MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ
«Recogete, joven;
andate a tu casa»
Se lo dicen al
narrador de Muerta ciudad viva las
barrenderas de Cochabamba, esas que parecen bailarinas chinas con sus
escobillones rítmicos en la noche y barren esta, como si a la vez la
acariciaran, y hacen desaparecer lo que a ella se queda pegado, pero es
invisible para la mayoría. Esta sería la historia de Muerte ciudad viva, la del joven que busca encanallarse –eso dijo
el propio Céline de su Bardamu– y que debería recogerse en su casa antes de que
las cosas se despeñaran en el peor de los pozos negros, pero que no lo hace
porque su casa no pasa por ahí, porque la de verdad, verdad, no la tiene, es la
calle, la mugre y la exasperación.
A Claudio Ferrufino-Coqueugniot le conocí
antes de haber leído nada suyo en una Feria Internacional del Libro, en Santa
Cruz de la Sierra, en la que participamos invitados por la Cámara del Libro. Me
bastó escuchar una intervención suya, acerca del lenguaje o la lengua de los
expatriados, para darme cuenta de que ahí había un escritor que tenía mucho que
decir. Estuvimos alojados en el mismo hotel, él sentado en una mesa y yo en
otra, sin hablarnos, escribiendo cada cual lo suyo, y echándonos miradas de
reojo de cuando en cuando. Leí luego El
exilio voluntario, prestado por un amigo común, Ramón Rocha Monroy, y nos encontramos más tarde, en Cochabamba. Una
Cochabamba nocturna, de cuecas, chelas y tragos finos y duros, de amigos
entrañables y con un paramilitar-torturador de la época de Barrientos que
tocaba de manera magistral el charango (para que el cuadro quede apropiado), y
de antros, cuya puerta había que tumbar a patadas, en compañía de algunos de
los personajes de esta novela. Luego vino el Señor don Rómulo y todo lo demás. Lo tengo por el mejor escritor
boliviano de hoy, pero como media la amistad y el afecto, y hasta manías
comunes, esto que digo y nada es lo mismo.
Hace unos años,
en La Paz, un antiguo político del MNR, secretario de Paz Estenssoro, me dijo
en un aparte que advirtiera a «tu amigo Ferrufino» que evitara regresar a
Bolivia porque se había enterado de que le estaban armando un proceso por sedición
de consecuencias imprevisibles (habituales), gracias a sus artículos semanales
en varios periódicos en los que ha venido zahiriendo, denunciando y atacando de
manera virulenta el régimen de Evo Morales y todos los regímenes bolivianos
anteriores y por venir: uno de ellos le costó la colaboración en el prestigioso
periódico Página Siete.
Una escritura sin
concesiones la suya, ambiciosa y arriesgada, ya sea en la novela, en los
artículos políticos o en los literarios que denotan, estos, una curiosidad y
una generosidad intelectuales ejemplares.
El de Muerta ciudad viva es un relato de una
dureza extraordinaria, pero describe bien el escenario, Cochabamba, esa ciudad
populosa, de muchas buganvillas y una placidez indiscutible de vida urbana, y a
la vez de mugre y aire viciado que a ratos hiede, de comederos, chicherías
mugrientas, desmontes, basurales y puteros, con un río que es una cloaca, con
un cementerio donde se celebran ceremonias pavorosas y locales inverosímiles de
trago duro, mercados febriles, que le azuzan al autor el amor del disgusto, el
de la ira y la añoranza irremediable.
Cuando las
puertas del mercado cierran, se abren las del mundo de la noche, ese en el que
el personaje puesto en escena por Ferrufino busca la abyección, y desde ese otro
lado escribe Claudio. Picaresca y desgarro, en el mercado Calatayud, en La
Pampa, en el Triangular de la coca, a donde fui una noche iluminada por
siseantes lámparas de carburo –«No te hicieron nada por la sorpresa de verte
allí», dijo el cronista oficial de la ciudad-, trago venenoso y delincuencia y
violencia viva y sorda, y compañeros de fatigas cuyos nombres me resultan
familiares, Julio y Chino, tan llorado por el autor.
¿Excesivo? Y qué
no lo es si de la crónica de una autodestrucción se trata. Trago y sexo, mucho
de ambos, hasta la intoxicación y la repugnancia, no lo dudo, pero antes, como
la vergüenza, hay que sentirla en propia carne, hay que vivirla.
No es
esta una novela para estómagos delicados ni para cazadores de micro machismos
ni para puritanos de nueva hornada que cunden de manera asombrosa.
En
Bolivia, antes de hablar de la literatura de Claudio, bien sea a favor o en
contra, se miran unos a otros con sospecha –«Desconfiamos uno del otro, los
bolivianos, vemos en nosotros lo peor, el enemigo. Eso nos hace un pueblo
traidor», escribe Claudio–. Excesivo el Claudio, inmisericorde siempre con sus
compatriotas, sean de arriba o de abajo, de la derecha o de la izquierda,
aprovechados, taimados, borrachones, patriotas de pega… Habla del Ejército y
dice: «El glorioso ejército de Bolivia ejercitaba a sus combatientes en la
humillación». De sus invectivas, enmascaradas en dicterios de beodo en campaña,
no se libra nadie, ni guerrilleros ni represores, ni izquierdistas del mejor
postor ni pánfilos burgueses atrincherados en sus prejuicios y convenciones
sociales, mezcla de racismo y servilismo inextricable, y sobre todo lo más
importante: de la picota alcohólica no se libra el propio narrador, su voz, su
escritura, una confesión y un espejo, todo lo trucado que se quiera.
«Casi una novela de misterio esta Bolivia», leo en la novela de Claudio y
no me espanto, porque más que de misterio, de espanto puede ser la novela no
escrita sobre una Bolivia tremebunda, feliz, bailona, borrachona, guapetona, corajuda
y cobardona, del tinku sangriento que no cesa, del dinamitazo como argumento,
de las bandas callejeras borrachas hasta las patas, como la que quiso exorcizar
me temo que en balde Alcides Arguedas, hace cien años y de ello habló con don
Miguel, de Unamuno claro, que le advirtió al boliviano sobre la chupa de su
propia tierra, a propósito de Raza de
bronce. Viene de lejos, todo lo que Claudio cuenta viene de lejos, de muy
lejos, es como lo cuenta y peor. De ahí su desarraigo y su necesidad de poner tierra
de por medio. A quien le parezca exageración le recomiendo se dé una vuelta de
lunes, o martes mejor, por la morgue o por el rincón de las almas perdidas, o
por el mercado Triangular cuando cae la noche, no ya de Cochabamba, sino de su
propia ciudad, que de eso se trata, del viaje al otro lado que en todas partes
está. Aquí no hay localismo que valga, sino condición humana, desagarro sin
fronteras
Y no, no nos
confundamos, Muerta ciudad viva, no
es un «Bajo el Tunari». Ese sería un torpe remedo de Malcolm Lowry. Aquí no hay
bajos que valgan, un Selby estaría
más cerca en su desgarro preciso pura cirugía de las tinieblas de la
conciencia. La de Claudio no es una impostura o una invención literaria en la
ya rancia tradición del malditismo urbano que tiene en Bolivia notables
ejemplares. Me consta que el autor sabe que de ese viaje no se regresa, y sí se
regresa es para contarlo y felicitarse de estar vivo y en todo caso se paga
caro, siempre: « Yo me salvé escribiendo / después de la muerte de Jaime Gil de
Biedma. / De los dos, eras tú quien mejor escribía.»
Arraioz,
enero de 2018