Roberto Navia Gabriel
Me han preguntado qué significa para mí este premio que recibo hoy. La respuesta que tengo es que la fuerza de este galardón enorme radica en que posee una trilogía que lo convierte en un bien preciado y en una cuestión de honor. Primero, quien lo entrega es la Asociación Nacional de la Prensa (ANP), una institución que agrupa a los más importantes medios impresos del país, comprometidos con el ejercicio de un periodismo independiente y de alta calidad. Labores que la convierten en una compañía indispensable para la salud de una democracia que respira los aires de una libertad de expresión a veces atormentada.
Segundo, este premio se llama LIBERTAD, y la LIBERTAD es uno de los derechos mayores que tiene la comunidad humana y la palabra cabal que engrana con la esencia del periodismo. Y tercero, este premio apellida Juan Javier Zeballos.
Y Juan Javier Zeballos era un señor de la palabra, un hombre que con su libreta de reportero de raza y desde la primera fila de corresponsal de Reuters narró los hechos más asombrosos que América Latina padeció después de la segunda mitad del siglo XX. Cubrió desde mundiales de fútbol hasta golpes de Estado.
Yo tuve la suerte de realizarle una entrevista cálida en octubre de 2011, sentado él, en un sillón apacible de su departamento de La Paz, acompañado del aura madura de sus 68 años de vida. Meses después, abandonó su cuerpo cansado y su partida nos dejó huérfanos en este mundo.
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En la última casa que tiene Bolivia en su amplio altiplano, vive una pareja de ancianos. La casa es de piedra y está cinco metros antes de que termine el país y empiece un campo con minas antipersonas que fueron sembradas por el gobierno de Augusto Pinochet en el subsuelo chileno. En esa casa vive una pareja de ancianos que olvidaron cuántos años tienen.
“Nunca antes vino un periodista hasta por aquí”, me dijo ella.
Hace mucho tiempo, esta pareja, cuando aún no era vieja, sufrió una desgracia. Uno de sus seis hijos pisó una mina antipersonas y su pierna izquierda voló en pedazos y tuvieron que socorrerlo en una carretilla hasta la casa de piedra.
Nunca pudieron llorar el asunto en el hombro de ninguna autoridad y cuando salieron al pueblo más cercano nadie se dio el tiempo de escucharlos.
Ahí entendí que la libertad de expresión no es el patrimonio de un periodista, sino, el principal capital que tienen las personas olvidadas, esas que quizá nunca se toparon con un reportero o autoridad política que se lanzara a los caminos chuecos del país.
Por eso, siento que el premio que recibo esta noche, es un reconocimiento tanto al periodismo de investigación como a las historias de personas sencillas que construyen el país desde la acera de los invisibles, a los derrotados de la vida, de los que como el Coronel de García Márquez, no tiene nadie quien le escriba.
Siento que el Premio Libertad es un reconocimiento a la crónica de no ficción y a los periodistas que, como decía Rizsard Capuscinsky, viajan en la carrocería de los camiones encontrados por casualidad y que tratan de evitar los palacios, las figuras importantes y la gran política.
Si es que mis padres no hubieran viajado casi siempre en busca de días mejores, quizá yo sería un burgués o un cajero de banco, oficios muy importantes y respetados, por cierto. Si no hubiera tenido dos abuelas beatas que me contaban cuentos de aparecidos durante las noches de lluvia, o si no hubiera pasado mis vacaciones en un rancho oculto en algún lugar de la provincia Cordillera de Santa Cruz, donde una tía me revelaba los misterios de sus antepasados y me aseguraba que el cementerio familiar que estaba a metros de la casa, era parte de nuestras vidas, quizá nunca hubiera buscado a la escritura como una forma de exorcizar mi mundo particular que me tragaba en silencio durante mis años de niño.
Siento que este galardón es un aplauso a la prosa pensada y al reporteo profundo para no solo encontrar el qué, sino y en especial, el porqué de las cosas. Hay un dicho que se maneja entre la gloriosa ‘fauna’ de periodistas: “Los cronistas siempre llegamos tarde, a propósito, al lugar de los hechos. Y lo hacemos para reportear sin aspaviento, para tomarnos el tiempo de mirar los ojos de las personas y de escuchar el zumbido del viento. Es que los ojos de la gente y hasta el baile del viento están cargados de historias.
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El periodismo boliviano ha sido tradicionalmente afectado por las mezquindades del poder, cuyo objetivo fue incomodar a periodistas para evitar que los ciudadanos gocen de su derecho fundamental a estar informados. Y las heridas y huellas están ahí, algunas ya secas y otras frescas o bajo amenaza de aparecer el rato menos pensado.
