Monday, April 11, 2016

Cosas que no existen en el primer mundo

JOSÉ CRESPO ARTEAGA

Me imagino a un viajero de Norteamérica o de la vieja Europa, retornando a casa después de un recorrido por este rincón apartado de Sudamérica. Tiene tanto que relatar a los suyos que sólo se pierde en mil laberintos incapaz de hilvanar alguna historia. Pero entre tanta confusión quizás alcance a decir “he visto cosas que no me creerían”, mientras le brillan los ojos más que a un replicante de Blade Runner. Nuestro visitante no es un turista cualquiera, no anda luciendo chalecos con ribetes indígenas ni ha llenado la mochila alpinista con aguayos, gorros y otros textiles andinos que muy probablemente han sido elaborados con telas chinas. Cualquiera le puede ver la cara al gringo, eso decimos, mientras le clava uno y otro suvenir.  

Quizás nuestro gringo sea un auténtico puriskiri, capaz de trajinarse todas las calles desastrosas de nuestras chatas ciudades donde a menudo tiene que agachar la cabeza para no darse de bruces con los toldillos de los comerciantes hormigueando en las aceras, y cuidar que sus enormes zapatos no pisen tomates u otros productos delicados mientras zigzaguea entre puestos de toda índole en las ferias populares donde es fácil extraviarse entre aromas picantes de condimentos multicolores y cabezas de chancho colgando de un gancho nada más a unos pasitos. Los zocos del Medio Oriente parecen supermercados al lado de nuestros caóticos y mixturados mercados.

Nuestro viajero, acostumbrado a tanto orden y pulcritud en su país, se extraña a las primeras que en Bolivia no haya máquinas dispensadoras para los refrescos, golosinas y papas chips (salvo en algunos sitios pijos) ni parqueos automáticos y otros servicios de impersonal modernidad. Al contrario, no tiene que buscar mucho para encontrar cualquier cosa en un puesto callejero, desde un alfiler hasta un taladro eléctrico. Si se trata de comer y beber, sólo tiene que agitar la mano a cualquier carrito heladero o vendedor carretillero con fruta de temporada, ya pelada y cortada para los más perezosos, de tal manera que ni bajarse del coche hace falta porque en alguna esquina aguarda un trozo de sandía, piña o papaya en bolsa de plástico.

Como se sabe, Bolivia es el país más informal del continente. Menos del 20 por ciento de la economía está suficientemente organizada de acuerdo a criterios formales y empresariales. Con pocas industrias que destacar, prácticamente el país entero vive del comercio. Ahí arriba en el gobierno, aseguran que en la última década hemos dado un salto de gigante con satélite chino y central nuclear rusa en los próximos años para terminar de asombrar al planeta entero. Sin embargo, solamente hace falta darse una vuelta por cualquier calle de Cochabamba para observar cómo el comercio ambulante reina en toda la ciudad, ante la impotencia de la ciudadanía y la dejadez de las autoridades. ¿Cuándo se ha visto que en la acera del Palacio de Justicia convivan textos jurídicos pirateados con bananos en carretilla estorbando a los transeúntes?

Ciertamente la mayor responsabilidad no es de esas gentes desesperadas que abandonan sus barrios periféricos para ir a vender cualquier mercadería al centro. De cualquier modo se ganan la vida con lo que pueden. A momentos, cualquiera se irrita de que se apoderen de las esquinas o se aposten al frente de puestos de golosinas de por sí ya numerosos en todas las zonas céntricas. Es tal el crecimiento de este fenómeno que hasta las calzadas son campo de acción de todos estos trabajadores que no conocen de feriados y días libres, ni seguro médico ni otros beneficios sociales. Su imperiosa necesidad de subsistencia les lleva a inventarse fuentes laborales sobre la marcha, y en algunos casos les mueve a idear herramientas para facilitar su sacrificada labor. En la Bolivia más profunda y humilde aflora la creatividad para hacer frente a la adversidad. Tal parece que no solo producimos políticos pendejos a camionadas, sino también algo de tecnología y soluciones prácticas.

