RODRIGO FRESÁN
Todo es
complicado en y con y por The Kinks. Desde la génesis de su mismo nombre
(traducible como Los Raros, Los Imperfectos, Los Bizarros, Los Excéntricos, Los
Complejos, Los Defectuosos) y hasta un apocalipsis que nunca ha sido tal.
Porque la intimista épica de The Kinks (¿1962-1996?) no goza de fechas precisas
de arranque o de festejo. ¿Celebrar entonces su formación fraterna en la sala
de la casa de sus padres, estreno, su primer hit mundial, su
conversión en fenómeno de culto, su eterno retorno? Y su supuesto final
(siempre a revisarse) no llegó con una separación anunciada sino, más bien, con
una disolución nunca del todo establecida y archivada.
Así –a
diferencia de lo que ha venido ocurriendo con The Beatles, The Rolling Stones y
The Who; top 3 en el que The Kinks no entran acaso porque están por encima de
esos tres– los fastos por los cincuenta años de The Kinks han tenido un
carácter, sí, inequívocamente ambiguo, claramente impreciso,
legítimamente kinky. Lo del principio: no está del todo claro
cuándo comenzaron y tampoco se sabe si todo terminó con esa canción titulada
“Scattered”, en Phobia, su último lp hasta la fecha, en
la que se rimaba sobre la ambigua alegría de arrojar cenizas al viento. No
ayuda mucho que para el líder de la banda The Kinks hayan dicho todo lo que
tenían para cantar hasta 1971 y, para él, el resto de su obra no sea otra cosa
que un eco déjà vu de motivos y motivaciones ya anunciados.
Así,
también, desde hace un par de años se vienen editando biografías (las últimas
son The Kinks: You really got me de Nick Hasted y God
save The Kinks de Rob Jovanovic) y reordenando antologías (el
doble cd The essential Kinks y los recientes seis cd de The
anthology 1965-1971 sucediendo a los seis de Picture box,
del 2008). Y Giselle Bündchen los versionó para una campaña de h&m y,
seguro, Wes Anderson volverá a considerarlos para el soundtrack de una futura
película y…
Así, de
nuevo, este 2015 se continuará festejando con más reediciones remozadas de sus
álbumes. Todo en el nombre de una banda cuyo principal error fue hacerlo todo
antes y casi siempre mejor (desde la incorporación de cadencias orientales
hasta eso de la ópera-rock pasando por la celebración del travestismo en un hit
como “Lola” o los blues de la vida girando en la carretera
como escenario) sin por eso renunciar a la compulsiva necesidad de ir a
contracorriente y, de tanto en tanto, tomar decisiones
empresariales/existenciales catastróficas y oprimir el ruinoso botón de
autodestrucción para después poder resurgir de entre sus propias ruinas. Todo
esto sin jamás dejar de ser admirados por contemporáneos como John Lennon o
Pete Townshend o David Bowie, así como por discípulos como Elvis Costello, Ron
Sexsmith o Badly Drawn Boy, y grupos como The Pretenders, The Jam, Van Halen,
Oasis, Blur y Pulp, quienes cimentaron todo eso de la New Wave y el Britpop en
su nombre y estilo.
En
cualquier caso la historia es tan buena que el flamante musical
londinense Sunny afternoon se limita a contar el desaforado
relato de los volátiles y canibalescos hermanos Raymond Douglas Davies y David
Russell Gordon Davies (Ray & Dave se aman y se odian) junto a Mick Avory y
Peter Quaife y sus idas y vueltas, peleas y reconciliaciones, luces y sombras
al frente de The Kinks. Y lo cierto es que el formato de vaudeville-music
hall funciona bien a la hora de contar la historia (revisitada por
ellos mismos en autobiografías como X-Ray, Americana, Kink y Waterloo
sunset) y que la disposición de canciones paradigmáticas ilustra a la
perfección las obsesiones tan líricas como patológicas de los hermanos siempre
en conflicto. Lo explica bien Ray Davies –autor de la story del
libreto– en el librillo que acompaña al soundtrack de Sunny
afternoon –producido por él mismo en los legendarios Konk Studios–:
“Alguien comentó recientemente que, a diferencia de otros musicales de este
tipo, no se han hecho cambios a las letras de las canciones. Tal vez esto se
haya debido a que siempre utilicé mis canciones como una forma de diario
personal, como si estuviese enviando despachos desde un viaje. Tal vez
subconscientemente haya estado escribiendo este musical a lo largo de toda mi
carrera, plantando pequeñas pistas de mi historia a lo largo de varios discos.”
