ANDREA AGUILAR
Recién
terminada la Segunda Guerra Mundial, en el París de 1945 apareció un libro de
memorias de una inmigrante azerí que firmaba bajo el seudónimo de Banine. Su
verdadero nombre era Umm El-Bansu Äsâdullayeva, y había nacido en Bakú en 1905
en el seno de una acaudalada y delirante familia que ella describía con humor,
gusto por el detalle e inteligencia en las páginas de Días del Caúcaso.
La idea del
alias se la dio su buen amigo Jean Paulhan, director de La Nouvelle
Revue Française, y parte del grupo de escritores y emigrados, como la rusa
Teffi, Marguerite Yourcenar o Paul Eluard que la escritora, fallecida en París
en 1992, frecuentó en su larga vida de exiliada.
Aquel
primer libro de memorias cayó en el olvido, y ha tardado casi 75 años en ser
traducido en 2019 al inglés por el sello Pushkin y dar después el salto al resto
de Europa. Este verano ha llegado la versión al castellano publicada por
Siruela —y traducida por Regina López Muñoz—, y también ha desembarcado en
Italia, mientras, la edición en alemán se ha retrasado hasta 2021. “La primera
vez que supe de Días del Cáucaso fue hace casi 20 años, cuando
vivía en Azerbaiyán y escuché en la radio una dramatización serializada de la
historia”, cuenta al teléfono Anne Thompson-Ahmadova, traductora al inglés del
libro, y responsable en buena medida de la resurrección editorial de la
insólita Banine. “El libro realmente ofrece una descripción muy viva de la
atmósfera en un momento muy particular de ese país. Además, ella vivió una vida
atribulada. Y lo cierto es que muchos de los asuntos que trata siguen estando
encima de la mesa hoy”.
Banine era
nieta de sendos magnates petroleros (Shamsi Äsâdullayer por parte de padre y
Mirza Agha Musa Naghiyer por parte de madre) cuyas familias peleaban
furiosamente por el dinero y se debatían entre la férrea tradición asociada a
la modesta vida agrícola, y la fortuna que brotaba de los pozos empujando la
apertura hacia Occidente. Ahí, en esa opulenta bisagra entre viejo y nuevo
mundo, creció Banine con una furibunda abuela que despreciaba todo lo que venía
de fuera y comandaba una corte de “parientes pobres”, cubierta con velos y
llena de alhajas; con unas tías que pasaban días enteros fumando frenéticamente
y jugando al póquer en la finca donde descansaban en verano; y con un padre
viudo que, encargado del boyante negocio familiar, viajaba por Berlín y Moscú
con absoluta soltura, mientras iba retrasando el momento de volver a casarse.
En la
futura escritora esa potente mezcla entre tradición y cosmopolitismo, entre
Oriente y Occidente, dio como fruto una ácida, divertida y desprejuiciada mirada.
Huérfana de madre, fue atendida y criada, junto a sus tres hermanas, por una
rubia institutriz alemana quien, a pesar de estar “rodeada de una familia
musulmana fanática, en una ciudad todavía oriental”, trató de crear “un clima
de canciones infantiles para niños rubios, de árboles de Navidad con angelitos
rosados, de pasteles cargados de crema y sentimentalismo”, como recuerda
en Días del Cáucaso. Nada entonces hacía presagiar el radical giro
que tomarían sus vidas.
La Primera
Guerra Mundial y la revolución bolchevique dieron un vuelco a la fortuna de la
familia. El padre de Banine fue ministro de Comercio en la brevísima República
Democrática de Azerbaiyán de 1918 a 1920. Al caer el Gobierno fue detenido y el
precio para su puesta en libertad fue que su hija de 15 años, Banine, se casara
con un hombre mucho mayor que le facilitó al patriarca un pasaporte para salir
del país. A los 18 la autora también logró salir, dejar atrás al esposo y vía
Estambul llegar a París a bordo el Orient Express. Nunca más volvería
Bakú.
En la
capital francesa arrancó una nueva vida que narró en Días de París,
la segunda entrega de sus memorias en la que Thompson-Ahmadova espera ponerse a
trabajar pronto. “Pasó de tenerlo todo a aprender a ganarse la vida”, explica
la traductora británica. La familia trataba de sobrevivir vendiendo sus joyas,
pero el dinero se evaporaba. Gracias a la segunda mujer de su padre, la sofisticada
y culta Tamara Datieva, Banine pronto se puso a trabajar como modelo de alta
costura. “Se aburría pero aquello le abrió los ojos. Conoció a muchas chicas y
la mayoría solo querían encontrar un hombre rico”, apunta Thompson-Ahmadova. No
era el caso de la azerí. Trabajó como secretaria y profesora de música antes de
ponerse a traducir, entre otros a Dostoievski, y a escribir en periódicos.
Alemanes
en París
En el París
ocupado conoció al escritor alemán Ernst Junger, cuya obra tradujo al francés y
exploró en tres ensayos y con quien mantuvo una estrecha amistad durante 50
años. Se conocieron en 1943, cuando él formaba parte del ejército alemán, a
través de Wilhelm Blake otro oficial que cortejaba a Banine y que secretamente
ayudaba a la Resistencia. Blanke animó a Banine a darle a Junger una copia de
su primer libro, un título anterior a Días del Cáucaso. Tras
el desembarco de Normandía, Blanke fue denunciado y ahorcado, algo que la
escritora no descubrió hasta tiempo después. Otro escritor a quien la unió una
buena amistad fue al premio Nobel Ivan Bunin, de quien Banine escribió que
“llevaba su arrogancia puesta como una toga, para demostrar lo que le
diferenciaba del resto del común de los mortales”.
La autora
continuó trabajando en prensa y escribiendo libros. Más allá de los títulos que
dedicó a Junger, escribió sobre su conversión al catolicismo en Yo
elijo el opio. Fue muy amiga de una monja española, Maria Gloria Capella, y
trabajó con inmigrantes recién llegados a Francia.
En los años
ochenta se topó con un joven librero alemán Rolf-Heinrich Stürmer a quien
acabaría nombrando albacea de su obra. En una carta escrita en 2015 a un
periodista azerí y hecha pública en redes sociales, el librero Stürmer describe
cómo conoció a Banine a través de Junger y quedó fascinado con la vida e
historias de la autora. “Tenía mucho sentido del humor y era muy entretenida,
con un corazón de chica joven más que de mujer mayor cascarrabias. No me
percaté de que mantenía una constante lucha contra la depresión hasta que leí
sus diarios tras su muerte”, explica. “No tenía dinero pero siempre la
protegieron amigos ricos e influyentes”. Siempre vivió alquilada en el distrito
16, en el número 40 de Rue Lauriston, donde en los últimos años, según dice su
albacea, salía poco pero recibía a los amigos. Pasaba mucho tiempo en una
butaca, como ella decía, “soñando como un gato al sol”. Murió hace ya 28 años y
donó su cuerpo para evitar, sospecha Stürmer, que sus amigos corrieran con los
gastos del entierro.
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De EL PAÍS,
12/08/2020
Fotografía:
Banine
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