Cuentan que el ya fallecido periodista Antonio Miranda, en 1981 incomodó al gobierno del dictador Luís García Meza y para evitar riesgos contra su humanidad dejó la ciudad de La Paz para instalar su puesto de trabajo en el departamento de Santa Cruz. Pero el olfato del sabueso se pone a prueba en todas partes y él realizó un trabajo tremendo en su nuevo escenario laboral: Denunció mediante una investigación que piedras semipreciosas de La Gaiba estaban siendo explotadas ilegalmente, cargadas en vagones de ferrocarril bajo auspicio del gobierno militar.
Don Antonio Miranda, por su reportaje de La Gaiba, ganó el premio internacional EFE, hoy premio Rey de España, y García Meza está preso en Chonchocoro. El año 1993, al dictador se lo sentenció por crímenes a los derechos humanos y otros delitos, entre ellos, porque se lo identificó como culpable por la explotación y venta ilegal de las piedras semipreciosas.
En tiempos de democracia, el periodismo también pasó a enfrentarse a ciertos caprichos de quienes sienten que los periodistas son una mala palabra.
Recuerdo aquella vez cuando el director de una institución pública en un pueblo fronterizo, me encerró en la habitación de un hotel para decirme que él era un santo varón, y no un corrupto como yo había denunciado con pruebas en la mano. Sacó un fajo de dólares y dijo que eran para mí, en agradecimiento por creerle. Era la primera vez que intentaban comprarme. Le dije que se fuera al carajo, me dijo que no le rechazara, le dije que me abriese la puerta, me agarró de los brazos y me puso los billetes en el bolsillo de mi camisa blanca. Le tiré la plata en la cara, y él se sintió ofendido y yo salí corriendo hacia el aeropuerto. Años después lo vi en alguna calle de Santa Cruz, quise mirarle a los ojos y él me ocultó la cara.
Otros fueron más finos en su intención por callarme y apelaron a las pasiones de bajo vientre. Un hombre al que investigaba, tuvo el mal tino de enviarme de ‘regalo’ una mujer delgada y joven que me invitaba a su alcoba. La reconocí en el acto porque la había visto de reojo con él alguna vez cuando acudí a su oficina para entrevistarlo. Ella se dio cuenta que yo no iba a caer en el juego y se alejó sin meterse en mi vida con su cabellera rubia y su minifalda.
Existe una libertad de expresión en Bolivia, sí, pero también hay señales de que ésta, cuando no baila al ritmo de la música de los dueños de la banda, se nota que incomoda, que molesta como si se tratara de un zapato apretado. En una democracia ideal, las incomodidades ya no tendrían que existir.
Creo firmemente que la libertad de expresión no es un bien que se lo debamos al poder político o económico. Es un derecho natural. Así como nacemos con la piel que envuelve nuestro cuerpo, nacemos con la libertad de pensar y de manifestarnos sin restricciones. La libertad de expresión es tan necesaria como el aire que respiramos. Nadie va a venir a decirnos que solo podemos respirar 10 o 15 veces al día, tampoco nadie podrá poner trancas a la palabra.
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No sé a qué hora sucedió todo, pero con el trabajo duro llegaron los frutos y ahora estamos aquí, en esta catedral del periodismo que me abrió las puertas aquel 12 de octubre de 1998, cuando acudí a mi primer día de trabajo, cuando aún era un estudiante universitario y un periodista sin credenciales.
En mis andanzas he recibido el apoyo de quienes aquí manejan los timones de EL DEBER: de la familia Rivero que confió en mis sueños y ganas enormes por narrar este país y lo que hay fuera de sus fronteras.
Y en la amplia sala de redacción. el director ejecutivo Pedro Rivero Jordán, y el jefe de redacción, Tuffi Aré, fueron cómplices de muchas aventuras periodísticas, de los viajes que nacieron al fragor de las revueltas de un país en vilo y de varias historias que nos ayudaron a descubrir una Bolivia remota que no aparece en los datos oficiales.
Así es como salieron a la luz reportajes como los de Ciudad Juárez en México y Ciudad oculta en Buenos Aires, La Maldición de ser Sudaca en Europa y la explotación ilegal de oro en el rio Beni, La Corrupción sigue haciendo temblar Aiquile y tantos otros que ya no me pertenecen a mí ni al diario, sino, a todos los lectores.
Y para finalizar, quiero agradecer a mi familia. A mi madre Blanca Silvia y a la memoria de mi padre Jorge, quienes me iniciaron en los viajes por esos caminos de herradura y de un puente colgante con tablas enclenques que había que cruzar de la mano con mis hermanos, para llegar a un rancho donde nos esperaban para intercambiar animales de corral por los víveres que mis padres comerciaban como una actividad adicional al trabajo de carpintería con el que sostenían la casa.
Las gracias también a mi hijo Manuel Andrés y a mi esposa Karina, la que no solo soporta mis ausencias, sino también mi presencia y que me apoya sin condiciones.
Y gracias a los lectores, que con su fuerza silenciosa, entienden que tanto las historias de gente sencilla como las investigaciones difíciles en las que me muevo, son un mismo canto de libertad.
Santa Cruz, 6 de mayo de 2014
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