Y han sido
muchos discos, largo viaje, journal de incontables páginas.
La
historia, por conocida, no deja de ser eficaz: hermanos turbulentos que en un
rapto epifánico “descubren” el heavy-rock/power-pop/mega-riff con ese clásico
inoxidable e incombustible que es “You really got me”, que siguen por esa vía
combinando guitarra en llamas y voz nasal y casi amanerada con la feroz “All
day and all of the night”, “Till the end of the day” y “Where have all the good
times go?”, en la que ya comienza a experimentarse con algo raro. Con una
melancolía instantánea que separará a The Kinks de sus colegas. Así, cosa
extraña, mientras abundan himnos generacionales invitando a la fiesta y al
exceso y todos se envuelven en fosforescencias psicodélicas, Ray Davies y los
suyos –prolijamente y perversamente vestidos como para cazar zorros y tomar el
té de las cinco– comienzan a lanzar canciones sobre los placeres proustianos de
irse a dormir temprano, sobre las dificultades para pagar la hipoteca, sobre
personajes de la fauna-rock delineados con denunciante malicia dickensiana, y
sobre el triste estado del decadente Imperio británico y los grandes y dorados
días del ayer. Sí, The Kinks –más preservadores que conservadores– cantan a la
reina Victoria, a los beneficios de llegar virgen al matrimonio, a los
seductores peligros de la tentadora gran ciudad y a los gozos de recoger las
hojas secas en el otoñal jardín de la casa en la calle en la que se nació y, si
hay suerte, se morirá anciano y feliz. Después, posteriores encarnaciones como
esperpéntica troupe music-hall en los setenta y
eficaz comando para llenar estadios en Estados Unidos durante los ochenta y un
lánguido desvanecerse hasta llegar al ahora mismo. Un presente donde
álbumes como Something else by The Kinks o The Kinks
are The Village Green Preservation Society o Arthur and The
Rise and Fall of the English Empire o Lola versus Powerman and
the Moneygoround, part one o Muswell hillbillies suenan
mejor que nunca y que casi ninguno cantándole al dios Big Sky o agradeciendo
por los days del tiempo perdido.
La vida
después de la vida de The Kinks es igualmente extraña. Ray Davies –commander del
imperio por gracia de Su Majestad– inventa el formato story-teller y
sale de gira a solas cantando y contando sus propias canciones mientras edita
nobles álbumes en solitario como Other people’s lives y Workingman’s
café y es baleado en una calle de Nueva Orleans. Dave Davies sufre un
tremendo derrame cerebral y se repone y sigue dando entrevistas en contra de su
hermano o relatando sus encuentros con alienígenas, y grabando álbumes
regulares o espantosos (como el reciente Rippin’ up time). Uno y
otro (ya no cruzan puños en los camerinos, pero sí continúan arrojándose
puñales desde satinadas revistas como Uncut y Mojo que
apelan a la añoranzas de septuagenarios que se resisten a descargar su música y
siguen frecuentando tiendas de discos casi con la culpa de pornógrafos) a
menudo juguetean con la idea de “juntarse para hacer algo” mientras sus fans
aguantan la respiración y les dan aliento desde blogs y convenciones kinkistas.
Lo próximo será, en marzo, la muy esperada biografía “definitiva” de sir
Raymond Douglas firmada por Johnny Rogan –casi ochocientas páginas realizando
la autopsia en vida de aquel que cantó y canta que “no soy como ningún otro” y
“nadie puede penetrarme”–. ¿Su título? Elemental: Ray Davies: A
complicated life.
El último
gran momento que nos regaló este hombre siempre entre el narcisismo y el
autodesprecio y amante confeso de una Britannia que ya no existe salvo en sus
canciones fue el verlo en vivo y en directo salir de un típico taxi londinense
en la ceremonia de cierre de los últimos Juegos Olímpicos para –entre la goma
de mascar sónica de Spice Girls y One Direction– entonar la delicada y
bellísima “Waterloo sunset”. Fue un instante mágico, irrepetible, en el que
todo pareció detenerse y, seguro, más de uno le preguntó a sus padres o
abuelos: “¿Quién es ese tipo?” Después Davies volvió a subirse al black
cab y, dicen, en lugar de irse a festejar al histérico backstage le
indicó al chofer que no se detuviera y siguiese de largo y lo llevara al pub
más cercano. Y juntos, como auténticos y apasionados y nostálgicos ingleses,
vieron el resto de los festejos acodados en la barra con una sonrisa mitad
triste, mitad irónica, completamente kink. ~
_____
De LETRAS LIBRES, 12/02/2015
No comments:
Post a Comment