ALMA GUILLERMOPRIETO
Estoy de vuelta
en El Salvador por primera vez en treinta años, y no reconozco nada. Tersas
autopistas van del aeropuerto a San Salvador, la capital, y a lo largo del
trecho de dunas que separa la autopista del océano Pacífico hay puestos
animados donde los clientes se estacionan para comprar cocos y comida típica
incluso a estas altas horas. Pero lo que yo recuerdo es una carretera de doble
carril llena de baches, un sol inclemente que resaltaba cada detalle en la piel
tiesa de los cadáveres, un hoyo en el suelo arenoso, la infamante noticia de
que cuatro mujeres estadounidenses, tres de ellas monjas, acababan de ser
desenterradas de ese agujero poco profundo.
“¿Hay algún
monumento o algún letrero que señale dónde fueron asesinadas las cuatro
americanas durante la guerra?”, le pregunto al conductor de la camioneta del
hotel.
“Sí, allá en la
universidad, en la UCA, donde murieron.”
“No, esos fueron
los seis sacerdotes jesuitas, años después, en San Salvador. Me refiero a las
monjas, aquí, en 1980.”
“Ah”, me responde.
“De eso no me acuerdo.”
Aquel
acontecimiento –la violación y el asesinato de cuatro religiosas que iban
camino del aeropuerto a la ciudad– fue, sin duda, inolvidable para personas
como Robert White, embajador de Estados Unidos en El Salvador durante el último
año de la administración Carter. En el entierro al día siguiente, White, con el
rostro demudado, parecía un blanco en potencia más de la facinerosa junta
golpista de derecha que estaba en el poder. Ya había sido asesinado, meses
atrás, el heroico arzobispo de San Salvador, Óscar Arnulfo Romero –para gran
regocijo de la clase gobernante, que solía llamarlo “Belcebú”. Semanas después
de su asesinato, orquestado en las trastiendas más oscuras del régimen por el
infame ideólogo Roberto D’Aubuisson, el gobierno de Reagan lanzó su
intervención militar en El Salvador y dedicó miles de millones de dólares a la
lucha contra los grupos guerrilleros marxistas agrupados bajo las siglas del
Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN).
Cuando terminó en
1992, la guerra de doce años había acumulado unos 70,000 muertos, pero esa
guerra comenzó aún antes de que nacieran más de la mitad de los salvadoreños
que viven hoy. ¿Por qué habría de recordarla un joven conductor? Y, sin
embargo, El Salvador de hoy –infestado por una violencia peor que la de
cualquier momento desde los primeros años de la guerra, inseparablemente
vinculado a Estados Unidos por un fenómeno migrante que comenzó durante el
conflicto, asediado siempre por la memoria del asesino Roberto D’Aubuisson,
quien más tarde fundaría el partido que gobernó su país ininterrumpidamente
hasta las más recientes elecciones de 2009– es inconcebible sin los años
sangrientos de la guerra.
A los
salvadoreños les gusta decir que si plancharan el país sería bien grande. Pero
es pequeñito y arrugado; la lava de volcanes que se extinguieron hace milenios
surca y ondula el paisaje de un lado y otro. San Salvador se encuentra en un
valle al pie de un volcán y, puestos a adivinar, arriesgaríamos que hoy tiene tantos
centros comerciales como, digamos, Fort Lauderdale, y también plazas y
glorietas, y barrios tranquilos con guardias de seguridad en cada esquina. Es
muy verde, e incluso los cinturones de miseria que se enredan por las colinas
en las afueras de la ciudad resultan exuberantes para quienes están
acostumbrados a tipos más urbanos de pobreza.
Justo al lado del
volcán de San Salvador se encuentra el municipio de Mejicanos, famoso por su
combatividad durante la guerra. Una calle larga y angosta sube desde su mercado
y luego tuerce hacia abajo y desciende por los flancos de un estrecho cañón. Si
uno sigue esa calle conforme se hunde en la zona, puede ver que entre las
sombras de la vegetación hay también manchas de casas hechizas. Aquí y allá, un
grupo de hombres flacos se apiña alrededor de lo que podría ser una pipa de
crack, pero fuera de eso, la calle está vacía y silenciosa.
