JORGE MUZAM
Esa noche le
correspondía a Salinas. Era su fiesta privada de finalización de la secundaria.
Salinas invitó a todo el mundo, pero asistieron los de siempre, los que tenían
auto o camioneta o ambición por mostrarse entre los populares y solventes
muchachos que ascendían a la adultez. Hijos de terratenientes y de
profesionales. Algunos eran también hijos de empleadas domésticas o de
dependientas de almacén y hasta de desempleados, pero evitaban hablar de sus
familias. Sólo se preocupaban de vestir ropa de marca, jeans Levi’s de etiqueta
roja, camisas y chaquetas Ellus y las últimas zapatillas Adidas del mercado. Lo
demás era cuidarse la piel y el cabello y los dientes y hablar como los nenes
ricos y nadie les preguntaba nada. Pasaban a ser uno más de ellos.
Luego de servirnos el plato con asado, papas y ensaladas, y comer un sabroso
pedazo de torta campestre, nos pusimos a bailar. Estábamos alegres y nos
movíamos desordenadamente al ritmo de Git, de Soda Stereo y Os
Paralamas. Levantábamos polvo con nuestras sacudidas. Tarareábamos los
estribillos y lanzábamos risotadas por cualquier improvisación en el baile. El
vino era por cuenta de la casa, de la viña del anfitrión, un buen amigo por el
que nunca sentí la más remota envidia sino un enorme cariño. Algunos preferían
el pisco. Yo siempre bebí sólo vino.
Para llegar hasta
allí habíamos pedido un taxi. Previamente me había conseguido un smoking
que me quedaba grande y me había puesto una corbata tiesa que encontré en un
armario, quizás de antes de la Primera Guerra Mundial. Amparo se veía
hermosa con su corto vestido negro, casi transparente y apegado a su
culito y a su cinturita delgada. Cada vez que se envolvía el cabello en
trencitas parecía una diosa indú. Al subirse al taxi gran parte de sus piernas
envueltas en medias negras quedaban expuestas. La deseaba tanto. Hasta entonces
no habíamos hecho el amor y apenas me había dejado acariciarle el trasero y los
pechos, no sin darme una fuerte bofetada la primera vez que lo intenté.
La noche avanzó a
la par que los ojos de los convocados se iban enrojeciendo de licor y
cansancio. Poco a poco se empezaron a marchar en sus vehículos. Con Amparo nos
quedamos hasta el final mirando desgastarse el fogón del asado. Alguien nos
ofreció un café. Amparo tenía las manitos heladas. La madrugada estaba muy
fría. Cuando ya no quedaba nadie más que Salinas, algunos borrachos y los
empleados ordenando el desborde nocturno, nos despedimos y emprendimos el
regreso a casa.
Estaba oscuro. No
había luna y escasamente distinguíamos las formas del camino. Apenas avanzamos
unos metros y pedí a Amparo que nos sentásemos sobre el borde de un puente
cubierto por sauces viejos. Quería estar con ella. Mi sexo y mi alma relinchaba
de excitación. No había un lugar completamente plano donde estar y tropezábamos
entre las ramas y troncos secos. Olía a vacas tranquilas y a hierba mojada.
Nuestros hombros empezaban a llenarse de rocío. Amparo tiritaba y yo no paraba
de manosearla. Quería recostarla, desnudarla, lamerla, succionar sus fluídos,
pero dónde, estaba lleno de zarzamora, y Amparo no se sentía cómoda. Me daba
besos esporádicos sólo por cumplir pero sé que lo único que quería era largarse
de allí. Eran casi las cinco de la mañana. Para llegar a San Carlos debíamos
caminar no menos de cinco kilómetros. Le pedí explícitamente que me besara y se
negó. Yo seguía muy excitado y cargoso. Estaba acostumbrado al frío y a la
incomodidad, y era un menudo semental tan jodidamente insaciable que habría
culeado hasta una lagartija sobre un colchón de cactus. Pero ella no, ella era
mi fina morena acostumbrada a rituales de limpieza, horarios, sábanas impolutas
y comidas predispuestas para cada día de la semana. Los nenes ricos se habían
largado hacía rato. Se oían bufidos de toros y caballos a lo lejos y una
secuencia de gallos cantores despertaba a los campesinos de la comarca.
Entonces pensaba
que el sexo oral era sólo hablar de sexo, y por eso me llamaba la atención que
se hablara con tanta suspicacia del tema. Por eso no le dije a Amparo que
quería sexo oral, sino que me besara el pico y que yo a su vez le besaría con
gran gusto su vaginita.
Amparo intentó
tocarme, calmarme, darme besitos en la boca medio exasperados, hasta que
entendí que mi proposición no tenía sentido en ese lugar.
Nos acomodamos la
ropa y empezamos el largo regreso a casa. Los luceros se veían enormes, el
aroma del amanecer, la creciente claridad, el silencio, todo era maravilloso,
no sentimos cansancio, nos fuimos lentamente, porque los zapatitos de Amparo
eran frágiles y de suela delgada y el camino era pedregoso.
A cada paso
parecíamos más contentos. Nos reíamos de la floja luna que ni siquiera se había
presentado a dar excusas, nos reíamos de lo bobos que éramos cuando empezamos
nuestra relación, de los cientos de mensajitos en papeles arrugados que nos
enviábamos durante cada jornada escolar, nos reíamos de los compañeros más
estúpidos y también de lo escarabajitos solitarios que cruzaban con gran
donaire el camino, como si fuesen a una reunión de directorio.
A los costados,
se distinguían cercos oxidados de alambre de púa apenas sosteniéndose de los
polines podridos, y más allá, aromos y robles tan viejos como la memoria de
Cristo. Croaban ranitas en las acequias con lodo y cientos de grillos
ejecutaban la marcha del silencio triste.
Poco antes de
entrar a la ciudad nos íbamos topando con los primeros campesinos que se
dirigían a sus labores. Nos saludaban y le miraban las piernas a Amparo. Sé que
muchos, sino todos, se la habrían cogido con brutalidad. Ella era el único
jazmín en medio de esa inmensidad de púas y bostas de vaca y bestias poco
refinadas. Desde algunos camiones los trabajadores nos gritaban obscenidades,
que me la llevara a un motel, que a Amparo le lamerían todo el culito y las
tetitas y que la romperían a cachas, mientras la claridad solar se
anunciaba detrás del horizonte.
Llegamos a su
casa como a las ocho. Amparo casi se caía de sueño. Le di un beso y me fui.
Hubiese querido acostarme con ella y dormir boca a boca el resto del día, pero en
ese tiempo y a esa edad era imposible.
Imagen: Xilografía de Oscar Milicich, Osmi. http://osmiblog.blogspot.cl/
Imagen: Xilografía de Oscar Milicich, Osmi. http://osmiblog.blogspot.cl/
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De CUADERNOS DE
LA IRA (blog del autor)
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