En los mapas
antiguos, en sus márgenes, en esos "puntos extremos" donde según
advirtió Herodoto -el primer historiador que registra la historia humana-, se
encuentran por azar "las cosas más bellas y preciosas", figuraba
siempre la temible inscripción: Finis Terrae, fin de la tierra.
"Más allá
hay monstruos", contrapunteaba la cartografía: esa era la imagen de los
confines y quienes se aventurasen por esos rumbos, debían enfrentarse con una
terrible, fantástica y críptica población donde convivían gigantes con aves
devoradoras de carne humana, hombres con cola o sin cabeza, mujeres de senos
cortados.
Aún hoy, los
extremos de Europa occidental siguen conservando ese nombre sugerente: el cabo
más al poniente de Cornualles es el Land´s End y los extremos de Bretaña y
Galicia se llaman Finisterre.
Lo cierto es que,
más allá de las supuestas amenazas, siempre hubo hombres que los desafiaron. A
partir del siglo XVIII, los viajeros comenzaron a cambiar esa imagen de
hostilidad de los extremos y pudieron comprobar que "más allá" había
pueblos con culturas diversas pero siempre atractivas en medio de una
naturaleza casi siempre desbordante. Es el momento de miradas apasionadas como
las de Humboldt o D´Orbigny sobre Sudamérica que terminaron por
"descubrir" el continente para los europeos. Con ello, abusando de un
feliz juego de palabras de Monteleone, el Mundo se volvió Nuevo.
Pero fue por poco
tiempo: vino la Revolución Industrial y el ferrocarril pareció acabar con esa
sensación de "fin del mundo" que, definitivamente, muchos creen
enterrada con el auge del automóvil y la proliferación de caminos y carreteras.
La carrera espacial, paradigma de la desenfrenada eclosión tecnológica del
siglo XX, supone con contundencia que ya no hay sitios en este mundo que no
sean conocidos, que no hayan sido explorados, que ese "más allá" del
pasado ahora hay que referirlo a las otras galaxias del universo. Abran los
ojos aquellos que quieran: ¡el fin del mundo todavía existe!
Viejos y
nuevos Finisterres
Son los viajeros
modernos quienes se han encargado de construir otra imagen del territorio que
desmitifique esa aparente "domesticación" de todo el espacio
terrestre. Eluard afirmaba que había otros mundos pero que estaban aquí. Sólo
era cuestión de encontrarlos. Cuando Paul Theroux salió de su ciudad natal,
Boston, en un tren que compartía con quienes iban a sus trabajos y simplemente
cambiando de vagones, llegó en "la trochita" –que él bautizó como
"The Old Patagonian Express"- hasta Esquel, una pequeña población en
la Patagonia argentina custodiada por el cerro Nahuel Pan, sagrado para los
mapuches- no sólo se dio cuenta y nos contó que el fin del mundo –su fin del
mundo o el fin de las vías- era un lugar que quedaba a 16.000 kilómetros de su
casa sino que ese fin del mundo seguía allí para quien lo buscase así sea
jalado por una antigua locomotora a leña. La misma certeza nos brindó el
canario Román Morales García con su viaje a pie uniendo los dos extremos de
América del Sur, desde la caribeña Santa Marta en Colombia hasta la ya mítica
Ushuaia en la siempre mítica Tierra del Fuego, luego de tres años y medio de
caminatas sin tregua. Detrás de la esencia poética y nómada que cada ser humano
atesora, Román también encontró su finisterre, tras haber convivido "con
esos hombres que habitan lo imposible, que duermen entre las estrellas y el
olvido".
Quien escribe también los buscó. Encontré varios. Cerca de donde
Román terminó su periplo, está el final del camino más al sur del mundo. En la
bahía Lapataia, al sur están el Cabo de Hornos y la Antártida, y al norte,
Buenos Aires a 3.063 kilómetros y Alaska a ¡17.848 kilómetros de distancia!
Otro fin del mundo muy bello e intrigante está en Cucao, la comarca del viento en
la isla de Chiloé, la región de los sabios huiliches perseguidos como brujos
por el estado chileno. Si te paras en la playa y miras hacia el oeste, ahí está
la inmensidad: mira un mapa: ¡No hay tierra alguna hasta Nueva Zelandia! Hay
más y siempre bellos: Iruya o esa vez que en San Lucas adentro, en Chuquisaca
Sur- Bolivia y buscando el río Pilcomayo, perdimos todos los caminos pero
encontramos un OVNI en el cielo. Para los amantes de estas encrucijadas,
Bolivia atesora un sin fin de finisterres. Pelechuco, en el corazón de la
cordillera de Apolobamba, una sección de la cordillera oriental de los Andes,
es el más atractivo de todos ellos.
Un lugar
mágico
Para llegar a
Pelechuco desde la ciudad de La Paz, como Ulises para arribar a Itaca, es
menester superar una serie de obstáculos. Para empezar hay que trepar hasta uno
de los pasos de montaña más altos del hemisferio occidental, la Apacheta de
Katantika, a más de 4.500 metros de altura. El sitio es sobrecogedor y allí,
como producto del derretimiento de los hielos glaciares que forman una laguna,
nace el renombrado río Tuichi. El lugar es un sitio sagrado para la cultura
local: una apacheta es un altar, un oratorio natural, donde desde hace milenios
el viajero rinde culto a la Madre Tierra, a la Pachamama para los andinos, y
agradece por haber podido llegar hasta allí y pide permiso y fortuna para poder
proseguir su viaje compartiendo unas libaciones con alcohol y hojas de coca con
la misma Tierra.
