Varón de 69 años
enterrado en la iglesia del convento de San Ildefonso con un sayón franciscano
de la Orden Trinitaria, el 23 de abril de 1616. Tabique nasal prominente y
corvo, una mano izquierda anquilosada por las heridas de un arcabuz de la
batalla de Lepanto, un esternón magullado e invadido por restos de plomo por la
misma lesión, una espalda “algo cargada”, mandíbulas con seis dientes o menos.
Empezaron por
buscar un cuerpo, uno sólo, en su tumba original. Si las condiciones eran
favorables, si los casi 400 años que pasaron no las habían fulminado, podrían
dar con esas marcas distintivas de las que hablaban las biografías, las que
retrataba la pintura de Juan de Jáuregui, y las que él mismo había descrito en
el prólogo de Novelas ejemplares.
De nombre Miguel
de Cervantes Saavedra. Nacido en Alcalá de Henares, afueras de Madrid, en 1547.
Funcionario del reino como comisario real de abastos en Sevilla, militar
veterano herido de guerra —”manco”—, presidiario breve, cautivo durante un
lustro de los piratas berberiscos. Sólo le cantaron dos misas de difunto, lo
mínimo, porque murió pobre sin ser un escritor glorificado, siquiera muy
conocido, ignorante de que, con la publicación de la segunda parte de El
Quijote el mismo año de su muerte, alcanzaría el título póstumo, en un futuro
de siglos, de padre de la novela moderna.
Buscaron,
pensando al principio que no sería complicado y no tardarían más de diez días
en encontrarlo, porque las fuentes históricas decían que allí estaba, un cuerpo
entero que se había extraviado en la reparación del templo. Junto a él estarían
enterrados ocho o nueve más si acaso, todos en los nichos de la pared norte.
En enero de 2015
comenzaron la excavación de la cripta del convento de las Trinitarias Descalzas
de San Ildefonso, donde los registros decían que se había enterrado a Cervantes
en 1616, trasladado desde otra iglesia cercana. Limpiaron la cripta de
oscuridad y polvo, de estanterías arrumbadas. Vieron losas removidas en el
suelo, hurgaron apenas y asomaron esqueletos, muchos, que luego pasaron de 300:
supieron que el trabajo sería largo. Pero a los diez días descubrieron en
documentos históricos que el cuerpo que buscaban no estaba completo, sino que
sus miembros, disgregados, se había mezclado con los de su esposa y un
capellán, y que todos juntos habían sido guardados en una caja que, además, se
había movido de sitio. El cuerpo entero en la tumba original ya no sería: la
iglesia antigua donde lo habían enterrado originalmente, que quedaba en otra
calle, no había sido reformada sino derruida. Y a la iglesia de las Trinitarias
Descalzas, en la calle Lope de Vega, donde los restos de Cervantes fueron
trasladados y donde los investigadores buscaban, lo que había llegado no era un
cajón con los restos individualizados, sino una caja con restos revueltos. En
lenguaje funerario: una reducción.
Pasaron los días,
las semanas, un mes. No encontraban rastros del cuerpo de Miguel de Cervantes.
Palearon, excavaron, analizaron y salieron centenas de restos, sobre todo de
bebés con raquitismo. Un cementerio del siglo XVIII y comienzos del XIX en la
manzana ubicada entre las calles Lope de Vega y Huertas, en pleno barrio de Las
Letras. Nada sabían de él las doce monjas de clausura que hacen su vida orando
y cosiendo para obras de caridad en el convento que lo escondía, en este tramo
del centro mismo de Madrid, vibrante de bares, librerías de viejo y tiendas de
diseño.
Iba a terminar
febrero, ya llevaban más de 30 días excavando, cuando encontraron una
acumulación de huesos, mordidos por la tierra húmeda, algo que no se parecía a
nada de lo que habían visto antes. Porque allí, pegados a los huesos, había
residuos de la indumentaria de un capellán: una estola, un manípulo, una
casulla del siglo XVII, y una moneda de 16 maravedís del mismo siglo. La lista
de esos restos coincidía con la que se reseñaba en los documentos históricos:
en esa caja estaban Miguel de Cervantes, su esposa y el capellán, dueño de la
indumentaria que encontraron.
Los científicos
fueron cautos y dijeron que era “posible” que “fragmentos” de Miguel de
Cervantes estuvieran allí. La conclusión de 35 días de excavación fue magra y
así quedó impresa en el informe ejecutivo de la investigación que presentaron
en una rueda de prensa el 17 de marzo de 2015: “En definitiva, a la vista de
toda la información generada en el caso de carácter histórico, arqueológico y
antropológico, es posible considerar que entre los fragmentos de la reducción
localizada en el suelo de la cripta de la actual Iglesia de las Trinitarias se
encuentren algunos pertenecientes a Miguel de Cervantes”.
