OLGA AMARÍS DUARTE
Franz Kafka
y Milena Jesenká se encontraron por primera vez en 1919 en el Café Arco de
Praga. Él no prestó demasiada atención a la joven de origen checo que lo
contemplaba presa de arrobamiento desde el confín de la mesa y que, pese a sus
precarios conocimientos de alemán, estaba decidida a convertirse en su
traductora más recordada:
“Caigo en
la cuenta de que no recuerdo propiamente ningún detalle preciso de su rostro.
Sólo cómo se marchó por entre las mesas del café, su figura, su vestido: eso
aún lo veo”
Tres años
dura el intercambio epistolar entre Kafka y Milena, citando poco la labor
literaria y fruyendo de un amor fantasmal que ambos estaban alumbrando en la
distancia.
Las cartas
de Milena son de dos tipos: aquellas suaves y apacibles escritas a pluma y las
otras, las de lápiz, marcando la alerta. Cansada, enferma y sin más consuelo
que un té y una manzana, Milena no puede sino concebir cartas horribles que
hacen a Kafka temblar de miedo y esconderse bajo la mesa como un escarabajo,
rezando para que desaparezca la tempestad que aquella muchacha arrojó a su
habitación. Por sus nervios, y por las noches de insomnio que sucederán, Milena
le pide, le ruega, que rompa en pedazos la carta o que la queme y esparza las
cenizas en el Belvedere. Ambos saben, sin embargo, que nada de eso ocurrirá. Al
escritor la fatalidad le atrae como a una mariposa la llama de una vela. Él
guardará la carta-explosivo en uno de los bolsillos de su chaqueta de
funcionario y jugueteará con ella hasta reunir el valor suficiente para leerla.
Las cartas
de Kafka enviadas a Milena son la apoteosis de una antigua angustia
insoportable.
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