Friday, May 4, 2018

El desafío de llevar la literatura al cine


ALEJANDRO LINGENTI

Hay una característica central en la literatura de Juan José Saer, derivada de la enorme capacidad de percepción que tenía el escritor santafesino fallecido en 2005 y también del talento para transformarla en pura potencia poética: la observación minuciosa, obsesiva de cualquier hecho, fenómeno o paisaje y su personal traducción, toda una marca de estilo. Beatriz Sarlo, una de las más renombradas especialistas en la obra de Saer, lo explica inmejorablemente en un artículo publicado no hace mucho en este mismo diario: "Saer observa el paisaje, las variaciones de la luz, los reflejos, los movimientos, y la precisión sensible de esas descripciones es una de sus cualidades originales e inconfundibles. Podría decirse: cuenta historias para tener la oportunidad de describir, cambiando de ese modo la relación acostumbrada entre lo que se narra y los lugares donde eso transcurre. No hay otro escritor así en la literatura argentina, nadie que haya narrado el temblor de las hojas, la caída del agua, el avance de la noche en un patio cervecero. Tuvo el sentido de lo concreto. La novedad de sus relatos tiene que ver con este lugar insólito de la descripción y, naturalmente, con la capacidad perceptiva, inigualable. O, para decirlo de otro modo: Saer describe los movimientos de sus personajes y narra lo que, en una literatura menos singular, serían las descripciones. Describe la acción y narra la percepción".

Llevar al cine un relato de Saer exige, entonces, estar a la altura de esas extraordinarias capacidades. Lo hicieron bien Nicolás Sarquís, con Palo y hueso en 1968, y Raúl Beceyro, con Nadie nada nunca en 1988. Y ahora se ha sumado Gustavo Fontán, con una versión personal y ensoñadora de El limonero real, que se estrenó el jueves. "Leí la novela en mi época de estudiante de Letras, hace treinta años -cuenta el director-. Fue una experiencia increíble, como una epifanía. Muchos años después conocí el río Paraná, lo navegué en un pequeño bote. Esa inmensidad aparentemente serena, esa quietud amenazante produjeron un efecto extraño. En ese silencio de un amanecer sentí que el tiempo se curvaba a hacia un pasado de lecturas y un futuro de cine. El contacto con ese lugar del mundo, con el río, con esa luz, con las islas y sus habitantes resignificaron en mí las lecturas de Juan L. Ortiz, Hugo Gola, Arnaldo Calveyra y Saer. Producto de ello son las tres películas del ciclo del río: La orilla que se abisma, El rostro El limonero real. En esta última traté de reflejar un universo literario particular contenido en una novela específica, con todos los riesgos que eso implica. Es a partir del texto, sí, pero con un recorte posible y con la convicción de llevar adelante una creación nueva que se apoye en sus propias decisiones. Es un acto de doble signo: amoroso -el amor a un texto, el reconocimiento que esa marca dejo en mí- y violento -la película, para ser, debe olvidarse del texto del que ha nacido-."

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De LA NACIÓN, 04/09/2016


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