—Son muchas las
coincidencias y no hay discrepancias —resumió Francisco Etxeberría, en la
conferencia de prensa, frente a un auditorio repleto de periodistas de medios
españoles y extranjeros, científicos de varias disciplinas que participaron en
la investigación y políticos locales, en la sede del Ayuntamiento de Madrid.
Etxeberría
—profesor de la Universidad del País Vasco, médico forense y antropólogo de
reputación, curtido también en exhumaciones históricas de peso: Víctor Jara,
Salvador Allende, Pablo Neruda— dirigió la última fase de lo que se llamó el
Proyecto Cervantes, que había comenzado el 24 de enero y que involucró a 30
personas de diversas disciplinas: arqueólogos, antropólogos, forenses, eruditas
del textil, expertos en momias, restauradores, técnicos, peritos de
georradares, un sacerdote, abogados y un alpinista por si había que bajar muy
profundo.
La televisión
pública retransmitía en directo. Los reporteros, expectantes después de un mes
de silencio por un acuerdo de confidencialidad, demandaron titulares
incontestables: ¿es él o no?, ¿se pudo individualizar el cuerpo?, ¿se pudo
saber algo más de su biografía, algo sobre las causas de su muerte? Los
políticos se llamaron a sí mismos sanchopanzas y a los investigadores,
quijotes; hablaron de escuderos e hidalgos, del bien de España. Los promotores
de la búsqueda aplaudieron en la primera fila. Pero los científicos dijeron que
“no se pudo individualizar el cuerpo de Cervantes por el estado de conservación
de los restos”, como zanjó al micrófono Almudena García, madrileña historiadora
especializada en arqueología funeraria; “puede que de esas evidencias se
obtenga un perfil de ADN que confirmaría la identidad, pero no es seguro que se
consiga”, añadió Etxeberría.
Días más tarde
ella, Almudena García, lo iba a explicar diáfano y simple, cerveza sin alcohol
a sorbos, bocados de aceitunas:
—Hay una premisa que
te enseñan el primer día de clases: “Si tienes poco hueso, di poco”. Y como hay
poco hueso y en mal estado, no se pudieron precisar edades, más allá de decir
que hay mandíbulas de varones adultos con poca dentadura.
Sobre la mesa del
bar hay una foto, una de las imágenes que documentaron todo el proceso. Pueden
verse un cráneo grande, frontales rotos —añicos—, huesos largos cuarteados del
color de la tierra. La caja donde encontraron los restos la rotularon con el
código 4.2/32.
La idea de buscar
el cuerpo de Miguel de Cervantes surgió en 2010. No estaba en realidad perdido.
Las fuentes históricas decían que sus huesos se habrían extraviado en las
reformas de la iglesia del convento de las Trinitarias Descalzas de San
Ildefonso, pero el acta de defunción y dos placas, una en la fachada del
templo, que firma la Real Academia Española, y que dice: “A Miguel de Cervantes
Saavedra que por su última voluntad yace en este convento de la Orden
Trinitaria a la cual se debió principalmente su rescate (…)”, y otra en el
altar mayor, sobre el coro enrejado donde rezan las monjas a diario: “En este
monasterio yacen Miguel de Cervantes Saavedra, doña Catalina Salazar su esposa
y sor Marcela de San Félix, hija de Lope de Vega [que fue monja trinitaria]”,
no dejaban muchas dudas. Pero no se conocía su ubicación exacta.
En 1809 el rey
José Bonaparte lo había mandado a buscar en el convento con dos médicos para
que lo trasladaran al panteón de hombres ilustres que iban a construir. No
tuvieron éxito. Ese año se había prohibido definitivamente el entierro en las
iglesias y ordenado la construcción de cementerios a las afueras de la ciudad.
Mariano Roca de Togores, marqués de Molins, lo buscó también 61 años después,
sin resultados.
De todos modos,
las placas, la costumbre, la información repetida por guías de turismo y libros
de viaje por décadas, hicieron que, durante años, nadie se preocupara mucho y
se asumiera que Cervantes estaba allí.
Pero en 2010 Luis
Avial, un geofísico que ya había trabajado en la exhumación de fosas de la
guerra con la Sociedad de Ciencias Aranzadi que preside Francisco Etxeberría,
supo del extravío por un periodista en una charla de café. Avial propuso la
búsqueda a Etxeberría y a su equipo. Su versión dice que Etxeberría convocó a
un grupo de expertos, entre ellos el historiador genetista Fernando de Prado,
descendiente de Cristobal Colón, quien hizo de este proyecto un peregrinaje, su
principal cruzada. La versión de Fernando de Prado es que él presentó el
proyecto a Avial. Ambos coinciden en que De Prado buscó financiamiento hasta en
50 instituciones públicas que le negaron la ayuda, y coqueteó con una entidad
privada estadounidense. Avial habló con el Ayuntamiento de Madrid, que decidió
poner el dinero necesario: 110,000 dólares. Entre todos, calcularon que se
justificaría la inversión porque el impacto multiplicaría la publicidad
gratuita bajo la forma de artículos publicados en la prensa de todo el mundo.
