MARÍA RODRÍGUEZ
En el corazón del
Sáhara existe una ciudad que ha fascinado a los hombres a lo largo de los
siglos. Un lugar cuyo nombre inspiraba grandeza, riqueza, misterio, sabiduría y
aventura. Paso obligatorio de las caravanas de camellos que cruzaban el
desierto, no sólo para intercambiar sal, proveniente del norte, y oro,
proveniente del sur. La ida y venida de las caravanas hacía que circularan, y
en sus calles se perdieran, historias variopintas, lenguas de diversos puntos
del planeta, culturas, libros, religiones y, por supuesto, las culpables de
todo ello: personas.
Esta fascinación
por la ciudad, también conocida como la Perla del desierto, dio lugar a que en
el siglo XIX muchos europeos quisieran llegar hasta ella. No era tarea fácil.
Había que atravesar todo el desierto del Sáhara, con las hostilidades que
suponían el desierto, las enfermedades y la maldad (o supervivencia) de los
propios seres humanos, o bien, entre otras ocurrencias, llegar a ella navegando
el río Níger. Se escogiera el camino que se escogiera, la muerte te seguía a
cada paso y no fueron pocos los que sucumbieron a ella.
Así lo narran
Ismael Diadié y Manuel Pimentel en su libro titulado Tombuctú,
Andalusíes en la ciudad perdida del Sáhara (Almuzara, 2015) del que
recojo un extracto dedicado a uno de aquellos aventureros y que explica
claramente esa obsesión por la ciudad:
“Mungo Park entró
de nuevo en Pisania, donde lo recibieron con sorpresa. Todos lo daban ya por
muerto. Pero el tesón de Park le había permitido regresar con vida, tras
conocer lugares que –según sus palabras, que hoy sabemos erróneas- el hombre
blanco no había alcanzado a ver jamás. De todas formas, se sentía íntimamente
fracasado. No había llegado hasta Tombuctú, la verdadera meta de su epopeya.
Mungo regresó a Inglaterra y se hizo famoso con los relatos de su fabulosa
expedición. Podría haber vivido el resto de sus días con notoriedad y
prosperidad, pero ya llevaba dentro el veneno de África, ese virus de la
aventura que te muerde las entrañas y no te abandona hasta empujarte de nuevo a
los inmensos espacios abiertos, donde reinan la belleza, la soledad… y el
peligro”.
La historia más
conocida de los europeos que intentaron llegar a Tombuctú es la de René Caillé,
un joven francés que se hizo pasar por musulmán para llegar hasta la ciudad que
alcanzó en 1828. “Nunca había experimentado una sensación parecida. Mi
felicidad fue total”, escribiría el muchacho. Sin embargo, tras esa emoción
inicial “cayó en la decepción más absoluta”. Tombuctú era conocida por su
riqueza y en el imaginario europeo era la ciudad del oro. En teoría la ciudad
tendría que haber estado cubierta y vestida de este preciado mineral. Un oro
que pasaba por aquel enclave comercial pero, sólo eso, “pasaba”… Realmente
provenía de más al sur del África subsahariana. Así las cosas, Caillé se
encontró con una ciudad de casas de barro. El mito de la Perla del desierto se
había derrumbado tras todo su esfuerzo. Y encima, cuando fue a contarlo en
Europa, nadie le creyó y su libro fue un fracaso.
Además de Mungo
Park y René Caillé hubo otros tantos europeos que intentaron alcanzar la
ciudad, la mayoría con menos éxito que más. Historias de perdedores pero
igualmente fascinantes. Algunas documentadas, otras desaparecidas en las aguas
del río o en las arenas del desierto.
No obstante, el
egocentrismo europeo en cuanto al “descubrimiento” del Mundo –como si no
estuviera pasando nada hasta que nosotros llegáramos– ha dejado de lado que ya
habíamos estado allí mucho antes de que estos locos aventureros intentaran en
el siglo XIX alcanzar la ciudad. Ya fue hace mucho que pisamos estas tierras,
recorrimos las calles de esta ciudad misteriosa, miramos a las estrellas desde
alguna de sus terrazas, escribimos poesía inspirados en ella, construimos
edificios que hoy día son históricos, hicimos la guerra, gobernamos y
desplomamos un Imperio.
Formamos parte de
su Historia sin tan siquiera saberlo. Entre otros tantos, un granadino del
siglo XIII-XIV creó el estilo arquitectónico mundialmente conocido como arte
sudanés, el patrón de los santos de Tombuctú –también es conocida como la
ciudad de los 333 santos- nació en Tudela (Navarra), un señor procedente de
Cuevas de Almanzora (Almería) conquistaría estas tierras para el sultán de
Marruecos, un accitano (Guadix, Granada) sembraría el terror en la Curva del
río Níger y un bibliófilo toledano iniciaría una biblioteca familiar que
recopilaría todas estas historias.
Es verdad, y es
triste, que la Historia muchísimas veces se escriba con sangre en lugar de con
tinta. En esta Historia que compartimos con Tombuctú tenemos ambas. Pero
también es triste olvidarla, olvidar que tenemos un pasado común con la ciudad
perdida del desierto que tantos han añorado durante siglos. No dejemos que la
arena del Sahara y nuestra memoria escurridiza entierren que nuestros
antepasados andalusíes ya estaban haciendo (nuestra) Historia en este rincón
del planeta mucho antes de que la ceguera del eurocentrismo pretendiera
escribirla a su manera.
_____
De WORDPRESS,
11/07/2016
Imagen: El
Atlas del mallorquín Abraham Cresques (1375) muestra a Musa I, rey del Imperio
de Malí, portando en la mano una pepita de oro, mostrando así la leyenda de la
riqueza de este lugar al sur del Sáhara.
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