Tuesday, May 27, 2014

El veneno de Hollywood/Una media blanca como bandera


Por Fabián Soberón

Marta Soberón, in memoriam
El auto tiene una rueda baja. Estaciono en la ruta 5, al costado. Me fijo en la rueda. Parece desinflada. No está pinchada, pienso con alivio. Delante y detrás miles de autos corren a setenta millas por hora. Eufóricos, braman en la tarde soleada.  Las Luces intermitentes y los grandes carteles luminosos empiezan a encandilar como faros iridiscentes en una metrópolis desierta.

Llego a Los Ángeles en unos minutos. Entro por Sunset boulevard y los múltiples arboles agrandan la mirada. Las cabelleras profusas y el viento que las mece convierten al boulevard en un río verde pletórico de mansiones y caserones de los cuarenta. Los palacetes antiguos abundan y busco en los ramajes el rostro famoso de un caserón. Busco la casa de Norma Desmond, el personaje central de la película Sunset Boulevard, dirigida por Billy Wilder. Reviso en mi cuaderno las anotaciones sobre la película. Es un policial negro y un drama, pero también tiene breves toques de terror, un terror sutil que provoca el escalofrío que se cuela por la espalda ante un asesinato cruento planificado con estilo.
Jose Gillis es un guionista alto y buenmozo que queda sin trabajo. Su auto, como el mío, tiene problemas con las ruedas. Y se ve obligado a estacionar en las ruinas de un enorme caserón abandonado. Temeroso, deja su auto en un garaje. Y camina, alelado por las deudas y por el futuro, en los jardines descuidados. Escucha la voz aguda y desconocida de una mujer. Desde un ventanal, alguien lo llama. Luego escucha al mayordomo interpretado por von Stroheim, un famoso director del cine mudo alemán. Eric Von Stroheim dirigió películas que ya forman parte de la historia. En Sunset Boulevard hace el papel del antiguo y oculto amor de Norma Desmond y es el que llama a Joe Gillis desde la ventana.
El semáforo me obliga a detenerme y me beneficia. Es la esquina de Rodeo Dr. y Sunset bv., en el barrio Beverly Hills y veo en una veladura blanquecina la casa de Norma Desmond. O eso creo. La contemplo revisando los detalles. Pero es solo un espejismo. Los especialistas dicen que la casa nunca estuvo en Sunset Boulevard y que fue alquilada por Wilder solo durante el rodaje. Empecinado, sigo mi pesquisa.
Estaciono. Camino entre las arboledas tupidas  de Beverly Hills. Toco el timbre de una casa de madera blanca. Con un inglés improvisado, le pregunto a la dueña si conoce la mansión de la película. La mujer no me entiende, o hace como que no entiende. Niega con la cabeza rubia. Atravieso la calle y toco el timbre de un nuevo vecino.
Joe Gillis entra a la casa y se da una gran sorpresa. Una mujer mayor le pide que se identifique. Joe le cuenta que es guionista y que se ha quedado sin trabajo. Ella aprovecha la ocasión y le dice que tiene un guión sin terminar y que sería bueno que él lo vea.
Joe Gillis, apurado y angustiado por sus inconvenientes, no desea seguir el dialogo. Ella se da cuenta y quiere retenerlo. En un instante epifánico, inmortal, él la reconoce y le dice que ella es una gloria del cine. Orgullosa y fatídica, ella le responde que sigue siendo una grande y que son las películas sonoras de Hollywood las que se han empequeñecido.
La frase de Desmond recuerda a otra de Orson Welles: “Hollywood no está mal. Son las películas de Hollywood las que están mal”. O a la de Chandler: “Hollywood es un veneno para cualquier escritor”. Todos atacan a Hollywood pero la maquina arrolladora traga las opiniones a favor y en contra y procesa el mundo como un huracán imparable.
El vecino sale al porche y hace un gesto negativo. Regreso al auto. Sigo por Rodeo Dr. Sé que he perdido la posibilidad de encontrar la casa y abandono mi investigación, guiado menos por el glamour que por el desencanto.
Cruzo las tiendas. Estaciono nuevamente. Entro a un café. Está lleno. Es uno de los miles de Starbucks que abundan en el país. Mientras bebo el vanilla latte, una chica delgada se acerca. Habla español. Ha identificado mi tonada argentina y me cuenta que es de Uruguay y que está trabajando en una escuela para chicos discapacitados. Rápidamente entramos en sintonía. Le cuento la película.
Joe Gillis se siente atrapado por Norma Desmond. Ella es desmesuradamente celosa, autoritaria y melodramática. Es la versión paródica de un personaje mudo. Tiene todos los tics de una estrella de Hollywood decadente y olvidada. La última escena es inolvidable. Norma ha cometido un crimen y sueña con filmar una nueva película. La máquina insensible la ha olvidado. Los policías y los periodistas esperan que ella baje por la escalera sinuosa. Ella, perdida y soñadora, cree que son los periodistas que la esperan para hacerle un reportaje. El mayordomo, Eric Von Stroheim, encarna el papel de Cecil B. De Mille. Y le pide a las cámaras que apunten hacia el cuerpo de Norma. Ella baja los escalones como si fuera una estrella. Y el simulador Stroheim, sereno, ordena la filmación.