Tanto el barrio
como la calle se llaman Montreal, y ambos gozan de mala fama. El año pasado le
prendieron fuego a un autobús del transporte público que hacía su ruta hacia el
centro de Mejicanos cuando llegaba al mercado. Diecisiete personas murieron
quemadas, entre ellas una niña de un año y medio. Al menos unos cuantos de
entre los muertos eran supuestamente integrantes de alguna mara,
pandillas feroces con las que El Salvador contribuye al tráfico de drogas y al
universo del crimen transnacional en el que este se desarrolla. Hijos de la
guerra y de Estados Unidos en más de un sentido, los mareros –los
miembros de las pandillas– son los responsables de la mayor parte de la
desgarradora violencia actual. Hace unos veinte años comenzaron a atraer la
atención pública, cuando lo que había sido un rabioso conflicto abierto fue
transformándose en un amenaza cada vez más grande y omnipresente.
En aquel momento,
Marisa D’Aubuisson de Martínez, hermana de Roberto D’Aubuisson, decidió crear
un proyecto para las mujeres de los mercados y sus hijos pequeños en un barrio
como Mejicanos. La enérgica personalidad de Marisa y su risotada fácil contrastan
con la personalidad hipnótica y fatua de su hermano, lo mismo que con su
política: ella es una activista católica de toda la vida, seguidora del
valiente obispo al que su hermano asesinó. Roberto, que moriría de cáncer de
garganta en 1992, entró a la política electoral en la década de 1980. En esos
últimos años de la guerra, Marisa también cambió: se alejó de sus sueños
utópicos de cambiar el mundo y se concentró entonces en proyectos más
asequibles. Hablé con ella un día en la sencilla y soleada oficina en la que
trabaja.
“En aquel
entonces, la ayuda internacional llegaba sobre todo a los macroproyectos, pero
yo comencé a impulsar algo muy pequeño”, me dijo. Con dinero internacional,
Marisa fundó una organización llamada Centros Infantiles de Desarrollo (CINDE)
cuya finalidad es proporcionar guarderías a bebés y niños pequeños, sobre todo
a los hijos de las mujeres que trabajan como vendedoras en los mercados. Ahora
existen tres centros, incluido uno en Mejicanos, a los que más tarde se
añadirían instalaciones para preescolar y jardín de niños.[1] Hace unos cuantos años, CINDE creó un
programa conocido como “reforzamiento escolar”, en el que niños mayores pueden
hacer su tarea en ambientes seguros y bajo la orientación de un adulto. Uno de
estos centros está en Montreal, y es uno de los pocos lugares en los que
personas ajenas al barrio pueden sentirse bienvenidas y a salvo de las maras.
El centro extraescolar
consiste tan solo en un hangar abierto conectado a dos cuartos de bloques
prefabricados de concreto que rara vez se utilizan, porque se calientan como un
horno. Llegué al centro una tarde más bien fresca y venteada. Los niños estaban
disfrutando de un alborotado recreo, pero cuando el maestro encargado dio un
silbatazo, regresaron de inmediato a sus mesas de trabajo al aire libre y se
concentraron en su tarea casi con voracidad. Todos, desde los maestros hasta
los encargados voluntarios, se ocupaban de su trabajo con una concentración
casi febril. Interrumpí la tarea de las niñas más grandes –que tenían
ambiciosos nombres en inglés, como Jennifer y Natalie– para preguntarle a una
si iba ahí a aprender o a divertirse, y me respondió al instante, muy seria:
“aprendo y me divierto”. Sus calificaciones habían pasado de cincos y seises el
año anterior a un promedio constante de nueve, pero seguía batallando, me dijo,
con su materia menos favorita: matemáticas.
