MAXIMILIANO BENÍTEZ
Fraternidad.
Es la palabra que más se repite en la obra de Malraux. Es como un buque
insignia de su literatura, de su percepción de algunos de los episodios más
dramáticos y apasionantes que pueblan sus historias pero también sus vivencias.
En Melville esa hermandad se nutre de obcecación y fatalidad, como si la
conducta de sus personajes diera vueltas en círculos para acabar en el mismo
vacío. Podríamos casi afirmar que ambos comparten una misma idea de la
naturaleza humana, pero en diferentes estratos. Como si, para llegar a
comprender cabalmente la amalgama de una, debiéramos rascar hasta sangrar la
primera. En tiempos de heterodoxia simplificada, esas ideas constituyen el mapa
del comportamiento, cada vez más difuso, de estas sociedades apáticas en que jugamos
a vivir.
De las tres
grandes novelas de Malraux (La esperanza, La condición humana y Los
conquistadores), puede que esta última sea la que menos detenta ese péndulo
en que el novelista y aventurero francés hace oscilar a casi todos sus
personajes (a él mismo, en definitiva) en torno a la vigencia o inanidad de un
ideal en el fragor de la batalla o pronto a morir. Porque Malraux es consciente
del carácter absurdo de todos los sistemas, de todas las ideologías y guerras
que fecundan la condición humana, y precisamente por eso se
abraza a la fraternidad, al valor de la palabra como pilar ante el
desconcierto. Con excepción de Los conquistadores, donde, a pesar
de librarse una batalla al otro lado de la puerta, a unos metros, en toda la
ciudad, todo parece resolverse (como en las novelas más intimistas de Onetti o
en un texto cualquiera de Kafka) en una habitación cerrada, encontramos en La
condición humana y La esperanza ese vigor de tropa haciendo frente a
la incertidumbre a campo abierto, en las trincheras, en escuadrones surcando,
más que el cielo atravesado por densas nubes de humo negro, un verdadero
territorio anímico, fatal y hermoso al mismo tiempo, épico. El sentido del
absurdo expulsando al aventurero hacia fuera, hacia lo irrevocable, hacia la
contingencia. No es una mera casualidad ni capricho de lector que cite
continuamente a Dostoyevski y ensalce su relevancia y legado en la literatura y
el pensamiento desde entonces. En Melville esa batalla irreconciliable con el
devenir tiene forma de ballena blanca y capitán.
Moby
Dick posee
todos los ingredientes de una novela de aventuras, pero es más que eso. Del
carácter inescrutable e invencible del capitán Ahab, obsesionado con la ballena
hasta la ceguera intelectual, se percibe algo que, una vez más, nos atañe a
todos. Es la vieja historia, la misma, contada una y otra vez desde los tiempos
de Gilgamesh. Y la ballena blanca, imperturbable como la misma naturaleza que
trasunta su vida, tan solo viene a enseñarnos el tamaño infinitesimal de
nuestra vida en términos astronómicos. Melville, un analista de lacerante humor
que desgrana la pérfida cabila en que nos hemos convertido a fuerza de
traicionarnos continuamente, también es consciente del absurdo plan de los
hombres en conquistar un mundo ajeno que nunca deberíamos haber pisado. Y
engrasa todos los resortes de la aventura con la persecución de la ballena a
mar abierto, luchando (claro que sí) contra todos los elementos, arrastrando,
terco y obsesionado, a toda la tripulación a zozobrar; puede que no exista
metáfora más clara y concisa de la humana actividad. Porque, a diferencia de
los personajes de Malraux, que buscan en la comunión la salvación como hombres,
no como mártires, el capitán Ahab no duda en llegar hasta el final, su final,
con tal de probar (en este caso, Melville) el carácter ilusorio de dios en la
tierra. Es como pisar un hormiguero y ver el caos desatado en torno al cráter
aplastado. Respuesta: nunca debió estar en ese hormiguero.
A menudo
pienso en la amistad de los últimos momentos de la que habla Malraux, en la
épica de Melville a bordo de su no tan imaginario barco ballenero Pequod, y
decido que únicamente tiene valor literario y humano aquello por lo que vale la
pena escribir y vivir. Porque la clave no está en tomar un fortín o cazar la
ballena blanca, sino en conquistarse a uno mismo sin dilaciones, como en una
capitulación irrevocable.
__
De
INMEDIACIONES, 07/07/2021
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