ELIANA SUÁREZ
“El Matadero”, de
Esteban Echeverría es mucho más que el primer cuento de la literatura argentina.
Luego de ciento cincuenta años puede pensarse, sin exagerar, que se trata de
una predicción. Como obra literaria, despierta reacciones firmes ante la
injusticia del autoritarismo, ese que tanto dolor ha causado a lo largo del
tiempo. Puede destacarse la riqueza de esta obra en relación con lo
intertextual, su temática, la estilística y el arte narrativo empleado por el
autor.
Miles de páginas
se han escrito al respecto. Pero aquí nos ocuparemos de otros aspectos.
Descubrir las intensidades, los tonos, los sonidos, formas y movimientos en “El
Matadero” fue toparse con todo aquello que, en estas tierras, se transformó en
trágico destino. Enmarcado en el realismo, es innegable el carácter pictórico y
auditivo de este cuento. Imagen y sonidos tristemente familiares que vuelven al
lector un espectador de cine y se fijan en su mente. Y las sensaciones de
estremecimiento, impacto y expectación. ¿Hasta cuándo y hasta dónde? Al igual
que cualquier zaga cinematográfica que se precie, este cuento deja sediento al
lector. ¿Cuánta sangre más correrá, cuánta prepotencia?
Probablemente la
intensidad alcanzada en el desarrollo de las acciones narradas sea el punto más
importante de esta obra. Echeverría no anda a medio pelo ni emplea medias
tintas. Todo cuanto escribe es contundente.
Nadie es
transportado suavemente, no hay lugar para susceptibilidades. La intensidad va
in crescendo y súbitamente alcanza el máximo y se mantiene hasta el final. No
hay respiro. Final abrupto, con oscilaciones casi imperceptibles. Echeverría
denuncia, critica a su época y todos sus males.
Los males
políticos en relación con la Iglesia “…no la empezaré por el Arca de Noé y
la genealogía de sus ascendientes” y, más adelante, irónico, agrega “que
deben ser nuestros prototipos”.
Los males
políticos, en relación con el gobierno “tan paternal como previsor del
Restaurador”. Y vaya que se hizo moda. Pegó muy fuerte en Latinoamérica y
en Argentina el “Vení que YO te salvo”. En territorios de la lágrima fácil
cualquiera compra un corazón herido.
Los males
sociales, de ayer y de hoy. El de la sumisión, el fanatismo o la enajenación: “Los
beatos y beatas gimoteaban haciendo novenarios y continuas plegarias”; “Los
predicadores atronaban el templo y hacían crujir el púlpito a puñetazos”. Como los candidatos en plena campaña
política. Y, por favor, que no falte la culpa, moneda de cambio predilecta para
cualquier gobierno: “vuestra impiedad, vuestras herejías, vuestras
blasfemias, vuestros crímenes horrendos, han traído sobre nuestra tierra las plagas
del Señor…” Presidente.
Luego, la murga,
la misma que sale irracionalmente a bailarle a la injusticia: “se hablaba ya
[…] de una procesión en que debía ir toda la población descalza y a cráneo
descubierto [..] conjurando al demonio unitario de la inundación.” No hay
que pensar, solo se trata de bailar al compás de y esperar un magro premio con
sabor a conquista social. Rituales de unos y otros pero iguales en esencia.
No hay respiro en
esta historia. Todo sucede como en una película de cine mudo de principios del
siglo pasado. “No quedó en el matadero ni un solo ratón vivo de los muchos
millares que allí tenían albergue.” Tampoco hoy en los basurales de las
afueras de las ciudades.
Intensidad de
sonidos y acciones se unen, se entrelazan. Conforman un encadenamiento cuyos
eslabones constituyen picos estables en cuanto a la fuerza que transmiten. El
bullicio de la llegada de los novillos, alimento para pocos; el comienzo de la
matanza y la ofrenda al Restaurador: ¡Gracias Padre Salvador, fuente de justicia
y bienestar! Sangre salpicándolo todo, la hoja cortando la carne humeante,
vísceras cayendo. Revoltijo de muerte antesala de un futuro ya pasado. Y la
rapiña, ¿quién se queda con las tripas, con las vísceras? Porque la carne, ya
se sabe hacia dónde va.