Quizás el
entusiasmo general se debiera a la condición de último chance que tiene el
centro mismo. Durante el recreo estuve observando a una jovencita lindísima que
pateaba una pelota de futbol con sus compañeros como si fuese aún una niña,
pero ya era alta para su edad, y púber, y me invadió una especie de terror por
ella, pues había escuchado una y otra vez que los mareros acostumbran obligar a
las adolescentes que viven en sus zonas de control al trabajo sexual, una labor
que a menudo comienza con una violación colectiva.[2]En el día de “visita íntima” –que en toda América
Latina es nominalmente el día en que a las esposas se les permite privacidad
con sus esposos o compañeros de vida encarcelados– una adolescente ya mayor
podrá ser enviada como “esposa” a las prisiones donde los miembros de las
pandillas están cumpliendo condena. Nadie sabe exactamente qué tan a menudo hay
“visita íntima” en las prisiones salvadoreñas; como me dijo un amigo,
cualquiera que obtenga acceso a alguna de las cárceles más infames puede
acceder también a los cuartos de visita íntima. En los barrios mareros los
padres de familia, desesperados por mantener a sus hijas alejadas de cualquier
tipo de contacto con las maras, intentan muchas veces enviarlas al campo a que
se críen con sus familiares, pero no todo el mundo tiene primos o familia en el
campo, y el barrio de Montreal y sus peligros eran la circunstancia inevitable
de esta niña.
Como lo es para
los niños. “Tenemos un chico que siempre viene aquí y que es increíblemente
listo, realmente muy especial”, me dijo uno de los maestros en voz baja. “Pero
está a un paso de irse con las maras. ¡Es tan jovencito! Un muchachito apenas.
Hemos hablado con él, porque aquí tratamos de no minimizar la realidad, pero él
está que se va. No vamos a poder retenerlo.”
De regreso de
Montreal, en el mercado de Mejicanos, descubrí algunas de las recompensas más
inmediatas a disposición de un adolescente que se une a las maras. Las mujeres
del mercado, que no tienen absolutamente ningún problema con las matemáticas,
me explicaron su vida en números: le pagan a la municipalidad una renta de 35
centavos diarios por cada metro y medio lineal que ocupen sus puestos.[3] Gastan 50 centavos en tarifas de autobús de
ida y vuelta, multiplicados por el número de niños en edad escolar. Cuatro
dólares de producto comprado al mayoreo, más tres dólares para transportar la
mercancía a sus puestos. Las ganancias de un día, menos los cuatro dólares de
las compras del día siguiente, menos las tarifas de autobuses y taxis, deja
unos tres dólares –cuatro en días buenos– para comprar comida para la familia.
Y luego está “la
renta”: la cuota de extorsión diaria que cobran los mareros; pero nadie quiso
darme esas cifras. Tampoco quedó claro si la renta del mercado la cobran
miembros de la Mara Salvatrucha –también conocida como MS-13– o del grupo rival
cada vez más poderoso, el Barrio 18. Varios menores pertenecientes al Barrio 18
fueron juzgados y sentenciados por prender fuego al autobús en el que murieron
diecisiete personas, pero de la gente con la que hablé nadie, ni siquiera los
maestros del centro preescolar del CINDE, quiso hablar sobre el incidente.
Una tarde charlé
con una mujer particularmente vivaz –llamémosla María–. Me estaba contando del
cinde, y de cómo el programa de microcréditos que gestiona le había cambiado la
vida, ya que ahora tenía un carretón para acarrear sus mercancías de un lado a
otro, cuando dos chicos que rozaban, cuando mucho, los quince años llegaron a
su puesto. María paró la conversación en seco mientras los niños elegían
algunas de sus mercancías y se marchaban sin que dinero alguno pasara de manos.
Los ojos de María relampaguearon de miedo cuando le pregunté si los mareros la
estaban renteando (extorsionando). “Casi no, casi no”,
susurró, mirándome, como suplicante. “No me piden dinero. Todavía no. Solo...
regalitos.”
