ALEJANDRO LINGENTI
Hay una
característica central en la literatura de Juan José Saer, derivada de la
enorme capacidad de percepción que tenía el escritor santafesino fallecido en
2005 y también del talento para transformarla en pura potencia poética: la
observación minuciosa, obsesiva de cualquier hecho, fenómeno o paisaje y su
personal traducción, toda una marca de estilo. Beatriz Sarlo, una de las más
renombradas especialistas en la obra de Saer, lo explica inmejorablemente en un
artículo publicado no hace mucho en este mismo diario: "Saer observa el
paisaje, las variaciones de la luz, los reflejos, los movimientos, y la
precisión sensible de esas descripciones es una de sus cualidades originales e
inconfundibles. Podría decirse: cuenta historias para tener la oportunidad de describir,
cambiando de ese modo la relación acostumbrada entre lo que se narra y los
lugares donde eso transcurre. No hay otro escritor así en la literatura
argentina, nadie que haya narrado el temblor de las hojas, la caída del agua,
el avance de la noche en un patio cervecero. Tuvo el sentido de lo concreto. La
novedad de sus relatos tiene que ver con este lugar insólito de la descripción
y, naturalmente, con la capacidad perceptiva, inigualable. O, para decirlo de
otro modo: Saer describe los movimientos de sus personajes y narra lo que, en
una literatura menos singular, serían las descripciones. Describe la
acción y narra la percepción".
Llevar al cine un
relato de Saer exige, entonces, estar a la altura de esas extraordinarias
capacidades. Lo hicieron bien Nicolás Sarquís, con Palo y hueso en
1968, y Raúl Beceyro, con Nadie nada nunca en 1988. Y ahora se
ha sumado Gustavo Fontán, con una versión personal y ensoñadora de El
limonero real, que se estrenó el jueves. "Leí la novela en mi época de
estudiante de Letras, hace treinta años -cuenta el director-. Fue una
experiencia increíble, como una epifanía. Muchos años después conocí el río
Paraná, lo navegué en un pequeño bote. Esa inmensidad aparentemente serena, esa
quietud amenazante produjeron un efecto extraño. En ese silencio de un amanecer
sentí que el tiempo se curvaba a hacia un pasado de lecturas y un futuro de
cine. El contacto con ese lugar del mundo, con el río, con esa luz, con las
islas y sus habitantes resignificaron en mí las lecturas de Juan L. Ortiz, Hugo
Gola, Arnaldo Calveyra y Saer. Producto de ello son las tres películas del
ciclo del río: La orilla que se abisma, El rostro y El
limonero real. En esta última traté de reflejar un universo literario
particular contenido en una novela específica, con todos los riesgos que eso
implica. Es a partir del texto, sí, pero con un recorte posible y con la
convicción de llevar adelante una creación nueva que se apoye en sus propias
decisiones. Es un acto de doble signo: amoroso -el amor a un texto, el
reconocimiento que esa marca dejo en mí- y violento -la película, para ser,
debe olvidarse del texto del que ha nacido-."
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De LA NACIÓN,
04/09/2016
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