Un espectáculo
feroz, peor que el de la plaza de toros. Gaviotas, mastines y personas
celebrando. La sangre derramada siempre lo será. Adicciones humanas que
cambiaron de estrategias mas no de fines.
Y siguen los
gritos que jamás entenderán razones. Un toro se escapa y un niño es decapitado
por accidente. El estupor no les dura ni un segundo. Como las noticias
verdaderamente trágicas en la red. Hay que perseguir al toro, entonces el
entusiasmo ahoga los gritos de la madre. ¿A quién le importa un niño muerto?
Uno más.
Las negras
achuradoras en peligro inminente, un inglés aplastado, persecución por las
calles y, al fin, el toro cae. Secuencia que vemos a diario en los noticieros
hoy que la inseguridad es casi un juego. Y entonces, ocurre lo mejor. El
enemigo, unitario, ofrece un chivo expiatorio y a los chivos y cabritos hay que
sacrificarlos. Siempre se hizo así. La voz del más guapo, el Matasiete de todos
los tiempos, incita a la persecución. Tensión absoluta: hostigamiento, tortura,
réplica, violación para que aprenda a ser hombre, crucifixión y final. Ante
todo, la religiosidad.
Sonidos, ruidos,
murmullos y algún silencio, el de la muerte. Los sonidos con sus tonos graves
en los insultos, en las carcajadas groseras de la chusma, en el tropel, las
corridas, el bufido del toro, el crujir del púlpito. Los agudos, en el chirrido
de los ratones muriendo de hambre, el disonante graznido de las gaviotas, las
cuchilladas que intercambian los jóvenes en peleas que les garantizaban su
hombría; los silbidos, el zumbido trágico del lazo que decapita.
Los ruidos de los
estómagos por el hambre impuesta por la Cuaresma, el gruñido de los perros, el
del cérvix de los animales al ser cortadas… Los ruidos secos producidos por la
faena como el del golpe del hacha. Los más desgarradores, los susurros: “primero
degollarme que desnudarme”. El joven no grita ni ante la tortura ni durante
la violación. La voz que calla, muere.
Y entonces, el
silencio. El de una cabeza de niño que rueda por el aire y el del joven que
revienta de rabia. Mártires en manos del oprobio, la barbarie y de la
iniquidad. Echeverría también impone el silencio a la justicia. El juez calla
ante lo absurdo y ante la imposibilidad de ser el victimario. Alguien ha puesto
en evidencia la cobardía de los carniceros. Pobre de quien lo haga.
Las formas que
aparecen en el cuento destacan lo grotesco de las imágenes. Hay un grotesco
asignado a los lugares y otro, a las figuras humanas. Buenos Aires se
desdibuja, pintura difusa enmascarada con exagerados rituales, herejías y
sonidos. El ambiente del matadero, llamado “De la Convalecencia” y que
señala el sino de la tierra al sur del sur, es bajo, mugriento, ruin.
El matadero es
como el infierno de Dante. Cada sector se corresponde con uno de los círculos.
Impera en ellos el odio, la traición, la ira, la perversidad y la desidia. El
corral semeja un pequeño circo romano “dos enlazadores a caballo penetraron
en el corral en cuyo torno hervía la chusma a pie, a caballo y horqueteaba
sobre sus muchos palos.” El circo bien amado, la violencia que alimenta el
miedo que no deja pensar ni actuar. “Silbidos, palmadas y voces” que el
poder sepa que ha triunfado.
Hay simetrías en
las formas. La forma humana equiparada a la de las bestias y la violencia en el
trato. Golpes, puteadas y peleas por la presa. Echeverría sabe que el país no
cambiará más que con educación y acceso a la cultura. La carencia de ellas es
deformidad, animalidad. Por eso ya no hay lugar ni para la una ni para la otra.