“Nosotros no
renteamos”, tronó José Cruz, como si lo anunciara al mundo. “Eso es un invento
de la prensa.” José tiene una voz sensacional de declamador, ojos achinados
sobre altos pómulos, un rostro limpio de los tatuajes que son la marca de los
mareros, un cuerpo ágil y unos gestos fantásticamente autoritarios. “¿Cómo
está?”, vociferó al entrar al cuarto de visitas de la cárcel, extendiendo la
mano esposada, y desde ese momento no dejó de arengarme. Después de nuestra
conversación, un guardia de la prisión se me acercó y, mientras uno de sus
compañeros vigilaba, me susurró que, en tanto líder de la pandilla Barrio 18,
Cruz era la autoridad de facto del penal. Era Cruz, me dijo el guardia, quien
decidía quién da entrevistas a la prensa (las daba él), a qué guardias se les
permitía el acceso al área de celdas, donde entre 40 y 45 prisioneros son
confinados cada noche en celdas de seis por seis metros, y quién recibía
castigo.
Cruz tenía metas
muy definidas: a sus veintinueve años ya había cumplido siete de su sentencia
de homicidio, le quedaban quince y quería salir a tiempo y vivo. “Soy un preso
rehabilitable”, me informó. No se alteraba. De noche, según escuché, se
retiraba temprano (supuse que tendría aposentos más grandes que la mayoría) y
dormía plácidamente. Después de nuestra conversación, me dijeron que en
realidad, bajo el paliacate amarrado en la cabeza que usan los miembros
encarcelados de las pandillas, sí llevaba tatuajes: dos ojos dibujados en la
nuca, que permiten –no sería él el único en creerlo– que no pierda nunca de
vista a sus enemigos. Cruz ya me había presumido sus numerosas entrevistas a
cargo de periodistas franceses, holandeses, alemanes, estadounidenses, del
mundo entero, y ahora intentaba engancharme en su retórica –somos víctimas de
la sociedad, los ricos se vuelven más ricos y los pobres más pobres–, pero nada
de lo que dijo resultó tan sugestivo como su presencia física y la información
que me dio el guardia en un susurro, a pesar de que no era ningún secreto fuera
de la cárcel: que las golpizas y las ejecuciones por apuñalamiento eran un
hecho cotidiano en el penal de Quezaltepeque.
A diferencia de
la mujer del mercado en Mejicanos, el guardia no tenía ninguna razón en
particular para no hablar: todo el mundo sabe que el sistema penitenciario está
en bancarrota, y que es imposible controlar un sistema de detenciones en que
los presos –casi la mitad de ellos asesinos acusados o convictos– están
amontonados en celdas cual ganado industrial. En El Salvador hay 65 homicidios
por cada 100,000 habitantes, más del triple del índice actual en México y un
número significativamente más alto que la cifra anual de muertes durante la
segunda mitad de la guerra. De un total de 25,000 personas encarceladas, un
tercio nunca han sido sentenciadas. El hacinamiento es tan extremo que el
sistema penitenciario se negó este año a recibir más presos. Los acusados van
ahora a jaulas de detención de la policía pero, dado el índice delictivo y el
número de arrestos, las jaulas se han saturado con igual rapidez.[4]
Ha habido motines
y también huelgas pacíficas de presos que exigen mejoras en las condiciones,
pero los huelguistas no están en la lista de prioridades de nadie. La suya es
solo una de las muchas catástrofes de El Salvador, donde, veinte años después
de la guerra que supuestamente salvaría al país –del capitalismo o del
comunismo, dependiendo del bando en que uno estuviera–, hay medio millón de hogares
uniparentales, como se dice, intentando criar a sus hijos en medio de la
inseguridad. (La inmensa mayoría de estos hogares está a cargo de mujeres.) El
gobierno está en bancarrota, el índice de pobreza es del 38%, y la economía,
que se levantó ligeramente de un índice de crecimiento negativo de -2% en 2008
solo gracias al aumento en el precio del café, parece estancada.
