Pablo Cingolani
Un lugar salvaje! Tan santo y tan encantado…
Samuel Coleridge: Kubla Kan o una visión en un sueño
El kan de todos los desiertos e igual cantidad de estepas, conquistador de China y de medio mundo, el Gran Señor Gengis o Kublai Kan, tras cesar sus ardorosas guerras infinitas, ordena la construcción de un palacio único y majestuoso, “un milagro de raro diseño”, y cuya forja será sólo para estimular el placer humano. Será la cristalización del deseo absoluto, perfecto.
Más de dos siglos han pasado desde su magmático origen, y el poema de Coleridge sigue siendo uno de los más celebrados de la historia humana. “Tedy” Roosevelt, tras ejercer como el presidente del gran garrote yanqui, se aficionó a ir de cacería al Amazonas. Dicen (creo que lo leí en un libro de Bruce Chatwin), dicen que el gringo se enfermó de fiebres, ya cargado de años, en el medio de la selva, y mientras lo sacaban de allí en canoa, deliraba a viva voz y repetía como mantra y como orate: In Xanadu did Kubla Kan (En Xanadú, Kubla Kan)/A stately pleasure-dome decree (Decretó la construcción de un palacio de placer)/ Where Alph, the sacred river, ran… (Donde Alfeus, el río sagrado, corría…). Son las tres primeras líneas del poema de Coleridge. Es una imagen intensa, más allá del protagonista: tan intensa cómo morir a caballo arrastrado por las aguas de un río de la Patagonia.
Lo que es seguro es que la fama del escrito está anclada en la devoción por la naturaleza manifestada por el autor y como ésta se teje, se va tejiendo, con el anhelo del dichoso palacio, que si bien es una construcción humana, armoniza y se nutre del entorno, salvaje, santo y encantado como cité en el epígrafe. Si de adjetivar se trata, suena a gloria, ¿o no lo creen?
Así las cosas, el raro esplendor de la mansión mongola está urdido entre cuevas de hielo y gigantes cavernas, ríos subterráneos (como el mítico Alfeo de los griegos), mares también yacentes bajo tierra, “mares sin sol” dice el poeta, conjugados con valles con sol y cedros y arboles de incienso y bosques tan antiguos como las colinas, arroyos sinuosos, vida en suma.
El casi invierno en los Andes, estos días previos a los fríos mayores, me trae saudades de este poema inmortal. Por esta cuestión de abrirse y dejarse llevar por la poética de los lugares salvajes, santos y encantados, veo el palacio del kan, veo palacios por todos lados: son las montañas.
Ha vuelto la luz y sus efectos que lo maravillan todo. El primer descubrimiento del día, y cada día, es el sol, que se trepa por detrás de los cerros. La potencia infinita de la colosal estrella es tal y tan movilizadora que te quedas en silencio pero con la boca abierta, cuando de sólo una insinuación, de sólo saberla acechando, ves su reflejo, ves ese resplandor que crece y crece y quiere estallar y se irradia, llenando el espacio de una presencia aún ausencia pero ya dueña de todo.
Un hallazgo que te estremece hasta el fin es ver que algún rayo solar se cuele entre los pliegues y las cumbres de las montañas. Entonces sucede algo tan bello y sugestivo que cuesta no enloquecerse: en medio de las sombras, irrumpe la luz, como una lanza reveladora, y no hay imagen de redención, no hay imagen que no te redima y te inspire, más penetrante que ésta.
Luego, como decía el bueno y recordado de George Harrison: ahora viene el sol. Tras que todo entró en una especie de suspensión inquietante y beatífica, tras que sentiste que todo, todo, se detenía por un momento y que ese momento de epifanías podía ser eterno y de felicidad consecuente y de eléctrica alegría en tu piel; sabiendo del desenlace, te enciendes más, te sacudes más aún: sale el sol, comienza a salir el sol por encima del filo, de las peñas, del cuerpo y la cabeza de los cerros.