Vaya esta colección de oficios curiosos y herramientas aún más llamativas, a modo de muestra:
  • El gremio de los carretilleros.- son de lejos los más numerosos y adaptables que incursionan en cualquier sitio o donde les llame una fiesta u otro evento al aire libre. Son en su gran mayoría mujeres, a veces con sus nenes a la espalda. Casi siempre venden fruta de temporada desde plátanos hasta frutos más raros como la tuna (nopal). En la imagen, una vendedora de Chichus mut’i, un tentempié hecho con los granos cocidos de una leguminosa conocida como tarhui, con cierto sabor neutro y agradable que recuerda a la almendra. Por demás, aseguran que es tan nutritiva como la quinua.

El carrito de los jugos.- Es sorprendente cómo se han especializado los comerciantes, los hay más comunes que venden palomitas de maíz al paso, otros que elaboran batidos de huevo con malta, y alguna vez he divisado también carritos con mates calientes de variadas hierbas que se ofrecen de mañanita cerca de los mercados. Pero me llama la atención este caso de las exprimidoras de naranja y pomelo exclusivamente, que están al acecho de cualquier persona que quiera cuidar la silueta. Fíjense en la “tecnología” de su maquinilla peladora y de la potente prensa que en una sola apretada le sacan el jugo a su media naranja.

  • El carrito de los raspadillos.- Que yo recuerde este postre helado solo se podía conseguir en sitios fijos, en la puerta de una tienda o algo parecido, donde había una máquina para tal efecto. Recién en los últimos años se ha visto esta adaptación criolla a la estructura de una bicicleta. Impresionante el mecanismo con una manivela para procesar el hielo. Y el color de las botellas de sabores es tan llamativo que con gusto bautizaría el armado como “marketing sobre ruedas”. Le ha nacido dura competencia a los tradicionales carritos heladeros con claxon de pera de goma.

  • El carrito del somó.-  Esto sí que era impensable hace unos años en nuestro valle florido. El somó es un delicioso refresco de maíz blanco pelado y hervido con canela, servido con grano y todo. Típico de Santa Cruz y de toda la región amazónica. Por aquello de los regionalismos, suena un tanto irónico que cholitas vallunas paseen el producto por las calles cochabambinas. Que se sepa, ningún cruceño ofrecería chicha punateña o algo parecido.


  • El carrito de las bocinas.- No es un juguete aunque lo parezca. Había sido tan original y singular este artefacto que no tiene parangón alguno. Su dueño lo pasea orgulloso con banderitas de Cochabamba y la tricolor nacional en un par de antenas al frente. Su negocio había sido ofrecer bocinas a pilas, timbres y otros pequeños artilugios electrónicos.

  • El afilador y su rueda.- Son tan raros que encontrarlos es ejercicio inútil. Más bien la casualidad los trae por tu barrio. Se dice que están desapareciendo por obvias razones, cualquiera tiene una barra afiladora en su cocina. Sin embargo, a veces creo oír su rustica armónica anunciándose en alguna parte. Son fantasmales hasta para lo foto.

  • El adivinador del futuro.- En mis recorridos por algunos mercados populares me suelo encontrar en “días de Cancha” con estos adivinadores al paso que se apostan en algún rincón o sobresaliente de una calle. Considerando que la sociedad boliviana es tan supersticiosa me imagino que clientes no les deben faltar. Son tan adaptables que permanecen ajenos al ajetreo mercantil y en unos minutos te asesoran espiritualmente para enfrentar el futuro. Leyendo en hojas de coca o baraja española según el cliente pida. Cuando no hay incautos a la vista hacen sonar una campanilla a modo de publicidad.

__

De EL PERRO ROJO (blog del autor), 08/04/2016

No comments:

Post a Comment