NICOLÁS GARCÍA RECOARO
Son islas
rodeadas de tierra. Donde había agua, con suerte, barro queda. La bajante
histórica del río desnudó a los yuyos, a las piedras, al fondo rocoso que por
estos días arde. Del húmedo Paraná, los isleños sólo conservan un recuerdo a
secas.
El pescador
José “Chemo” Ramírez hace memoria bajo un sauce en la sede de Trabajadores del
Río, una cooperativa enclavada en los arrabales de la ciudad santafesina de
Villa Constitución. “Nunca pasó algo así. A nosotros nos mata. Al estar tan
bajo el caudal, nada hay de pescado, desde Pavón hasta San Nicolás, donde
trabajamos”, se lamenta Ramírez. Sirve un mate y sigue remando en sus recuerdos.
“Para que se haga una idea, hace dos años, cuando empezó la bajante, cada
pescador sacaba casi 400 kilos diarios. Tarucha, bagre, surubí. Ahora apenas 30
kilos. Ni el 10%, una miseria. Pero estamos acostumbrados. La vida del isleño
es sacrificada.”
Chemo tiene
42 años, las dos manos curtidas por las redes y un chuchillo filoso en la
cintura. Es nacido y criado en las islas de Gualeguay, acá cerquita, en Entre
Ríos. La historia de su familia fue acunada por los brazos del Paraná. En sus
años de gurisito costero aprendió el arte de la pesca: “Me enseñó mi abuelo
Pasión Ramírez, que vivió hasta los 105 años. También mi viejo, Bonifacio del
Carmen, que sigue laburando. Pescador se nace. Yo vengo de esa raza, de esa
tradición.” Un linaje flotante heredero de canoas, lagunas, camalotes, redes,
arroyos y espinel.
Chemo dice
que con la seca y los calorones de los últimos meses, las lagunas cercanas al
Paraná se convirtieron en grandes platos de sopa. “Se enferman los pescados por
el agua caliente, salen podridos. Yo los miro a los ojos y me doy cuenta si
están enfermos”. La malaria y el drama del Litoral –arriesga el pescador
mientras chupa una vez más la bombilla–, son causados por las quemas, la
destrucción del ecosistema, la avaricia de los dueños de la tierra: “Mi abuelo
decía que esta era una zona rica, una mina de oro. Que iba a cambiar, la iban a
explotar. Los grandes empresarios vieron el filo y andan haciendo desastres.
Hay menos humedal, menos árboles, más ganado, más soja. Me lo dijo mi abuelo
hace 30 años. Dicho y hecho.”
Ramírez
tiene que volver al trabajo. Controlar la máquina de hielo escama, reparar un
espinel, cerrar números con el contador de la cooperativa. Al despedirnos en el
portón, confiesa que con sus 38 compañeros tienen temor de perder el trabajo
por la bajante que no afloja. Quieren seguir a flote. “Es que somos de las
islas, donde somos libres. Si nos sacan de nuestra casa, dónde vamos a ir. ¿A
Rosario? ¿A Buenos Aires? Nos matan. Sin el agua, no sé qué vamos a hacer”.
Lo que
perdimos en el fuego
Hace 20
años, Fernanda del Carlo vio el futuro prendido fuego en el horizonte. Mientras
navegaba en una lancha por el río, pudo observar por primera vez cómo las
llamas devoraban el humedal. Lo recuerda mientras camina por una plaza que
tiene vista al puerto de Villa Constitución y a la Reserva Natural Isla del
Sol. Cuando llega al límite del terreno, mira hacia la boca del Paraná, la
triple frontera que hermana Santa Fe, Buenos Aires y Entre Ríos, y después otea
otra vez el horizonte: “Desde ese día empecé a notar cómo cambió nuestro
espacio. Cómo perdimos flora y fauna. Cómo se fue deteriorando el río. Cómo
siguieron quemando. Cómo el Estado no hizo nada. No tengo dudas de que la
bajante está relacionada con todo esto. Por eso nos organizamos.”
Del Carmen
tiene 53 años y es vecina de Villa Constitución de toda la vida. Pone el cuerpo
en la agrupación Salvemos a los Humedales. “Arrancamos hace dos años, cuando
empezaron las quemas más intensas en plena pandemia. Abrías la ventana de mi
casa y entraba el humo. Con varios vecinos decidimos comprometernos con los
humedales y el río de otra forma, no tan individual y de disfrute, sino para
cuidarlos.”