Tras cuatro años
de gestación, comenzaron la primera parte de la búsqueda en abril de 2014, cuando
el equipo de Avial entró al templo y la sacristía con el georradar, un aparato
que detecta “anomalías magnéticas” que se asocian a enterramientos, y una
cámara digital termográfica que identifica cavidades en el suelo o las paredes
por las diferencias de temperatura.
Una tradición
oral, que había pasado de una madre superiora a otra, decía que Cervantes
estaba enterrado en la cripta justo debajo del altar de la Virgen de la
Inmaculada, que arriba, en la iglesia, está a la izquierda del crucero, junto a
los bancos.
—Eso estaba en el
ambiente —dice la madre superiora actual, sor Amada, una voz honda con dejo
sureño que sale del claustro hasta la bocina del teléfono.
En abril de 2
014, el georradar detectó cinco sectores principales con enterramientos en el
crucero de la iglesia, que apuntaban todos a la cripta, donde al final
excavaron. Avial, sin conocer aún la coincidencia con la tradición oral de las
monjas, encontró que el que llamó Sector 2, justo bajo la Inmaculada, tenía
características especiales; era sospechoso.
La tradición oral
y la sospecha tecnológica no acertaron. No fue allí donde encontraron la caja
de reducción 4.2/32.
Los
investigadores contaban sobre todo con la bibliografía más conocida, el libro
La sepultura de Miguel de Cervantes: memoria escrita por encargo de la Real
Academia Española y leída a la misma por su director, el marqués de Molins,
escrito por tal marqués (1870) tras buscar sin éxito el cuerpo, y una biografía
escrita por Luis Astrana Marín: Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes
Saavedra con mil documentos hasta ahora inéditos y numerosas ilustraciones y
grabados de época (1948-1958). Fueron insuficientes.
Francisco Marín
Perellón, historiador y archivero del Ayuntamiento de Madrid, se sumó al equipo
el 3 de febrero de 2015 para ampliar la investigación documental. Revisó en una
docena de archivos y encontró en la planimetría general de Madrid y en los
papeles constitutivos del convento el dato clave: la iglesia original derruida
y la mudanza de los restos, mezclados con otros, fueron llevados a la cripta
nueva.
El historiador
también descubrió que a todas las personas enterradas en la iglesia de San
Ildefonso las habían movido nuevamente a un rincón del claustro en 1630, cuando
la marquesa que era patrona del convento ordenó la exhumación de todo el que no
fuera su pariente. Durante más de 60 años estuvieron en ese lugar ignorado los
restos que ahora coinciden con los de la reducción 4.2/32. Marín Perellón
sostiene que no se perdieron porque las monjas trinitarias respetaron la cadena
de custodia y los preservaron en el claustro de acuerdo con “el dogma de fe de
la resurrección de la carne” de la doctrina cristiana que rige el derecho
canónico.
No causa mucho
asombro en España que los cuerpos sepultados en las iglesias se pierdan, bien
porque según las costumbres funerarias cristianas cuando no se paga por una
sepultura perpetua, pasada la década los huesos van desmembrados a las fosas
comunes, o bien porque derrumbaron las iglesias o hubo avatares en sus
traslados. Así desaparecieron también los restos con otros nombres célebres:
Calderón de la Barca, Francisco de Quevedo, Diego Velázquez y, durante la
Guerra Civil, en otras circunstancias —las de miles—, el de Federico García
Lorca, fusilado.
Mientras abajo,
durante los 35 días que duró la búsqueda, los científicos excavaban, afuera,
arriba, era el silencio, impuesto por el pacto de confidencialidad que el
ayuntamiento de Madrid hizo firmar a los miembros del equipo: no saldría
información a menos que fuera la oficial, canalizada por la oficina de prensa.
Los fotógrafos, cámaras y reporteros sólo tuvieron acceso al umbral de la
cripta el primer día de la excavación, la mañana del sábado 24 de enero, de
tres a cinco minutos, de dos en dos. No había mucho que ver todavía: losas en
el suelo sin remover, cámaras endoscópicas adivinando el interior de los
nichos, algunos huesos sobre los mesones.
Los científicos
están acostumbrados a callar mientras trabajan. Para ellos no era complicado
cumplir con el acuerdo. Hasta el final no compartieron todos los hallazgos con
los otros miembros del equipo: los antropólogos no dijeron todo al geofísico ni
a las expertas del museo del traje, por ejemplo, que no supieron, hasta lo
último, lo que había determinado el numismático o lo que había encontrado el
historiador. Pero buscaban a Miguel de Cervantes: los medios de todo el mundo
les respiraban encima. El domingo 25 de enero se filtró un rumor erróneo, que
no salió de los investigadores, y que generó este titular: “Hallado el ataúd de
Cervantes”. Sucedió que Tito Aguirre, técnico arqueólogo veterano del grupo, se
había ingeniado con sus compañeros una plancha metálica fina de dos metros de
largo para sacar los ataúdes de los nichos, como panes del horno de un obrador.
