CÉSAR VIDAL
Corría el
año 1937 cuando A. Solzhenitsyn comenzó a pensar por primera vez en la
posibilidad de escribir Agosto 1914. En aquel entonces no la
había concebido como un «nudo» –como luego la denominaría– sino como la
introducción a una novela sobre la Revolución rusa. Escribió en aquella época
los primeros capítulos pero no pudo concluir la obra. Razones no faltaron para
la interrupción. Primero, se produjo la invasión de la URSS por Hitler en el
verano de 1941 y la movilización de Solzhenitsyn como oficial de artillería.
Luego, antes de que acabara el conflicto, tuvo lugar su arresto basado en las
críticas militares que había formulado contra Stalin en unas cartas dirigidas a
un amigo. Finalmente, tras su paso por el Gulag durante casi una década, vino
el destierro a Kazajstán y la lucha contra un cáncer intestinal que estuvo a
punto de matarlo. Ni siquiera entonces hubiera podido pensar Solzhenitsyn en la
reanudación de su trabajo de no ser porque se produjo la llegada al poder de
Jruschov y la crítica limitada del stalinismo. En 1963, mientras se preguntaba
lo que duraría aquella moderada relajación de la dictadura, Solzhenistsyn
volvió a recoger material para una obra que, dos años después, decidió que se
titularía La rueda roja. En ella tenía intención de recoger
noveladamente los acontecimientos que desembocaron en la revolución bolchevique
de 1917. En 1967, el autor tomó la decisión de dividir la obra en «nudos», es
decir, diferentes novelas protagonizadas por los mismos personajes que se
centrarían cronológicamente en períodos históricos concretos y previos al
estallido revolucionario. A partir de marzo de 1969, Solzhenitsyn se dedicó a
redactar el primero de estos nudos titulado Agosto 1914, una
tarea que concluyó en octubre de 1970. La novela se publicó en ruso en París
durante el mes de junio de 1971 y poco después aparecieron traducciones en
Alemania y Holanda. Al año siguiente, mientras la prensa soviética arremetía
contra Solzhenitsyn por permitir la publicación de su obra en el extranjero,
Seix Barral la editaba en castellano casi simultáneamente con otras
traducciones aparecidas en Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos, Dinamarca,
Noruega, Suecia e Italia. Aunque la novela constituía un vigoroso y magnífico
relato en el que se combinaba la narración novelística con la técnica del guión
cinematográfico y la reproducción de documentos, Solzhenitsyn no consideró que
aquella versión fuera definitiva. De hecho, de ella faltaban algunos de sus
mejores capítulos, los dedicados al exilio zuriqués de Lenin, que,
temporalmente, se publicaron como una obra aparte titulada Lienin v
Tsyurije y que los lectores españoles también pudieron leer en una
edición de Seix Barral. Expulsado de la URSS al conocerse que estaba redactando
su famoso Archipiélago Gulag, Solzhenitsyn se exilió a Estados
Unidos. Allí pudo complementar con los fondos de la Hoover Institution la
documentación para una versión definitiva de Agosto 1914 que
concluyó en 1981 en Vermont.
La
redacción de Noviembre 1916, el segundo nudo, fue
transcurriendo casi en paralelo a la del nudo primero de La rueda
roja. Iniciada en marzo de 1971, su primer borrador estaba concluido
dos años después a pesar de la labor de obstaculización llevada a cabo por las
autoridades soviéticas. En 1982-1983, sin embargo, pudo llevarlo a su
conclusión también en Vermont. Finalmente, Marzo 1917 –el más
extenso de los tres nudos y, posiblemente, el mejor– fue terminado tres años
más tarde.
A lo largo
de una extensión que supera holgadamente las cuatro mil páginas (en torno a 900
el primer nudo, un millar el segundo, y más de dos mil el tercero),
Solzhenitsyn ha trazado un fresco incomparable de la sociedad rusa que acabó
precipitándose –como si fuera impulsada por una rueda– hacia la victoria
bolchevique. En esta obra magna alternan sin que se perciban artificiales
puntos de sutura docenas de personajes históricos (Lenin, Kérensky, Sujomlinov,
Samsonov, Nicolás II, Stolypin, la propia familia de Solzhenitsyn con los
nombres ligeramente cambiados, etc.) con los ficticios sin que quede sin
representar ni una sola de las corrientes de pensamiento y acción que componían
la Rusia de principios de siglo desde los diferentes partidos a las minorías
étnicas y nacionales, desde los comprometidos políticamente a los interesados
en los valores estéticos o en la mera supervivencia, desde los creyentes y
disidentes religiosos a los ateos militantes. Junto a protagonistas como Fiodor
Kovyniov (un trasunto de Fiodor Kryukov al que Mijaíl Shólojov plagió El
Don apacible); el coronel Gueorgi Vorotyntsev; Olda Andozerskaya, «la mujer
más inteligente de San Petersburgo»; el tendero Eupati Bruyakin; la
desinteresada Likonia; el parlamentario David Korzner; su esposa, la judía
Susana, o el estudiante y posterior revolucionario Sasha Lenartovich nos
encontramos con un Lenin que, en su exilio de Zúrich, sueña con provocar una
guerra civil rusa que encienda la chispa de la revolución mundial; con un
Stolypin que intenta hacer progresar a una Rusia agraria y que, finalmente,
será asesinado; o con un zar bienintencionado y torpe que adquirirá auténticos
caracteres de rey Lear cuando se produzca su derrocamiento. Ante nuestros ojos
desfila la Rusia que vivía el ensueño de la utopía, de la edad de plata
literaria y del tostoianismo que resultó aniquilado por la entrada imprudente
–en defensa de Serbia– en la primera guerra mundial. Durante el verano de 1914,
aquella nación agitada por el viejo –y estéril– enfrentamiento entre
occidentalistas y eslavistas sufrió a manos del ejército alemán una de las
peores catástrofes militares que recuerda la Historia. Aquella derrota –que
pudo ser evitada y que se debió fundamentalmente al factor humano tan denostado
por el marxismo– significó el verdadero inicio de un cambio brusco de rumbo.