El mediodía
es dantesco. La sensación térmica sin transpirar debe andar por los 40º en la
ciudad. Fernanda señala la otra costa del río. Lo que queda del río. “Esa
sombra negra que se ve es el veril, el borde. Imaginate una pileta que está con
tan poca agua, que se ve la pared”. Hace unos días, el río sufrió el registro
más bajo de su historia. Menos 34 centímetros. Hace apenas un mes atrás, tenía
una altura de 70 centímetros. El promedio histórico para estos meses ronda los
2,70 a 3,10 metros.
El antiguo
paisaje acuático de la Reserva Natural luce ahora ataviado de estricta etiqueta
marchita. Más que el Litoral, parece la Puna. “De piba nos rateábamos del
colegio y veníamos a remar acá. Como ves, las cosas cambiaron, ahora se puede
pasear en auto”, explica Fernanda y señala el camino seco. Después, levanta
temperatura y denuncia: “Los gobiernos hacen muchos anuncios. Van a poner un
faro de conservación que avisa si hay fuego, pero todavía está en veremos. En
realidad, si no ponen recursos ni voluntad en agarrar a los que prenden, que
son los que hacen negocios inmobiliarios y la agroindustria, es la historia de
siempre. Si no hacen algo, nos vamos a quedar sin humedales y sin río.”
Menos que
cero
“Zona de
aguas profundas”. En el Club Náutico de Villa Constitución, los veleros y las
lanchas ignoran la advertencia del cartel. Duermen la siesta recostados sobre
el bajofondo del amarre. “Que yo recuerde, nunca visto. Estamos debajo de cero.
Mire la escalera. Esa es la altura normal del agua. Ahora se ve el piso, tres
metros abajo”, enfatiza Eduardo Luna, caletero del club. El hombre se gana el
pan moviendo las embarcaciones, bajando las lanchas al río ahora invisible. En
las alturas de su puesto de vigilancia, en una torreta, Luna se siente triste.
Como si recitara un poema de Juan L. Ortiz, el caletero reflexiona: “Es que el
río para mí es todo. Como la sangre que va por mis venas. Mi trabajo, mi
compañero, mi vida.”
Tato Massei
es instructor de remo. Cuenta que esta mañana no pudo entrar al agua con sus
alumnos. “Ayer a duras penas pudimos salir”, se queja el joven bronceado de
musculosos brazos. “Afecta las fuentes de trabajo, viene menos gente al club. A
lo sumo, se meten a la pileta”, agrega Tato. Para el deportista, entre las
quemas, la tala de árboles y la Corriente de la Niña se armó una tormenta
perfecta de la que es difícil salir. “No nos queda otra –se despide- hay que
seguir remando.”
El
Correntoso
El brazo
del Paraná se llama El Correntoso, pero esta tarde sus pocas aguas tienen la
fuerza de una canilla de cocina. “Si no lo vivís, es difícil contarlo. En la
boca del río hay 30 centímetros, una locura”, asegura Juan Ramírez, un isleño
apicultor. La bajante, suma el muchacho, cambió el día a día de los pobladores
de esta parte de la Argentina. El hombre de río, acostumbrado a moverse en su
canoa, se convirtió en sufrido peatón. “Todo al hombro llevo hasta mi rancho.
Nafta, mercadería, materiales. Un viaje que era de diez minutos, ahora es de
casi una hora. Ya son meses. Acá no vino nadie del Estado, el isleño se la
arregla solo. Ya le dije, hay que vivir para contarlo”, dispara Ramírez y
empieza la larga marcha hasta su casa.
No muy
lejos, Franco Gallego pasa las horas escuchando radio AM, bien cerquita de La
Pendenciera, su bote. Es pescador. De los que saben leer el río. Gallego mira
las gallinas que corren cerca del rancho, se acomoda las botas y al final se
lamenta: “Estoy seco, como el río. Tocado. El Covid y la bajante parecen pestes
de la Biblia. No me quiero ir de acá, me gusta esta libertad. ¿Qué voy a hacer
en la ciudad?”.
A don
Donato Figueroa lo encontramos reparando sus redes bajo la sombra de un
arbolito. Lo custodian sus siete perros guardianes. Pila de años lleva viviendo
en las islas. A cinco metros de su casa corría un arroyo por donde el agua
ahora apenas gatea. Habla maravillas del Yanina, su fiel bote varado.
“Sacábamos surubí, ahora lo ve al río, es todo tierra, yuyo verde”, dice don
Figueroa, sonríe y no deja de mover las manos, esas manos diestras que son por
sí mismas la historia viva del pescador litoraleño. Las manos que atan esos
hilos que le dan de comer del río. Que no se corten.
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De TIEMPO ARGENTINO, 19/01/2022
Imagen: (AP Foto/Victor Caivano) (ASSOCIATED PRESS)
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