Contaban con que los féretros saldrían enteros. Abrieron el nicho 1, abajo a la
izquierda de la entrada, esquina noroeste, pegado a la tierra. La plancha no
llegó al fondo. Halaron pero pesaba; el ataúd tenía tierra, la madera se había
hecho trozos, podrida. La tabla se dejó ver y cayó al suelo, con la forma de
una pirámide maltrecha: tenía talladas unas chinchetas metálicas roídas por la
humedad que, sin embargo, no había desdibujado estas siglas: MC.
“Pues ya hemos
terminado”, recuerda Tito Aguirre que pensó al momento. Francisco Etxeberría
los llamó a todos: “¿Qué pone aquí?” A primer vistazo, pensaron que la M era de
Miguel y la C de Cervantes. Un entusiasmo fugaz bañó la bóveda. Almudena García
vio un paisaje de caras asombradas. Rió. Carme Coch, arqueóloga que recién
había llegado de Valencia para instalarse en Madrid durante la búsqueda, pensó
que, jolín, era el primer día y ya tenía que volver. Berta Martínez, su colega
madrileña, se decía escéptica que era demasiado casual, que esa MC podía ser,
por ejemplo, de una María del Carmen. Tardaron muy poco en darse cuenta en que
el féretro era pequeño, que contenía huesos revueltos de unas diez personas,
restos infantiles, adultos apenas, textiles y calzados de varios momentos,
escombros. “Dijimos: calma. La gente tiene bastante claro que eso es raro”,
recuerda Almudena García. No habría pasado de ser una anécdota a no ser por la
filtración, que corrió a la velocidad de los bites de internet, ese alimentador
del rumor. Etxeberría y García salieron el lunes por la mañana a una rueda de
prensa obligada a las puertas del convento, pidieron calma y prudencia, dijeron
que había más enterramientos con ese ataúd. La especie, sin embargo, quedó
sembrada durante las siguientes semanas. La comentaban los transeúntes, la
repetían en los toures a pie que pasaban frente a la iglesia.
Con ese
antecedente, fueron cautos la tercera semana de excavación, cuando apareció un
esqueleto con una mano que parecía anquilosada. Lo encontró Carme Coch, que
excavaba con Berta Martínez. Reconoció el desgaste de los huesos de un hombre
mayor, vio el cordel con unos nudos de lo que pudo haber sido un sayón
franciscano atado a la cintura, identificó una anquilosis en una mano: los huesos
de la muñeca fusionadas: ¡¿La mano del manco de Lepanto?! Coch se lo dijo a
Martínez con disimulo, sin que nadie más escuchara, y le pidió que avisara a
Francisco Etxeberría, que estaba en la sacristía, escaleras arriba. Martínez
palideció. Subió las escaleras en shock, pensó “lo tenemos”. Carme Coch entró
en razón mientras Berta Martínez se alejaba: era la mano derecha, no la
izquierda, que es la que señalan las fuentes históricas como la mano atrofiada:
ésa en este esqueleto estaba bien. Así lo certificó Etxeberría. Así lo
comprobaron todos.
De esto nada se
supo afuera durante los días de la excavación. El silencio oficial continuó.
Dos puertas, una abierta, la otra cerrada. Turistas que la atravesaban mapa en
mano y sólo se encontraban con un vestíbulo oscuro, más puertas cerradas y unos
gatos tímidos. Un periodista de televisión haciendo guardia. La portera, temple
de fuego, que decía que los periodistas son unos pesados. Un barrendero
uniformado que oficiaba de informante secreto de la prensa. Almudena García, a
las puertas del bar de enfrente, donde comían a diario ella y todo el equipo,
diciendo datos vagos que no comprometían la investigación —hemos abierto la
mitad, hemos contado más de cien, hemos parado la revisión en los nichos hasta
que vengan las de restauración, hemos encontrado mucho textil, hemos encontrado
momias—, mientras se calentaba las manos con el té de manzanilla de la
sobremesa.
Ella y su equipo
cumplieron con el pacto. Tanto, que hasta días antes de la revelación de los
resultados, entre los promotores del Proyecto Cervantes todavía pensaban que
sus restos estaban en ese primer nicho con el ataúd de las MC.
De todas formas,
en el fondo no había ningún misterio. Una treintena de científicos excavando
para buscar los huesos del escritor fundamental de la lengua española, una
línea de investigación que terminaba con una caja de huesos tan deteriorados
que no confirmaban ningún rasgo físico identificable del escritor, todo eso en
el marco de la gestión de una alcaldesa que ya agotaba su mandato y que parecía
querer irse con algo importante —algo tan importante como haber encontrado el
cuerpo de Cervantes— para mostrar como logro. Una parte de los expertos del
escritor criticaba el proceso, diciendo que era una pérdida de tiempo y
recursos; otros decían que por qué no usar ese dinero en ayudar a desahuciados
por los bancos o a los dolientes de la Guerra Civil que no han encontrado los
cuerpos de sus familiares mal enterrados en las cunetas donde los mataron.