Sería fácil
echarle la culpa de este desastre social y económico exclusivamente al partido
fundado por Roberto D’Aubuisson –la Alianza Republicana Nacionalista, o arena,
por sus siglas– que, una vez firmados los acuerdos de paz en 1992, gobernó el
país durante veinte años con un interés evidente, si no es que obsesivo, en el
bienestar de los ricos. (En 2009, Mauricio Funes, el candidato del partido
fundado por las antiguas guerrillas, el Frente Farabundo Martí para la
Liberación Nacional, o FMLN, ganó la presidencia.) Pero también hay que
considerar el hecho descomunal de la guerra misma: las carreteras y demás
infraestructuras destruidas, el colapso de la sociedad rural, el surgimiento de
cinturones de miseria poblados por campesinos que huían de aquellas áreas
remotas del país que fueron el escenario principal de la guerra, la práctica
sistemática de la inmisericordia, el aumento drástico de familias
monoparentales, la pérdida de una élite educada, el inmenso arsenal de armas
que sobraron, al que nadie dio seguimiento. Y, no obstante, nada de esto
explica de manera completa o satisfactoria la proliferación de los mareros,
cuyo número según los cálculos ronda los 25,000, más otros 9,000 en prisión.
El fenómeno
comenzó en Los Ángeles, con los hijos de los inmigrantes que habían huido de la
guerra en El Salvador. Fueron niños con padres a los que nadie respetaba.
Padecieron el bombardeo de comerciales para productos que no tenían esperanza
alguna de poder adquirir. Se criaron en barrios peligrosos y heredaron enemigos
y guerras pandilleras ajenas. Entre los salvadoreños de segunda generación de
Los Ángeles, un número significativo acabó creando sus propios grupos para
confrontar a las pandillas mexicanas y afroamericanas en cuyos barrios se
habían asentado sus padres. De los dos grupos que controlan actualmente casi
todos los barrios pobres de El Salvador, la pandilla Barrio 18 toma su nombre de
la pandilla de la Calle 18 en Los Ángeles, cuyos integrantes suman miles. En
cuanto a la Mara Salvatrucha, con la que arrancó el fenómeno, la única parte de
su nombre en la que todo el mundo se pone de acuerdo es que “Salva” es un
apócope de “salvadoreño”.
Conforme la
política de inmigración de Estados Unidos se ha ido concentrando en deportar al
mayor número posible de migrantes indocumentados, sin importar su situación, un
altísimo número de deportados salvadoreños, algunos de ellos educados en
Estados Unidos y que apenas hablan español, se han encontrado de buenas a
primeras de regreso en su país de nacimiento. Algunos de ellos, repatriados
involuntarios, son mareros que, o bien acaban integrándose a la mara de su
barrio, o bien tratan de escabullirse de vuelta a casa (es decir, a Estados
Unidos) sumándose así a la ruta migrante que atraviesa México y que utilizan
cada año cientos de miles de inmigrantes potenciales a Estados Unidos. En el
camino, los mareros suelen ser reclutados por los narcotraficantes mexicanos,
que han desarrollado ramas altamente rentables de trata de blancas,
prostitución infantil y extorsión a migrantes. Los asaltos, los robos y las
violaciones son ahora un aspecto casi rutinario de la travesía migratoria por
México.
Los viajeros más
desafortunados son secuestrados en México y retenidos a cambio de un rescate,
normalmente de entre 500 y 2,000 dólares. Si sus familiares no logran conseguir
el dinero rápidamente, la víctima del secuestro muere asesinada. De acuerdo con
la Comisión Nacional de los Derechos Humanos de México, 11,000 migrantes fueron
secuestrados durante los seis primeros meses de 2010. No existen estadísticas
del número total de muertos, pero sabemos que en agosto de 2010 72 migrantes
fueron secuestrados y asesinados en un solo incidente. Seis meses después,
otros 195 cuerpos fueron desenterrados en el mismo municipio. Entre los
asesinos, y también, quizás, entre los asesinados, probablemente había mareros.
