OSVALDO BAIGORRIA
La reedición de una antología seleccionada, comentada y en parte traducida por Rodolfo Walsh en los años 50 es una oportunidad única para acercarse a las lecturas e intereses intelectuales de un joven escritor extraño, remoto, diferente a la figura posterior del mito militante, una figura cincelada por el periodismo y los libros de non-fiction y consolidada por su participación en la lucha armada y su caída en una emboscada de un grupo de tareas de la ESMA en 1977.
Claro que el título encierra alguna trampa. ¿Qué significa que un cuento o un autor sea “extraño”? ¿Y para quién? Estos cuarenta y nueve relatos, seleccionados poco antes del inicio de la pesquisa de Walsh sobre los fusilamientos de José León Suárez y publicados por Hachette en 1956, presentan historias de fantasmas, “sobrenaturales” o “de terror” de autores consagrados o en camino, desde Edgard Allan Poe hasta H.G. Wells, pasando por Lawrence, Conrad, Kafka, Apollinaire, Gerard de Nerval, Miguel Angel Asturias y varios otros entre los que se cuentan los precursores Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo.
Esta tríada fue justamente la que compiló una pionera Antología de la literatura fantástica para la flamante editorial Sudamericana en 1940. Pero a diferencia de Borges y compañía –como observa Daniel Link en el prólogo a esta edición–, Walsh nunca cultivó ninguna literatura fantástica y, además, en 1956 se encontraba refugiado quizá por última vez en los mundos imaginarios de estos cuentos que, recordando una etiqueta más tradicional en las selecciones de lengua inglesa, refieren a lo que solía llamarse queer: extraño, insólito, anormal, fuera de lo común.
Un ermitaño sufre de “astigmatismo moral”: cuando mira a las personas de frente, las ve como todos los demás, pero cuando las mira por encima del hombro puede ver todos sus vicios y defectos, sus figuras y rostros deformados, bestiales (El misántropo, de J.D. Beresford). Un ser se alimenta del aliento de los humanos mientras éstos duermen (El horla, de Guy de Maupassant). Un hombre muere dos veces y la primera entierra su propio cadáver (El que se enterró, de Miguel de Unamuno). Un caso de exorcismo es narrado oralmente con tal maestría y suspenso que hace parar los pelos de punta a ateos y agnósticos (El cuento del Padre Meuron, de R.H. Benson). Una ciudad es invadida por nómades que comen carne cruda saqueada de las carnicerías, con la cual alimentan a sus caballos, también carnívoros, a la vista horrorizada de los artesanos y comerciantes indefensos, mientras el palacio del emperador se mantiene a salvo tras sus rejas y guardias armados (Un viejo manuscrito, de Kafka).
Hay un ahorcado que vive. Sobrevolando estas páginas como un espectro, aquí está la temática que llegará a obsesionar a un Walsh investigador sensibilizado por la violencia de Estado. Relatos de personas al borde del fusilamiento o de la horca, que se salvan –o creen que se salvan– de milagro, que resucitan, que alucinan otras vidas. El milagro secreto, aquel cuento de Borges en el que un escritor a punto de ser fusilado le pide a Dios que le conceda un año más de vida para terminar su obra definitiva y así el fusilamiento quedará detenido en el calendario e inmovilizado en la misma escena frente al pelotón hasta el cumplimiento de aquella voluntad. También el clásico El pozo y el péndulo, de Poe, impresionante relato de un condenado por la Inquisición que está encerrado ante la opción de dos muertes igualmente horrorosas. O El puente sobre el río Owl, de Ambrose Bierce, también traducido como El ahorcado: durante la Guerra de Secesión estadounidense, un soldado sureño que está a punto de ser colgado de la horca al borde de un puente sobre el río alucina su salvación de un modo tan verosímil que casi no podemos creer en el desenlace cuando éste ocurre.
El ejecutado, el resucitado, el muerto que vive serán un fantasma recurrente en estos y otros cuentos, así como también en la investigación que llevó a Operación masacre, cuyos primeros pasos estaban a punto de darse en esos días: tal como él mismo lo ha relatado, después del levantamiento de Valle, en 1956, Walsh sólo quería volver “al ajedrez, a la literatura fantástica que leo, a los cuentos policiales que escribo”. Hasta que en una escena memorable, a fines de ese mismo año, encuentra en un café de La Plata a un hombre que, frente a un vaso de cerveza, le dice : “Hay un fusilado que vive”.
