CLAUDIO H.
VARGAS
I dig a hole and shine my flashlight into the hole
Philip Roth,
comentando la intención de su obra
En Manhattan, a
los 85 años, el pasado martes falleció Philip Roth. Con él desaparece no sólo
uno de los autores realmente imprescindibles de nuestro tiempo, sino también
una de las formas más fecundas y vitales de entender y vivir la literatura como
un arte que es vida y que, en consecuencia exige un compromiso total y absoluto
en su quehacer.
Hablar de Roth es
hablar, antes que cualquier otra cosa, de una vida entregada a la literatura y
de una literatura inmersa totalmente en la vida. En sus propias palabras: “El
arte es vida también… La soledad es vida, la meditación es vida, el fingimiento
es vida, la suposición es vida, la contemplación es vida, el lenguaje es vida”.
Y de todo esto, y
de mucho más, se nutre la obra de Roth.
Roth fue, quizá,
el escritor que, a partir de la segunda mitad del siglo pasado, exploró con más
fervor, imaginación y rigor y fortuna literaria las múltiples profundidades,
paradojas y contrasentidos morales, sexuales, sociales, políticos, culturales,
familiares e históricos del ser norteamericano y, por implicación, de lo que,
en ese universo tan peculiar, significa, como escribió Charles McGrath, “ser
americano, judío, escritor, hombre”, a lo que podría añadirse la experiencia
misma de ser Philip Roth… o, simultáneamente, Nathan Zuckerman.
De esta un tanto
desmesurada ambición artística dan cuenta los 31 libros que escribió -27 de
narrativa, dos de memorias y dos más en que reúnen ensayos, artículos y
entrevistas- a lo largo de poco más de seis décadas (Goodbye Columbus,
su primer libro, es de 1959, el último, Némesis, de 2010).
Lo inusual en su
caso no fue la abundancia de títulos, sino, por un lado, el alto nivel
literario que distingue a cada uno de ellos, alcanzando en no pocas ocasiones
genuinas obras maestras -pienso en El lamento de Portnoy (1969), La
visita al maestro (1979), Zuckerman encadenado (1981), La
contravida (1986), Pastoral americana (1997), Operación
Shylock (1993) o los libros memorialistas Los Hechos (1988)
y Patrimonio(1991)- y, por el otro lado en la manera en que supo
mantener a lo largo de toda su obra una conciencia (y autoconciencia) tan
moralmente lúcida como mordaz que dirigió sobre su circunstancia, sobre la
América en que le tocó vivir -una que América se descubre a sí misma y no deja
de luchar contra sí misma, contra su pasado y su presente- sobre su entorno
étnico, familiar y afectivo más próximo y, desde luego, sobre sí mismo, es
decir sobre todo aquello que le supusiera alguna alteración emocional intensa,
que le interpelará moral y artísticamente de una manera inexorable. No por
nada, en su intercambio epistolar con Zuckerman, éste le dice a Roth: “…las
cosas que te desgastan son las que alimentan tu talento”.
Así, como toda
obra de arte tan consciente de sus dones, responsabilidades y puntos ciegos
como la de Roth, no se tiene más opción que adentrarse al fondo de los asuntos
que le interpelen, de llevar a sus personajes a los extremos que les
corresponden según sean las obsesiones y neurosis que los constituyen y de
conducir a sus historias -incluyendo aquellas intrínsecamente metaliterarias- a
excesos que no excluyen el carnaval, la infinita fiesta del placer y el deseo,
la mezcla de la ficción con los hechos reales, el desdoblamiento narcisista del
autor en personaje y del personaje en autor de lo que se narra.
De ello, la obra
de Roth resultó no sólo en una de las críticas más hondas y severas –crítica
guiada la más de las veces por una mirada irónica- de su tiempo, a la vez que
una de las exploraciones de la condición humana más desaforada y pertinentes que
nos dejó el siglo XX y la primera década del siglo en curso.
Su franqueza, su
combatividad, su indiscreción misma no fueron sino muestras de una vocación
artística impulsada por una pasión desencadenada por convertir todo en
literatura, por hacer de la creación de arte una de las formas mayores que
puede alcanzar la vida y de la vida una obra de arte en sí misma.
Cabe añadir, por
cierto, que su retiro como escritor, hacia finales de 2012 a los 79 años, fue
totalmente consecuente con este modo de entender cómo el arte y vida no son sino
una misma cosa. Según confió a McGrath su decisión de dejar de escribir
obedeció a que sabía que “…no voy a escribir tan bien como antes. Ya no tengo
energía suficiente para soportar la frustración. La escritura es frustración,
es una frustración cotidiana, ni hablar de humillación.” Algo similar le dijo
al presidente Obama. Cuando en marzo de 2012, Obama le entregaba la Medalla
Nacional de Humanidades y le dijo a Roth “No está aflojando el ritmo en
absoluto”, Roth replicó “Ah, sí, señor presidente, desde luego que sí.”
De algún modo el
ciclo de novelas con que escribió después de sus setenta años y con el que
concluyó su vida literaria y que reunió bajo el título de Némesis –Elegía (2006), Indignación (2008), La
Humillación (2009) y Némesis (2010)- anticipan
de una manera conmovedora este hecho: cada una de estas novelas son una
dolorosa y nada complaciente indagación sobre el declive y aguda
vulnerabilidad, física, mental, psicológica, que presupone el envejecimiento,
esa suerte de crepúsculo de los dones.
El Zuckerman
de Elegía, el Marcus Messner, personaje que desde la muerte narra
su historia en Indagación, el decadente y suicida Simon Axler
de Humillación o el joven Bucky Cantor de Némesis,
no poseen (o no son poseídos) la vitalidad obsesiva y masturbadora de Alexander
el adolescente de El lamento de Portnoy o el vigor y el libido
desaforado de David Kepesh de El profesor del deseo (1977) o
de Mickey Sabbath de El teatro de Sabbath (1995), pero, al
igual que estos creaturas rothiana, tiene una densidad y
complejidad moral que, en su caso, les permite asumir su declive y su muerte
sin patetismos ni autocomplacencias a la vez que no dejan de interrogarse una y
otra vez sobre el sentido de todo ello.
Lo dicho: Roth es
un autor verdaderamente imprescindible: nos enseñó, con los recursos propios de
la literatura, a ver zonas de nuestra experiencia humana que no alcanzamos ni
siquiera a entrever sin el concurso del arte.
Nota sobre las
citas. La palabras de Roth del segundo párrafo son citados por Claudia Roth
Pierpont, en la Introducción de su libro Roth desencadenado. Un
escritor y sus obras (Random House, 2016, traducción de Inga Pellisa),
un magnífico libro para conocer en detalle la trayectoria vital y literaria de
Philip Roth. De sus páginas he tomado el título para esta nota y la anécdota
sobre el Presidente Obama. La cita de Charles McGrath está en el obituario que
dedica a Roth que publicó en The New York Times el 22 de mayo
de este año -de ahí proviene también el epígrafe- y el artículo donde el mismo
McGrath recoge las palabras del retiro de Roth, el 17 de noviembre de 2012 en
el mismo medio.
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De LA JORNADA (Aguascalientes),
24/05/2018
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