Howard Cotto,
subdirector de investigaciones para la Policía Nacional Civil de El Salvador,
ha estudiado las maras durante años. Cotto es el producto fino y articulado de
los acuerdos de paz firmados entre el gobierno de arena y las guerrillas del
FMLN en tiempos de la guerra, que incluyeron, según mandato de la ONU, una
reestructuración de los antiguos cuerpos policiales asesinos; se transformaron
en una sola fuerza que integró y entrenó a miembros de los dos bandos de la
guerra. Otro comandante de la policía, Jaime Granados, me dijo, riendo, que la
resultante Policía Nacional Civil es como el hijo feo que nadie quiere, en gran
medida debido a sus esfuerzos por mantener la neutralidad. “Somos una buena
policía, muy buena”, me dijo. “Pero nadie está de nuestro lado.” La policía
carece de recursos y de equipo (solo hay un experto forense para todo el país)
y la corrupción se está volviendo endémica nuevamente, pero quedan reductos
importantes de eficacia y profesionalismo, y los diplomas y certificados
internacionales que se alinean en la pared de la oficina de Howard Cotto –uno
de ellos del FBI– dan señal del prestigio del comandante.
Cotto calcula que
en los barrios los que apoyan a las pandillas suman quizás unas 80,000 o 90,000
personas, lo cual, si se añade el número de mareros en activo o encarcelados,
representa cerca del 1.5% de la población del país. Si bien en el narcotráfico
salvadoreño las maras se ocupan del narcomenudeo, Cotto no atribuye su
crecimiento a la bonanza del narcotráfico en Centroamérica, a pesar de que la
región se ha convertido en el principal corredor para transportar drogas
sudamericanas hacia América del Norte. “Las pandillas son claramente parte del
crimen organizado, como lo son los traficantes de drogas y armas y autos
robados y demás”, me dijo Cotto una mañana en su oficina amueblada discretamente.
“Pero los traficantes construyen organizaciones jerárquicas alrededor de
intereses específicos –trata de blancas, contrabando, drogas– y atraen a la
gente apoyados en ese [negocio]. Las pandillas hacen lo contrario: reclutan
desde abajo.”
Las pandillas
distribuyen drogas en el barrio al tiempo que se presentan a sí mismas como sus
defensoras, dijo Cotto:
Pero en realidad,
no defienden al barrio; lo aterrorizan. El barrio es el territorio donde
extorsionan, distribuyen drogas, matan y hacen dinero. Sin embargo, no viven
con grandes lujos; no son narcos. Sus orígenes están en la comunidad y lo que
temen más que a la muerte misma es perder su autoridad ahí, porque en el
momento en que la pierdan están muertos. Pero es una excelente manera de vivir
cómodamente y repartir dinero entre una cantidad de gente; su fuerza radica en
no romper esa cadena de distribución del dinero. Así es como les pueden decir
[a sus subordinados]: “pelea por mí”.
Cotto charlaba
tranquilamente bajo la ráfaga helada del aire acondicionado. “La vida [de un
marero] es muy corta”, continuó:
En seguida les
cae una sentencia de treinta años. Pero ellos piensan que en este país hay de
dos: puedes ser un loser y seguir estudiando, y ya veremos si
puedes encontrar un trabajo cuando te gradúes, o puedes tener catorce o
diecisiete años y ser el big man del barrio. Puedes mandar,
encargarte de la distribución de la droga. No tienes que mostrarles respeto a
tus mayores; serás el que le pueda decir al vecino: “te me vas de este barrio
ahora mismo”, y te instalas a vivir en su casa. Podrás decirle a la chica que
te gusta y a la que no le gustas, “¿sabes qué?, te guste o no, vas a ser mía, o
de cualquier otro que yo decida”.
A estas alturas
Cotto ha visto muchos cadáveres: decapitados, desmembrados, quemados. (Se dice
que lo primero que debe hacer un marero, sin importar cuán joven sea, es matar
arbitrariamente a alguien. Después de eso, están listos para ser
reprogramados.) Pero la escena de homicidio más perturbadora a la que ha llegado
nunca fue en un bastión mara, en una de las casas colectivas que los muchachos
llaman casa destroyer. “Me quedé frío”, dice. “Entramos a la casa y
ahí estaban todos los chicos, en círculo. Y ahí estaba la persona muerta.