La uruguaya me dice que no tiene ninguna noticia de la casa y que no ha visto la película.
Salgo del Starbucks y subo al auto. Llego al boulevard Hollywood. Es la zona del glamour. Ahí están el teatro Chino, el teatro Kodak, el museo Hollywood y el Museo de Madame Tussauds.
Ya es la noche y las estrellas lanzan su luz de plata sobre las estrellas de la alfombra roja. Los turistas lanzan sus flashes por doquier. La tintura, los falsos vestidos y las pestañas postizas abundan. Bajo mi cabeza y camino una cuadra sin levantarla. Abajo, en el piso, está el sendero de la fama con las estrellas rosas y el marco dorado. Hollywood no discrimina. Hay una estrella dedicada a Marilyn Monroe y otra a Jackie Chan. Una a Burt Lancaster y otra a Arnold Schwarzenegger. Hollywood no rechaza ni el nacionalismo ramplón de Schwarzenegger ni la pésima performance de un mediocre como Jackie Chan. Todos son lo mismo para la maquina arrolladora. Hollywood pisa con pie equitativo a los buenos actores y a los malos, diría el poeta Horacio, lejos, muy lejos, en Roma. En esta falsa y rosa alfombra de estrellas vale tanto el actor chic como el sesudo interprete de roles dramáticos complejos. Y esa simplicidad apabulla en la vereda populosa.
Agotado, dejo la caminata y entro a un club en una callecita cercana al glamour. Hay una pareja extraña sobre la barra. La madera, vieja y gastada, tiene unos focos que la acercan a los años sesenta. El hombre lleva un pantalón largo, con lentejuelas y vuelos a los costados. Tiene una camisa rosa, larga, pulcra. Su cara está maquillada con polvo blanquecino y las patillas negras postizas refulgen con las luces. Su cabello negro está engominado. Sus ojos están tapados con unos anteojos acristalados. Ella es una mujer alta, con unos tacones de punta fina que la hacen más delgada. Es blanca y su cabello rubio ha sido teñido muchas veces. Tiene un vestido blanco con vuelos largos. Está sentada al viejo estilo, sobre un banco alto, pegada a la barra. El rouge le agranda los labios. La boca roja se abre por el efecto blanco de una sonrisa impostada. La mujer y el hombre conversan, exhaustos, en un murmullo.
Al rato, un mexicano curioso entra por la puerta entreabierta. El bar deja mucho que desear. Yo quiero ahorrar unos dólares y he encontrado el lugar adecuado. Pido un trago y lo pago inmediatamente. La mujer y el hombre se ríen, haciendo movimientos estereotipados con los brazos. El mexicano se mete en el bar y ya está cerca del hombre. La mujer se baja del banco alto y se coloca, sigilosa, al lado. Le agarra el brazo. El curioso lleva un sombrero grande y habla un inglés defectuoso. El hombre levanta el micrófono y se para como Elvis. Ella hace un contoneo con la cadera y se ríe. Imita el gesto repetido de Marilyn Monroe. El mozo toma  la foto (Elvis, Marilyn y el mexicano posan como si fuera algo real) y el mexicano le entrega un verde billete a Elvis.
Bebo mi trago. Pienso en la vida pasada de Elvis y de Marilyn. Pienso que ellos no podían imaginarse esta escena. Afuera las luces de colores brillan en la esquina de Hollywood y Highland. Es el epicentro del glamour perdido. Afuera, miles de turistas posan junto a las viles y patéticas imitaciones: el hombre araña, la sirenita, el pirata del Caribe, el zorro, y, antes del descanso, estaban Marilyn y Elvis.
Elvis y Marilyn siguen con la conversación. Es solo un murmullo desvencijado. Están visiblemente cansados. Elvis se tira hacia atrás y deja el micrófono por un momento. Ella, la falsa y bella Marilyn, levanta el vestido para evitar el roce en el suelo. Ese vestido le da un trabajo y debe cuidarlo como oro.
Tomo mi cuaderno. Veo la foto de Norma Desmond en Sunset Boulevard y recuerdo mi pesquisa fallida. Pienso por un momento que todas mis pesquisas son fallidas.
Voy en busca del auto. Antes de entrar al garaje, un hombre con las zapatillas teñidas por la mugre y el olor ácido del barro acumulado, me pide un dólar. Le digo que no hablo inglés y el hombre no me cree. Salta del banco y estira una media blanca, curiosamente blanca, y la usa como bandera, como si fuera un mensajero de la paz. Le digo que busque un refugio y me dice que su único refugio son las estrellas de Hollywood.
Lo abandono y subo al auto. Me alejo. Y acelero. La brisa me acaricia los párpados.
Es una paradoja, pienso, la vida miserable de un vagabundo en medio de las luces de la alfombra rosa. Las estrellas infinitas  del cielo iluminan la calle y siento una nostalgia por lo perdido.

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De Revista LA UNICA, 07/12/2013

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