Desde allí, se
baja por un camino inverosímil que serpentea en medio de los nevados de la
cordillera de Apolobamba hasta llegar al pequeño pueblo donde viven no más de
500 personas, todos de origen quechua, en una villa situada a orillas del río
del mismo nombre y encajonada entre las montañas. Allí se acaba el camino y la
sensación de fin del mundo es total porque Pelechuco, en verdad, es un lugar
remoto.
Durante el
Incario, no era así: Pelechuco era un enclave estratégico dentro de la red vial
que caracterizó al estado incaico y que aún hoy sigue asombrando al mundo. Uno
de los caminos imperiales, Qhapac Ñan en quechua, partía desde la capital,
Cuzco, llegando hasta el río Beni, en medio de la selva amazónica. En su
trayecto, vinculaba las minas de oro más apreciadas por los Incas, las de
Carabaya, los cocales reales de Apolobamba y el mítico reino de los Mojos del
Paititi (situado en el actual Beni) con "el ombligo del mundo" como
era considerada la capital del Tawantinsuyu. Hoy, los testimonios de este
verdadero eje neurálgico de comunicaciones pueden hallarse en toda la antigua
ruta y en Pelechuco y sus adyacencias de manera especial ya que desde este
punto se abrían dos ramales hacia el valle de Apolobamba, uno por la vía de
Mojos y otro por la vía de Amantala.
En el presente,
Pelechuco ya no es un distribuidor sino la punta del camino. Más allá, empieza
el mundo de "las cosas más bellas y preciosas". Al sur, se sitúa el
sagrado Akamani, montaña tutelar de la cultura más misteriosa de América, la de
los Kallawayas, eximios herbolarios y médicos naturistas de fama mundial. Al
oeste, continúa la cordillera de Apolobamba, el muro de piedra y nieve que es
preciso atravesar para alcanzar el Perú. Al norte, las montañas se van
desvaneciendo y cubriendo de vegetación selvática, los ríos caen con vértigo, y
uno de ellos, el Mosojhuaico, está sin explorar desde el siglo XIX cuando los
cascarilleros lo recorrían en busca de árboles de quina. Al este, se sitúan las
antiguas carreteras incaicas y la montaña se va volviendo serranía cubierta por
el bosque seco del valle alto del río Tuichi. Esta fue la vía principal de
ingreso de los buscadores de la versión local de El Dorado, el ya aludido
Paititi, de los sacerdotes que fundaron un conjunto misional poco conocido por
la historia, de aquellos que extraen de la selva sus recursos naturales como la
quina, el copal, el incienso, el caucho. Pelechuco, como consta en su acta de
fundación que data de 1560, siempre fue la "puerta de ingreso".
Centro comercial, nudo vial estratégico, las huellas de ese pasado están ahí, al
final de un largo camino desde la ciudad de La Paz.
La Casa Franck
Una de los
vestigios de ese esplendor pasado es, sin dudas, la conocida como Casa Franck.
La inmensa vivienda posee 68 habitaciones y está asentada en una enorme roca
que lamen las aguas bramadoras del río. En una de sus galerías, el coronel
británico Percy Harrison Fawcett se hizo tomar el más famoso de sus retratos,
aquel donde se lo ve de pie, con ese gabán de explorador que también
caracterizaba a El Corto Maltés, altivo y sereno, a punto de iniciar una de sus
expediciones que lo llevaría hasta la cuenca del río Alto Tambopata. Era 1911 y
quien lo alojó fue el ya entonces mítico propietario de la casa, don Karl Adam
Franck, Carlos en Sud América, miembro de una familia de origen francés pero que
había emigrado a Alemania por motivos religiosos.
Franck introdujo
a Fawcett en los secretos de la región. Lo que más impactó al inglés fue la
historia de los Kallawayas, "gitanos indios (…) veterinarios, herbolarios
o adivinos (…) se les reconocen poderes ocultos", como anotó en sus
memorias. Los Kallawayas –de donde proviene también la palabra Carabaya que
nombra a la cordillera del lado peruano y a las minas de oro del Inca- signan
la cultura de la región, además de haber conformado un señorío pre-incaico en
la zona. Sus conocimientos de la flora y la fauna locales eran abrumadores y
sus descubrimientos aplicados a la medicina eran tan vastos que ejercieron como
médicos oficiales de la realeza incaica. A pesar de haber sido perseguidos como
brujos por los españoles y estigmatizados como curanderos durante la república,
los Kallawayas han sobrevivido y su saber ha sido reconocido por la UNESCO como
Patrimonio de la Humanidad. Franck contó a Fawcett como habían sanado a su hija
lisiada, tras los infructuosos esfuerzos de los médicos alemanes por curar su
mal.
Fawcett se
sorprendió de lo narrado pero Franck fue contundente al afirmar: "Viviendo
en estos lugares retirados, muy próximos a la naturaleza y lejos de la
precipitación y bullicio del mundo exterior, se experimentan cosas que un
forastero puede considerar fantásticas, pero que para nosotros son
comunes". Tal vez, esa frase sigue retratando a la perfección el clima
mental que envuelve a uno cuando llega a Pelechuco. Ni más, ni menos, ese es el
encanto de uno de los últimos finisterres de la Tierra
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Del archivo del
autor
Imagen: El finisterre gallego
Imagen 2: Pelechuco/Fotografía de P. BarrónImagen: El finisterre gallego
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