Llevaba muerto varias horas, pero no se habían [deshecho de él]. Sencillamente
se habían sentado alrededor del cadáver, y estaban platicando y pasando el rato
como si nada.”
Alexis Ramírez,
que se unió a las maras cuando tenía quince años, no parece capaz de matar
despiadadamente, aunque está cumpliendo 50 años por homicidio, de los que le
faltan 48. Tiene la piel morena, labios gruesos que parecen esculpidos, grandes
ojos negros y luce mucho menor de sus 29 años. Le pregunté si cuando estaba
libre no había sido peligroso para él caminar por la calle cubierto de
tatuajes, y me sonrió de lado. “Si sabes cómo caminar, no es peligroso. De
esquina a esquina... así es como me he recorrido todito El Salvador.” Y se
bamboleó ligeramente, en un movimiento entre cohibido y seductor que me dejó ver
cómo, efectivamente, pudo haber logrado esquivar muchos obstáculos agachándose
y sonriendo.
El Salvador: El
violento paisaje de las maras 5
Venía de buena
familia, me dijo; su padre, creyente evangélico, “estuvo siempre participando
en los asuntos de la iglesia”, mientras que su madre “hace aproximadamente
quince años que persevera en las cosas de Dios”. Sus hermanos trabajan en una
carpintería. Su suegro recién había logrado sacar ilegalmente a la esposa de
Alexis fuera del país, probablemente para alejarla de su influencia, y la
pareja ya perdió la custodia de sus dos hijos –de cinco y nueve años–, que se
encuentran a cargo de sus abuelos.
Alexis todavía
estaba en la escuela cuando decidió unirse a las maras. “Vi los tatuajes [de
los mareros de su barrio]. Vi cómo se portaban entre ellos”, dijo. “En mi
barrio no le robaban a la gente; la cuidaban. Eso me gustaba.”
Su vida, le
comenté, era bastante desesperanzadora. ¿No se arrepentía de haberse unido a
las maras?
“Cuando elegimos
ser lo que somos”, me contestó, “sabíamos que no había vuelta atrás”. Intenté,
sin éxito, descifrar si ese bamboleo entre tímido y cool era
el remanente sincero de lo que alguna vez fue una persona entera y amable, o el
truco engañoso que un asesino despiadado guardaba entre su colección de armas.
José Eduardo
Villalta, de veinticuatro años, tiene la palabra “dieciocho”, de “Barrio 18”,
tatuada en francés e inglés en sus brazos y dedos, y en números romanos y
varios otros códigos en todos los demás lugares donde cabe un tatuaje. No es
encantador, pero en el curso de nuestra conversación salió a relucir que era
originario del campo, y que su madre lo visita con regularidad. Le pedí que
describiera cómo se prepara una milpa, y conforme repasaba ese ritual
–desmonte, quema de maleza, siembra, deshierbe– tuve la visión momentánea de un
joven respirando aire libre. Aún le queda la mayor parte de una sentencia de 50
años por delante, y le pregunté si eso no le resultaba deprimente.
“No”, me dijo sin
titubear. “Aquí yo me siento bien. Esta es mi casa.” ~
© The
New York Review of Books,12 de octubre de 2011.
The
Investigative Fund de The Nation Institute proporcionó apoyo para la
investigación que precedió a este artículo.
Traducción de Marianela Santoveña
[1] Este
año, las guarderías fueron canceladas por falta de recursos, y solo quedaron
los programas de jardín de niños y preescolar.
[2] Un
recuento espeluznante de una de estas violaciones fue publicado en julio de
2011 por el notable diario electrónico salvadoreño El Faro. Véase
Roberto Valencia, “Yo violada”, disponible en
www.salanegra.elfaro.net/es/201107/cronicas/4922/.
[4] Poco
después de mi visita, el director del sistema penitenciario despidió y
reemplazó a todos los custodios de la prisión de Quezaltepeque.
_____
De LETRAS LIBRES,
09/04/2012
No comments:
Post a Comment