Para levantar la
puerta trampa de la cripta, en el suelo de madera de la sacristía, se necesitan
al menos dos personas: es un gigante tan antiguo como el edificio, que terminó
de construirse en 1730. Se necesitan también unas llaves grandes de hierro,
igual de antiguas, y las escaleras que guarda el portón son asimismo viejas,
rayadas por el tiempo, y terminan en un sótano con techo abovedado de
ladrillos, cruzado por hileras de luces de neón, un espacio de nueve por seis
metros que convirtieron en un laboratorio in situ: no tenían autorización para
llevarse del recinto ni un hueso, ni de la arena un grano. Dividieron la cripta
en cuadrantes, hicieron un andamio para pasar de un sitio al otro. El espacio
de estudio se amplió hasta la sacristía, un cuarto no muy grande de tono
también lúgubre, con imágenes de Jesús y de los santos.
Fue un lunes o un
martes, 23 o 24 de febrero, la fecha se les desdibuja en la memoria. Habían
trabajado en la cripta el mes entero, jornadas intensivas de diez horas con dos
de descanso para comer, humedecidas por el invierno, sin apenas domingos
libres. Sólo quedaba la mitad de la gente, el equipo base. El resto había dado
por terminado su trabajo. Berta Martínez trabajaba en el tercer nivel de
enterramientos, el más profundo, en el último cuadrante de la cripta, en la
última esquina, al sureste. Ardía en fiebre, una gripe nutrida por la humedad y
el polvo que ya había contagiado a varios de sus compañeros. Carme Coch tenía
en mano el boleto del AVE de regreso para ese mismo día. Excavaban con Tito
Aguirre cuando encontraron que la tierra se hacía más oscura, como si alguien
la hubiera traído de otro lugar. Distinguieron una reducción de huesos,
palearon suelo abajo. Lo que encontraron no era como ninguna de las otras
cuatro acumulaciones de huesos que habían visto antes.
“Nos pareció que
era algo que no podíamos desechar, que teníamos que excavar y ver bien en qué
consistía, porque a veces excavas y te cuesta entender lo que excavas, pero
esto parecía bastante compatible con lo que estábamos buscando”, recuerda
Martínez.
“Aparte de que
estaba a la profundidad más baja vimos que había muchos huesos largos, muchos
fémures, muchas tibias a un lado, y vimos los cráneos que estaban al otro
ladito. Estaba todo junto pero como que separado, ¿no? Vimos restos de cajas de
tablones, como si también los hubiesen transportado en una caja o nos daba esa
sensación”, narra Carme Coch. Almudena García, que coordinaba al equipo, llamó
a Luis Ríos, biólogo especializado en antropología física: “Vente, que hemos
encontrado algo que tiene buena pinta”. Llamó de urgencia a Elvira González y
Lucinda Llorente, expertas del Museo del Traje de Madrid. En la caja había
textiles que debían analizar. Hasta entonces, las vestimentas que habían
encontrado eran de dos siglos posteriores a la muerte de Cervantes, y no habían
dado aún con el sayón con que lo habían enterrado, una prenda franciscana larga
con un cordón ceñido a la cintura, de un tejido basto, de orden mendicante.
Cavaron metro y
treinta y cinco, bajaron con las bandejas de laboratorio, sacaron los huesos
con cuidado máximo, los pusieron a secar en los mesones por dos días para que
perdieran fragilidad. Primero apareció un trozo de tela bordado, que González y
Llorente identificaron como lino con hilo de oro. No era el sayón de Cervantes,
pero era el traje del capellán que, ya sabían por los documentos, estaba en la
caja de reducción.
“Sacamos trocitos
y trocitos, intentabas cepillarlo y se te desaparecía, para empezar a
recomponer todo, la casulla con el manípulo, la estola. Ya cuando salió el
borlón casi llorábamos de alegría”, dice Lucinda Llorente.
“Porque era la
confirmación ya definitiva de que estábamos ante lo que estábamos. Estuvimos
toda la mañana haciendo un puzzle sobre la mesa, porque aquello de verdad era
un batiburrillo de tal naturaleza que había que tratarlo con sumo cuidado”,
completa Elvira González.
Fue la única
indumentaria que hablaba de la época en la que enterraron al escritor. Después
salió la moneda de 16 maravedís que el numismático Alberto Canto García
identificó como de 1660 aproximadamente, que en la foto del informe final se ve
como un trozo de metal desfigurado, una circunferencia achatada. Terminaron de
limpiar los huesos, ya secos, con brochas de maquillaje, cerdas suaves. El
trabajo duró cinco días más.
Almudena García
hizo otra llamada, a Francisco Etxeberría, para que viajara desde el País
Vasco. “Estábamos convencidos, pero llevábamos mes y medio aquí y era necesario
que viniera alguien con otros ojos, por si se nos estaba pasando algo por
alto”, dice.
