Me imagino a un
viajero de Norteamérica o de la vieja Europa, retornando a casa después de un
recorrido por este rincón apartado de Sudamérica. Tiene tanto que relatar a los
suyos que sólo se pierde en mil laberintos incapaz de hilvanar alguna historia.
Pero entre tanta confusión quizás alcance a decir “he visto cosas que no me
creerían”, mientras le brillan los ojos más que a un replicante de Blade
Runner. Nuestro visitante no es un turista cualquiera, no anda luciendo
chalecos con ribetes indígenas ni ha llenado la mochila alpinista con aguayos,
gorros y otros textiles andinos que muy probablemente han sido elaborados con
telas chinas. Cualquiera le puede ver la cara al gringo, eso decimos, mientras
le clava uno y otro suvenir.
Quizás nuestro
gringo sea un auténtico puriskiri, capaz de trajinarse todas las
calles desastrosas de nuestras chatas ciudades donde a menudo tiene que agachar
la cabeza para no darse de bruces con los toldillos de los comerciantes
hormigueando en las aceras, y cuidar que sus enormes zapatos no pisen tomates u
otros productos delicados mientras zigzaguea entre puestos de toda índole en
las ferias populares donde es fácil extraviarse entre aromas picantes de
condimentos multicolores y cabezas de chancho colgando de un gancho nada más a
unos pasitos. Los zocos del Medio Oriente parecen supermercados al lado de
nuestros caóticos y mixturados mercados.
Nuestro viajero,
acostumbrado a tanto orden y pulcritud en su país, se extraña a las primeras
que en Bolivia no haya máquinas dispensadoras para los refrescos, golosinas y
papas chips (salvo en algunos sitios pijos) ni parqueos automáticos y otros
servicios de impersonal modernidad. Al contrario, no tiene que buscar mucho
para encontrar cualquier cosa en un puesto callejero, desde un alfiler hasta un
taladro eléctrico. Si se trata de comer y beber, sólo tiene que agitar la mano
a cualquier carrito heladero o vendedor carretillero con fruta de temporada, ya
pelada y cortada para los más perezosos, de tal manera que ni bajarse del coche
hace falta porque en alguna esquina aguarda un trozo de sandía, piña o papaya
en bolsa de plástico.
Como se sabe,
Bolivia es el país más informal del continente. Menos del 20 por ciento de la
economía está suficientemente organizada de acuerdo a criterios formales y
empresariales. Con pocas industrias que destacar, prácticamente el país entero
vive del comercio. Ahí arriba en el gobierno, aseguran que en la última década
hemos dado un salto de gigante con satélite chino y central nuclear rusa en los
próximos años para terminar de asombrar al planeta entero. Sin embargo,
solamente hace falta darse una vuelta por cualquier calle de Cochabamba para
observar cómo el comercio ambulante reina en toda la ciudad, ante la impotencia
de la ciudadanía y la dejadez de las autoridades. ¿Cuándo se ha visto que en la
acera del Palacio de Justicia convivan textos jurídicos pirateados con bananos
en carretilla estorbando a los transeúntes?
Ciertamente la
mayor responsabilidad no es de esas gentes desesperadas que abandonan sus
barrios periféricos para ir a vender cualquier mercadería al centro. De
cualquier modo se ganan la vida con lo que pueden. A momentos, cualquiera se
irrita de que se apoderen de las esquinas o se aposten al frente de puestos de golosinas
de por sí ya numerosos en todas las zonas céntricas. Es tal el crecimiento de
este fenómeno que hasta las calzadas son campo de acción de todos estos
trabajadores que no conocen de feriados y días libres, ni seguro médico ni
otros beneficios sociales. Su imperiosa necesidad de subsistencia les lleva a
inventarse fuentes laborales sobre la marcha, y en algunos casos les mueve a
idear herramientas para facilitar su sacrificada labor. En la Bolivia más
profunda y humilde aflora la creatividad para hacer frente a la adversidad. Tal
parece que no solo producimos políticos pendejos a camionadas, sino también
algo de tecnología y soluciones prácticas.