Penélope tejía su espera, las negras achuradoras, destejen tripas dispuestas en
grupo y, como aves de rapiña, desmenuzan la carroña. Y la sombra del tigre acechando
al buey mientras los caranchos sobrevuelan sin cansancio.
Esas simetrías,
cara y ceca argentinas, se corresponden con la institucionalización de la
grieta. Ayer y hoy, Echeverría traidor a la patria por atreverse a desnudarlas.
Simetría de opuestos que se asemejan: comparsa de la chusma y procesión de los
beatos; sangre de niño federal y sangre de joven unitario, ambas sin valor
alguno; ayuno de la élite y hambre voraz del populacho; flatulencias de los
primeros e insultos y groserías de los segundos. Las diferencias sociopolíticas
radican en las ideologías, si es que existen, y no en las costumbres.
Algunas simetrías
son perfectas. Por un lado, en un extremo del eje se sitúa el matadero, imagen
del país. Por el otro, el lado oscuro, el Matasiete, experto asesino, la cara
oculta del Restaurador. El paternalista no mata con su propia mano. Una tercera
simetría la ofrece la imagen del toro con la ideología del federalismo rosista.
El odio y la opresión como iguales. El odio al opositor. La opresión del pueblo
hambre mediante, pero con amor por el pobre.
Finalmente, los
movimientos, emblema del devenir histórico. El movimiento ascendente de las almas
de los ahogados y del río que los engulle; el descendente, del río cuando
vuelve a su cauce y de todos aquellos que osan increpar la autoridad del
mesías, sea inglés, unitario o fiscal. Movimientos sin trayectoria como el de
los esbirros y el de las ratas. En línea recta, cuando lo que se arrastra es la
muerte: cuerpos, tajos, lazos.
Pero la tragedia
argentina queda definitivamente dibujada en las formas y los movimientos
circulares. Buenos Aires estaba “circunvalada del norte al oeste por una
cintura de barro y agua, y al sud por un piélago blanquecino”. Pantano y
cerrazón. Las novenas y procesiones, rituales repetidos incansablemente por el
bien de la restauración. Nada ha de cambiar, dicen los dictadores. Trayectorias
elípticas que adquieren cierto simbolismo: la chusma que rodea al carnicero,
los animales que van hacia el patíbulo, la persecución del toro, el cuerpo del
muchacho unitario cuando es girado sobre sí mismo y el cráneo del niño al
desprenderse de su cuerpo.
Finalmente, el
ciclo de matanzas, círculo cerrado y perpetuo. No siempre quien mata muere. Y
eso lo supieron Rosas y sus carniceros. Cada día, la hoz se cernirá sobre aquel
argentino que ostente rebeldía. En medio de una mezcla atroz de barro y
oscuridad, la sangre fluye en recto trayecto entre los asistentes al
espectáculo quienes, feroces, caracoleando o arrastrándose, la beben en
venganza. Y el ¡Muera! con matices según pasan los años, fue la premisa sobre
la que se consolidó una nación condenada a la repetición.
Ya no hacen falta
mataderos. Para ello están la ignorancia, la desidia, el clientelismo político
y la comodidad. Una manera más lucrativa, limpia y efectiva de asesinar. Los
detractores de Echeverría argüirán sus argumentos, no cabe aquí tal cosa.
Miembro de la
Generación del 37, precursor de la sociología en Argentina, fundador de la
literatura nacional, considerado el iniciador del romanticismo americano dejó,
en esta obra, una visión acabada del destino de la nación. Desde entonces,
sangre y barro han ensuciado el camino.
Echeverría fue
capaz de pensar y reconocer los problemas y necesidades argentinos y de pensar
alternativas. Mucho más que lo que todos los políticos y seudo estadistas, de
los últimos 70 años, han hecho. El
Matadero esboza un destino, aquel que ninguno de ellos fue capaz siquiera de
intentar cambiar.
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Imagen: Retrato de Esteban Echeverría
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