Etxeberría hizo
muchas preguntas, estableció sus propias comparaciones, determinó que no había
discrepancias, que todo eran coincidencias. El traje del capellán, la moneda,
la cercanía con el suelo geológico de Madrid, los documentos.
En rigor
antropológico los registros dijeron que había en la reducción un mínimo de 15
individuos, cinco niños y diez adultos, por los huesos que más se repetían:
cuatro radios derechos y un radio izquierdo, cuatro cráneos masculinos, dos
femeninos, de otros cuatro no se sabe el sexo. Y fragmentos con artrosis,
cartílagos calcificados, mandíbulas con dientes desgastados o inexistentes que
podrían haber sido los de unos hombres de la edad de Cervantes; muñecas y
axiales que se perdieron o se desintegraron.
El historiador
Marín Perellón terminó de componer la lista definitiva cuatros días antes del
anuncio oficial, tras revisar todas las actas de defunción del archivo
parroquial. En ella estaban Cervantes, su esposa, su casero, el capellán,
varios niños. Eran 17, dos más que la medición antropológica.
“Hubo huesos que
no llegaron nunca al laboratorio, pero aun así cabe la posibilidad
perfectamente de que se quedaran por el camino. Es una hipótesis completamente
plausible, lo que pasa es que no se puede certificar”, dice Carme Coch.
¿Por qué buscar
los restos de Cervantes? ¿Por qué si no estaban perdidos?
Los involucrados
en la investigación han dicho que había que localizarlo y honrarlo, que la
búsqueda sirvió para potenciar la divulgación de su obra. Escritores
cervantinos dijeron que era mejor hacer justicia a sus libros. Francisco
Ferrándiz, antropólogo estudioso de la muerte, ajeno a esta excavación, opina
que es porque existe ahora una fascinación por los huesos: “Tiene una raíz
cristiana que está vinculada al culto a las reliquias, a las exhumaciones de
santos; por otro lado, siempre ha habido turismo necrófilo, y llegan nuevas
corrientes de derechos humanos que buscan verdad, justicia y reparación, además
del prestigio creciente de las ciencias forenses”, por obra de series televisivas
como CSI.
Lo que queda en
la cripta es esto: cinco mesones, lupas. Bolsas transparentes —seis— llenas de
huesos fragmentados que en una primera mirada parecen hojas recogidas en otoño.
Un libro, Human bone manual. En la pared norte, nichos con féretros sin abrir,
pero sus epitafios no dejan dudas de que contienen cuerpos de sacerdotes. De
frente, un armario para guardar las momias, sus ataúdes y, a la derecha, cajas
de reducción en hileras, urnas que parecen macetas alargadas de plástico, con
códigos así: Nicho 5, material óseo y arqueológico; sector V, material
arqueológico, nicho 14.
Los restos que
identificaron con el código 4.2/32, donde posiblemente haya “algunos
fragmentos” de Cervantes, cupieron en tres cajas. Pero ya no están aquí: tienen
entidad de reliquia. Están a resguardo en la biblioteca sacramental del
claustro de las monjas. La esquina donde aparecieron es ahora una oquedad
amarillenta con bolsas negras encima.
Ya no hay nada
más que los arqueólogos puedan agregar a esta búsqueda.
Pero Almudena
García, Berta Martínez y Luis Ríos no han dejado de venir tres veces a la
semana a este recinto sepulcral trocado en laboratorio con suelo de arena y
barro, blanqueado por la luz artificial, donde ya no hay ruido de taladros y
aspiradoras industriales. Aunque han pasado dos meses desde que terminó la
excavación, investigan las revelaciones de este yacimiento inédito de niños con
raquitismo. Rearman sobre los mesones los esqueletos de vértebras mínimas,
clavículas y sacros ínfimos. “Mis niños”, los llama García.
Corre la mañana
de un jueves de abril de 2015. No están las dos monjas que los supervisaron
durante toda la excavación, sor Edita en sus 30, sor María que le dobla la
edad. Son “guardas de hombres”, así se llama su cargo: las encargadas de vigilar
y acompañar a los visitantes que hacen obras en el convento.
—Y controlarlos
un poquillo, de lejos, pero un poquillo también —dirá la voz antigua de la
madre superiora que sale del claustro a por la bocina.
La relación entre
el equipo y las monjas se hizo íntima. Con los días, sor Edita se dejó poner
una bata blanca sobre el hábito, una mascarilla, cofia y guantes, y ayudó a
limpiar los huesos con pinceles. La mayor sólo miraba, excepto esa vez que
inspeccionó en dos ataúdes y agarró con sus propias manos desnudas la
vestimenta para decir que era de cura.