Dos años y medio después, el país –que había sufrido una sangría de millones de
muertos– se hallaba maduro para una revolución que no era inevitable pero que
fue calando en el ánimo de muchos como la única salida para una realidad
crecientemente hostil. Cuando en marzo –febrero según la diferencia de
calendarios– estalló la revuelta de San Petersburgo y se produjo la caída del
zar el camino quedó abierto, aunque muchos no lo advirtieran, hacia el triunfo
de un Lenin que con gélido realismo sabía lo que ansiaba y no estaba dispuesto
a reparar en medios para conseguirlo. En aquel entonces, el ejército había
quedado descoyuntado; los campesinos soñaban con la realización –que nunca se
produjo– de una utopía agraria defendida, por ejemplo, por los eseristas; los
obreros habían olvidado que de su trabajo dependía la vida de los millones de
soldados que aún combatían en el frente a las potencias centrales; las
nacionalidades creyeron que había llegado el toque de difuntos del imperio y
pensaron en una existencia independiente que en la mayoría de los casos pronto
se revelaría imposible y los partidos pretendieron modelar un futuro al estilo
de Occidente cuando ni habían llegado a comprender la realidad de la nación, ni
disponían de un arraigo social mínimo ni contaban con el poder para llevar a
cabo reformas en ocasiones necesarias y en otras meramente voluntaristas e
imposibles.
La manera
en que Solzhenitsyn logra conjugar todos estos aspectos a través de los tres
nudos convierte La rueda roja en un logro literariamente muy
superior al de cualquier obra sobre la Revolución publicada hasta la fecha.
Esta circunstancia se debe no sólo a su amplitud sino también al hecho bien
significativo de que aparece desprovista de la tendenciosidad o la limitada
perspectiva que se aprecia en obras consideradas emblemáticas como las de A.
Serafimóvich (El torrente de hierro), Fúrmanov (Chapáiev,
La sublevación), Lavreniov (El cuarenta y uno), Ostrovsky (Así
se templó el acero), Fadéiev (La derrota), Pasternak (El
doctor Zhivago) o incluso el plagiado Don apacible de
Shólojov o la Caballería roja de Bábel. Comparadas con La
rueda roja todas estas obras –quizá con la excepción del Don...– se
ven reducidas a conglomerados de meros estereotipos carentes de humanidad y
realismo. Pero aparte del aspecto meramente literario, absolutamente
esencial, La rueda roja constituye un auténtico océano de
datos –en ocasiones de documentos poco o nada conocidos que se reproducen en el
cuerpo del texto– que sirven no sólo para disipar cualquier tópico relativo al
supuesto triunfo popular bolchevique o a las pretendidas maldad u opresión
intrínsecas del zarismo sino también para dar una idea muy exacta de lo que fue
Rusia de 1914 a 1917. Al final, el triunfo del bolchevismo vino precipitado por
la necedad de los liberales que se empeñaron en no condenar la violencia
revolucionaria simplemente porque iba dirigida contra el zarismo; por la
aceptación mal digerida y peor reflexionada de un pensamiento utópico de
carácter socialista que no sólo suplantaba al pueblo que pretendía representar
sino que además aceptaba como presupuesto básico la muerte de millones de sus
miembros; por una política exterior paneslava que se negaba a comprender que
Rusia no podía dominar Polonia o embarcarse en una cruzada pro-serbia y por una
serie de individualidades que, a pesar de resultar sensatas y brillantes –los
casos no fueron escasos– se vieron rebasadas por la inconsciencia, la
irreflexión o la perversidad de otros contemporáneos. Los frutos de aquellas
actitudes y comportamientos resultaron considerablemente amargos. Rusia no se
vio arrastrada hacia una guerra mundial en la que poco tenía que ganar y mucho
que perder; el zarismo desapareció tras siglos de logros envuelto en un
torbellino de sangre; los intelectuales y revolucionarios fueron eliminados
despiadadamente por los bolcheviques y la nación se vio sometida a la dictadura
más prolongada y sanguinaria (quizá con la única excepción de la China en
cuanto al número de muertes) que ha conocido el siglo XX. La rueda
roja constituye así una auténtica obra maestra de la novelística, un
libro de consulta indispensable para el historiador o el simple interesado en
la historia contemporánea de Rusia y, sobre todo, una meticulosa, documentada y
detallada acta de la enfermedad que aquejó a toda una nación desembocando en
buena medida en la muerte de un universo no perfecto pero sí multisecular,
fecundo y prometedor.
01/09/1999
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De REVISTA DE LIBROS
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