y perlas.
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