A la 1:30, al
mediodía, Almudena García, Berta Martínez y Luis Ríos habrán acabado la
jornada. Sor Edita los esperará arriba en la entrada de la sacristía. Subirán
las vetustas escaleras, la monja los recibirá con un manojo de las llaves de
hierro antiguas en una mano, agujas de tejer y lana en la otra, hábito blanco,
cruz rojiazul en el pecho, túnica negra. Entre dos cerrarán la puerta trampa.
Sor Edita dirá, queda, que los extraña y que quiere que vengan todos los días.
Se llamaba Miguel
de Hortigosa el sepulturero. Nada fundamental se conoce sobre su vida, excepto
lo que hay que saber: que también era el sacristán de la iglesia del convento
de San Ildefonso de Trinitarias Descalzas, calle del Amor de Dios, villa de
Madrid; que las monjas le pagaron 13,600 maravedíes, lo mismo que 400 reales,
por un trabajo del que consta recibo fechado en 8 de octubre de 1697; y que tal
trabajo consistió en trasladar unos cuerpos de esa iglesia a otra, ubicada en
la calle que hoy se llama Lope de Vega.
Marín Perellón
está convencido de que fue él quien transportó la caja de reducción a la cripta
y que éste es el dato que confirma que en la reducción que encontraron es ésa
donde estaría Cervantes. “Sin ninguna duda”, sentencia. Es 22 de mayo. Hace
apenas unos días que el historiador revisa el archivo conventual. Dio con el
diario de cuentas del convento donde está el dato. Abre el pergamino, tapa
amarillenta de piel de cordero, libro 37, legajo quinto. Echa mano de la
paleografía, la ciencia que estudia las escrituras antiguas, para leer uno a
uno los párrafos de letra farragosa. Hasta éste, el número 18, que así traduce:
Mas se le hazen
buenos y reziuen en data quatroçientos reales, que valen treze mil y
seisçientos maravedís por los mismos que pagó a don Miguel de Hortigosa de el
gasto que tubo de mudar los cuerpos de los difuntos de la yglesia vieja a la
nueua de dicho comuento [y] terraplenar la bóbeda, como consta de reciuo dado
por el susodicho, su fecha de ocho de octubre de seisçientos y nouenta y siete,
que presentó con estas quentas.
Hortigosa, el
sepulturero. Pudo haber sido él también —dice Marín Perellón que quizá— la
persona a la que contrataron para sacar los restos del claustro de la antigua
iglesia y reducirlos en una caja, la que encontraron. Ese año que consta en el
recibo, trasladó los huesos ya disgregados al templo nuevo, recién construido,
los depositó a un metro treinta y cinco de profundidad en la cripta y
terraplenó. En el entierro se le pudo haber caído la moneda de 16 maravedís: no
lo descarta Marín Perellón ni lo descartan los arqueólogos.
El párroco de la
iglesia de San Sebastián, en la calle Atocha, saca otro libro con cuidado y lo
extiende sobre la mesa: el libro tiene 406 años —cuaderno cuarto de difuntos
(1609-1620)—, una cubierta de cuero de cerdo amarillenta y brillante que
resiste los siglos. Las hojas no están siquiera ajadas, son gruesas como el
cartón. Está en el tercer párrafo el acta de defunción. Ilegible para un
cerebro inexperto, pero ya había sido desencriptada en 1749 en el prólogo de las
Comedias y entremeses de Cervantes.
Miguel de
Çerbantes. El 23 de abril de 1616 años murió Miguel de Zerbantes Sahauedra,
casado con doña Catalina de Salazar, calle del León. Recibió los Santos
Sacramentos de mano del licenciado Francisco López. Mandóse enterrar en las
Monjas Trenitarias. Mandó dos missas del alma, y lo demás a voluntad de su
muger, que [e]s testamentaria y el licenciado Francisco Martínez, que viue
allí.
Con el tiempo se
confirmó que Cervantes murió el 22 y el sepelio fue el 23. No se enterró en la
iglesia de San Sebastián, que es lo que correspondía al común de los vecinos de
la zona. Vivía con su esposa en la cercana calle de León y su casero era
Francisco Martínez, el cura del convento de San Ildefonso. Además, Cervantes se
hizo trinitario 20 días antes de su muerte. En 1575 unos corsarios berberiscos
lo capturaron junto con su hermano cuando volvía a España desde Nápoles en una
galera, después de la guerra, tras haber batallado en Lepanto contra los turcos
y recibido tres arcabuzazos. Lo llevaron a Argel. Como era “soldado aventajado”
al servicio de la Corona y tenía cartas de recomendación, “El Cojo”, su
principal captor, decidió pedir el rescate para sacar provecho. El secuestro
agarró a su familia depauperada. Pasaron en cinco años y medio tres intentos de fuga. Los frailes
trinitarios mendigaron para juntar los 500 ducados de oro del rescate, lo que
lograron en 1580. Como agradecimiento, un sábado santo, Miguel de Cervantes se
convirtió a la Orden Trinitaria.