Vaya esta
colección de oficios curiosos y herramientas aún más llamativas, a modo de
muestra:
- El gremio de los carretilleros.- son de lejos los más numerosos y
adaptables que incursionan en cualquier sitio o donde les llame una fiesta
u otro evento al aire libre. Son en su gran mayoría mujeres, a veces con
sus nenes a la espalda. Casi siempre venden fruta de temporada desde
plátanos hasta frutos más raros como la tuna (nopal). En la imagen, una
vendedora de Chichus mut’i, un tentempié hecho con los
granos cocidos de una leguminosa conocida como tarhui, con cierto sabor
neutro y agradable que recuerda a la almendra. Por demás, aseguran que es
tan nutritiva como la quinua.
El carrito de
los jugos.- Es
sorprendente cómo se han especializado los comerciantes, los hay más comunes
que venden palomitas de maíz al paso, otros que elaboran batidos de huevo con
malta, y alguna vez he divisado también carritos con mates calientes de
variadas hierbas que se ofrecen de mañanita cerca de los mercados. Pero me
llama la atención este caso de las exprimidoras de naranja y pomelo
exclusivamente, que están al acecho de cualquier persona que quiera cuidar la
silueta. Fíjense en la “tecnología” de su maquinilla peladora y de la potente
prensa que en una sola apretada le sacan el jugo a su media naranja.
- El carrito de los raspadillos.- Que yo recuerde este postre helado
solo se podía conseguir en sitios fijos, en la puerta de una tienda o algo
parecido, donde había una máquina para tal efecto. Recién en los últimos
años se ha visto esta adaptación criolla a la estructura de una bicicleta.
Impresionante el mecanismo con una manivela para procesar el hielo. Y el
color de las botellas de sabores es tan llamativo que con gusto bautizaría
el armado como “marketing sobre ruedas”. Le ha nacido dura competencia a
los tradicionales carritos heladeros con claxon de pera de goma.
- El carrito del somó.- Esto sí que era impensable
hace unos años en nuestro valle florido. El somó es un delicioso refresco
de maíz blanco pelado y hervido con canela, servido con grano y todo.
Típico de Santa Cruz y de toda la región amazónica. Por aquello de los
regionalismos, suena un tanto irónico que cholitas vallunas paseen el
producto por las calles cochabambinas. Que se sepa, ningún cruceño
ofrecería chicha punateña o algo parecido.
- El carrito de las bocinas.- No es un juguete aunque lo parezca.
Había sido tan original y singular este artefacto que no tiene parangón
alguno. Su dueño lo pasea orgulloso con banderitas de Cochabamba y la
tricolor nacional en un par de antenas al frente. Su negocio había sido
ofrecer bocinas a pilas, timbres y otros pequeños artilugios electrónicos.
- El afilador y su rueda.- Son tan raros que encontrarlos es
ejercicio inútil. Más bien la casualidad los trae por tu barrio. Se dice
que están desapareciendo por obvias razones, cualquiera tiene una barra
afiladora en su cocina. Sin embargo, a veces creo oír su rustica armónica
anunciándose en alguna parte. Son fantasmales hasta para lo foto.
- El adivinador del futuro.- En mis recorridos por algunos
mercados populares me suelo encontrar en “días de Cancha” con estos
adivinadores al paso que se apostan en algún rincón o sobresaliente de una
calle. Considerando que la sociedad boliviana es tan supersticiosa me
imagino que clientes no les deben faltar. Son tan adaptables que
permanecen ajenos al ajetreo mercantil y en unos minutos te asesoran
espiritualmente para enfrentar el futuro. Leyendo en hojas de coca o
baraja española según el cliente pida. Cuando no hay incautos a la vista
hacen sonar una campanilla a modo de publicidad.
__
De EL PERRO ROJO
(blog del autor), 08/04/2016
No comments:
Post a Comment