Y la salida del sol, esto lo sabe cualquiera y es comprobable, siempre será una fuente perpetua de dicha. Sensación de suprema alegría. Inyección de armonía y sobre todo: de justicia. Porque esto también se sabe, y esto lo sabe especialmente el pueblo, el pueblo que camina: el sol, mi hermano, el sol, mi hermana, el sol sale para todos, Y el sol de invierno, el sol andino por excelencia, es el sol más popular de todos, sol ancestral, sol de ayllu, y por eso es el más nuestro, es más para todos, sale más para todos.
Su Majestad El Sol. Su Majestad Las Montañas. Sube el sol, trepa a los cielos y va develando los lugares salvajes, santos y encantados: vas allí con la mirada, tus ojos te transportan, la radiación del sol, lo diáfano del ambiente, delimita de tal manera el cuerpo de las montañas que estas, en su granítica consistencia, te entran por las pupilas hasta tan adentro que se anclan en el fondo de tu ser y de allí, es improbable, que si ellas se instalan, alguien, algo, pueda jamás removerlas. Su Majestad El Sol, el sol real y el Real Sol de los Andes, es el conductor del milagro: es el gran dador, te brinda –sin pedirte nada a cambio- esta maravillosa circunstancia: que dejes que Su Majestad La Montaña se apodere de vos, que te habite y que no te abandone, que no te olvides.
Y la montaña es profética. En las montañas, está acumulada, guardada, atesorada, la memoria del cosmos. Cuando ni siquiera éramos un proyecto, cuando no existíamos ni siquiera como intención, ellas ya estaban ahí. Vieron a los cometas y a las estrellas fugaces desbarrancarse sobre sus lomos, estrellarse alucinadas contra sus cumbres. Ellas saben más que nadie de caos, de conmoción, de tragedia. Por eso, son portadoras de paz. Por eso, Su Majestad no sólo es Tranquila y Serenísima, sino que apaciguan, calman, extienden su mano de piedra sobre la humanidad para que soseguemos el ritmo, demoremos el instante feliz, aplaquemos frenesís virtuales, en suma: nos dejemos de joder con tanta huevada.
Así, la tierra. Donde las vizcachas. “La región ofrece un gran interés, ya que las vertientes han sido transformadas en erosiones fantásticas, como habíamos visto en Lircay, cerca de Ayacucho, en Yanahuara, en el camino al Cuzco, en Ollantaytambo. No he encontrado nunca, en mi largo viaje, pendientes tan abruptas como al sureste de La Paz, y es curioso ver a las pequeñas mulas criollas escalando caminos por los que el hombre avanza con gran trabajo”. Así describía el viajero francés Charles Wiener el lugar desde donde escribo. Él lo recorrió en mayo de 1877. Aún la fascinación no se ha ausentado: sigue amparándose en rincones, en oquedades, en rumbos, que están allí, lejos de la carretera que ha reemplazado la travesía de mulas, benditos burros de dios.
Esas pendientes abruptas y erosionadas son lo que hoy los geólogos llaman badlands, “tierras malas”, y en su mutación permanente –son montañas que caminan, que se estiran en su búsqueda incesante de llegar al mar: es la cordillera que se lima sola; es la precordillera que se va licuando, rastros de un tiempo ido, cenizas congeladas…-, son la constatación visible y recreada del poema: el palacio de la naturaleza y el palacio del deseo espejean y se cortejan y no hay nada que lo desmienta. Coleridge Vive.
Un final propio de película: “De pronto el río se lanzó en una vertiginosa carrera cerro arriba, se estaba moviendo por las laderas del Laikakota, a Melgarejo se le metió esa agua horrenda por la boca, lo atacaron unas nauseas violentas. Vio a lo lejos la Muela del Diablo, esa extraña roca que había observado tantas veces desde su nueva residencia. De pronto se dio cuenta de que la catástrofe venía, el río se dirigía a chocar inexorablemente contra la Muela del Diablo, nada impediría esa colisión, la mole se hacía cada vez más visible y cercana…”, anotó el chileno Bartolomé Leal en su novela Morir en La Paz. Intenso el escrito, intensísima la profecía. Un apocalipsis digno de tanta belleza, de tanta pasión hecha cerro, a la medida de nuestros corazones pero sobre todo, a la medida y en ofrenda a Su Majestad. Su Majestad La Montaña.
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