No hay nada en el
acta de defunción ni en los documentos hasta ahora descubiertos que hablen de
lo que mató a Cervantes. La incógnita de la causa de su muerte es una de las
varias sombras de su biografía. En el informe final de la excavación hay un
estudio extenso que firma Julio Montes Santiago, de la Universidad de Vigo,
basado en un arqueo de los datos biográficos disponibles y en la biblioteca
médica del escritor, que se abrevia en posibilidades: diabetes, enfermedades
renales, cirrosis, insuficiencia cardiaca y algún tumor.
Los restos de la
hermana de Miguel, Andrea Cervantes, están en la iglesia de San Sebastián;
también los de otra hermana, Magdalena de Jesús. Los de su hermana Luisa, que
fue monja, están en el convento de la Purísima Concepción de Alcalá de Henares.
Por la imposibilidad de recuperar los huesos de sus familiares —porque están en
osarios y porque no se han encontrado tampoco evidencias de la hija natural de
Cervantes—, y por el estado de conservación de los restos de la reducción
4.2/32 se hace muy difícil extraer una muestra de ADN y compararlas
genéticamente.
El historiador
Francisco Marín Perellón sigue examinando el archivo del convento en busca del
testamento perdido de Cervantes. Confía en encontrarlo y en que sus cláusulas
revelen, por qué no, alguna enfermedad final, cómo fueron sus últimos meses,
cómo quería que se le enterrara, si tenía deudas, si es verdad que tuvo esa
hija natural llamada Isabel. Empezó a buscar en mayo. Es mitad de julio y dice
que sin novedades, que la pesquisa puede tardar hasta seis meses.
Volvieron a
enterrar los restos contenidos en las tres urnas fichadas con el número 4.2/32,
sin la mirada pública. Las monjas —la priora y las dos guardas— las llevaron
desde la biblioteca sacramental, una por cabeza. El vicario las roció con agua
bendita, el sacerdote Jorge Teulón, enlace entre las religiosas y los
investigadores, ayudó a meterlas en el nicho, debajo de una lápida de piedra
caliza que dice “Yace aquí Miguel de Cervantes Saavedra. 1547-1616”, con un
extracto de su Los trabajos de Persiles y Sigismunda, publicado el mismo año de
su muerte: “El tiempo es breve / las ansias crecen / las esperanzas menguan /
y, con todo esto, / llevo la vida sobre el deseo / que tengo de vivir”. Firma
la Real Academia de la Lengua Española. Sellaron. Fue el 10 de junio de 2015, a
puerta cerrada, en la iglesia de San Ildefonso del Convento de las Trinitarias
Descalzas, calle de Lope de Vega.
La ceremonia
abierta ocurrió al día siguiente, el pequeñísimo templo repleto de invitados,
con música militar en directo de los regimientos Córdoba 10 y Tercio Viejo de
Sicilia 67, donde Cervantes sirvió a la Corona como soldado. Era de mañana pero
afuera se hizo de noche unas horas: una tormenta de verano tapió el cielo y
ahogó las calles con agua y granizo.
Darío Villanueva,
director de la Academia, leyó un discurso que habló del “momento feliz, que por
fin ha llegado”:
—En que la
ciencia física y la forense nos han permitido poner orden en la casa que
albergó la última morada de nuestro escritor y solventar aquella anomalía,
propiciando que el tesoro de sus cenizas haya sido localizado y ahora pueda ser
presentado con la misma dignidad y reconocimiento con que otros países cultos
honran a los más grandes escritores.
Ana Botella, que
iba a dejar de ser alcaldesa de Madrid en dos días más y cerraba su gestión con
este acto, leyó otro y dijo que cumplían la voluntad de un hombre “de honra y
fe cristiana”:
—Es la hora por
fin de decir, don Miguel, misión cumplida (…) Aquí estamos para que España y el
mundo vuelvan a honrar los restos mortales de Cervantes como no se había hecho
en tres siglos.
Los militares
llevaron una corona de flores hacia la tumba, en desfile, erguidos con rectitud
geométrica, música marcial; la alcaldesa la dejó a los pies de la hornacina.
Los enterraron en
la pared norte del templo junto a la entrada, donde había sitio para otra
lápida. No sobre el punto en el que de verdad aparecieron, porque allí hay un
coro enrejado donde las monjas rezan a diario. La tradición oral de las prioras
falló, pero una placa que estaba en la iglesia hacía casi 200 años lo indicó
siempre, con precisión: encontraron la caja de reducción justo debajo, en línea
recta, de esa lápida del altar mayor que dice: “En este monasterio yacen Miguel
de Cervantes Saavedra, doña Catalina Salazar su esposa y sor Marcela de San
Félix, hija de Lope de Vega”.
Enterraron esos
restos —que puede que sean los de Cervantes, o no, quizás algunos— que, en
realidad, no estaban perdidos.
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De PERIODISMO
NARRATIVO (inicialmente GATOPARDO), 12/04/2016
Imagen: Gustavo Doré
Imagen: Gustavo Doré
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