Cuentos de aparecidos, de reencarnados, de poseídos por el demonio, de mundos paralelos eran las lecturas de un Walsh premilitante que hasta el momento había trabajado en Hachette como corrector y traductor, además de compilador de la antología Diez cuentos policiales argentinos y de autor para la misma editorial con Variaciones en rojo, ambos en 1953. Un Walsh de 29 años con esposa y dos bebés que escribía para las revistas Leoplán y Vea y Lea, y que en general se sustentaba, como él mismo decía, con “cosas que hago para ganarme la vida y que llamo periodismo, aunque no es periodismo”. Un Walsh simpatizante del golpe contra Perón –seguía llamándolo “revolución” en la primera edición de Operación masacre– por su certeza de que “acababa de derrocarse un sistema que se burlaba de las libertades cívicas, que negaba el derecho de expresión, que fomentaba la obsecuencia por un lado y el desborde por el otro”. Pronto advertiría que los “revolucionarios” no eran mejores que el sistema que habían derrocado.
El secreto del cadalso. La primera y tal vez única reseña para la primera edición de esta antología fue precisamente en la revista Sur, mayo-junio de 1957. Allí, Alicia Jurado advierte que si nunca es fácil juzgar un libro ni ponerse de acuerdo con otros lectores sobre sus virtudes y defectos, “ninguna obra presenta a este respecto mayores dificultades que una antología”. De acuerdo. La reseña es elogiosa pero quizá por excesiva prudencia ante las tres autoridades que estarían leyéndola casi por sobre su hombro –Borges, Bioy y Silvina–, Jurado dictamina que se trata de “un libro entretenido y fácilmente legible” con “material para los gustos más diversos”, aunque también previene sobre cuentos “insípidos” o “dignos de ser omitidos”, sin mencionarlos.
No coincido en mis gustos con Jurado pero es cierto que la antología es despareja: en ella conviven relatos maravillosos –en ambos sentidos– como La puerta en el muro, de H.G. Wells; La zarpa de mono, de Jacobs, o El secreto del cadalso, de Villiers de L’Isle Adam –un cruel experimento sobre la capacidad de comprensión del cerebro de un hombre segundos después de ser decapitado– con cuentos moralizantes o de intención educativa, como Los tres staretzi, de Tolstoi; Historia completamente absurda, de Giovanni Papini, o el anónimo La casa encantada, entre aquellos basados en leyendas orientales o con pretensión de sabiduría y “moraleja”, de los cuales quizás el menos malo sea el bíblico La estatua de sal, de Leopoldo Lugones.
Por otra parte, la antología no presenta prólogo del compilador ni definición alguna del cuento “extraño”; sólo introducciones a cada texto y autor que, si bien suelen ser amenas, muchas veces carecen de referencias a las publicaciones de las que se extrajeron los originales, varios de ellos traducidos por el mismo Walsh.
Con todo, la mayoría es atrapante y hay hallazgos que hacen olvidar toda desprolijidad. En la ciudad de las grandes pruebas, de Rosa Chacel, española que vivió en Buenos Aires en los años 40, se cuenta el prodigio de una cabeza de mujer arrancada de su cuerpo pero mantenida con vida indefinidamente con descargas eléctricas, de modo que su cerebro inmortal funcione como sibila o profetisa capaz de conocer las respuestas a todas las preguntas en la medida en que fueran cerradas a un “sí o un “no”. También El caballito de madera, de D.H. Lawrence: la delicada y triste historia de un niño que acertaba en las carreras de caballos. O El enfermo, del ignoto J.F. Sullivan: alguien con el don o la desgracia de conocer el futuro de cualquier persona –incluso de sí mismo– pero sin poder hacer nada para cambiarlo, razona: “¿Cómo diablos puede estar tranquilo y vivir la vida un hombre afligido por el don de la profecía? ¿Le parece una ventaja prever todas las cosas desdichadas y horribles que le van a ocurrir a uno en varios años y aguardar y pensar continuamente en ellas hasta que ocurran?”.
Los fantasmas de un haunted Rodolfo Walsh nos estremecen desde las novecientas páginas de esta antología felizmente reeditada por Cuenco de Plata. Por la atmósfera, la temperatura o el clima general que los envuelve, el rótulo de “extraños” seguramente continuará siendo, a seis décadas de su primera edición, el más justo y apropiado para definir estos relatos escogidos por un hombre en el momento justo en que estaba por dar un giro definitivo en su trayecto vital, un derrotero que se cerraría veinte años más tarde con su propia muerte y la desaparición de su cuerpo. Después, el mito es el que seguirá vivo
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De PERFIL, 03/05/2014
Imagen: Celebracion. La magnífica edición de El Cuenco de Plata. | Foto: Cedoc Perfil
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