JULIO CAMBA
N.0 23, 26 de
mayo de 1904
Momentos de prueba
Son las tres de
la tarde: mayo, Madrid… El sol hierve en el espacio. Por las calles desiertas
algunos organillos lanzan sus notas duras, tenaces, imposibles…
Vengo del juzgado
de primera instancia del distrito del Hospicio. Ante este juzgado me presenté
en apelación de una sentencia que se me impuso en [ilegible]. El señor juez ha
tenido la amabilidad de confirmar la sentencia anterior, condenándome, además, al
pago de costas. Mañana pues, mañana o pasado, ingresaré en la Cárcel Modelo
porque, naturalmente, ni yo tengo dinero para satisfacer la multa a que se me
ha condenado, ni la satisfaría aun cuando lo tuviese.
Vengo, dije, del
juzgado. Al llegar a casa de Apolo, me entero de que Apolo se halla detenido
por su artículo titulado "Los Viajes del Señor". Apolo detenido y yo
en vísperas... "Decididamente -exclamo- nosotros somos terribles con la
pluma". Y como no hay tiempo que perder, como tal vez mañana ya no me
encuentre yo en libertad y Apolo no podrá subsanar mi ausencia, cojo unas
cuantas cuartillas, mojo la pluma y escribo. Así cuando yo sea encarcelado esta
noche, El Rebelde saldrá, que es lo importante...
Escribo aprisa,
febrilmente, contando los minutos que transcurren mientras voy llenando y
llenando cuartillas. Si este número sale un poco descuidado, que disculpen los
compañeros. Con un pie en la calle y otro en la cárcel, sin disponer del tiempo
necesario y con la precipitación que estas andanzas producen, no se pueden
hacer grandes cosas.
En este artículo,
solo me propongo dar la voz de alerta a los camaradas de provincias. Yo tuve la
humorada de decirle a Maura que debía matarnos, y Maura, por lo que se ve, ha
tomado en consideración mi consejo. Se trata, según todos los indicios, de
hundir El Rebelde y para ello, se nos mete en la cárcel casi a la vez, a Apolo
y a mí. Pero El Rebelde no morirá. Desde la cárcel, desde el presidio, desde
donde sea lo escribiremos. Creo que hasta desde la tumba seríamos capaces de
seguir nuestra obra...
Los momentos son
de prueba. Ahora es cuando la conciencia revolucionaria debe hallar una
manifestación positiva. Por nuestra parte estamos dispuestos a arrostrarlo
todo, que para eso hemos lanzado El Rebelde a la calle en circunstancias nada
propicias y hemos mantenido la entereza de su actitud cuando ello fue
necesario, sin callarnos como se callan los cobardes, como se han callado los
cobardes, ¡mil veces cobardes! en la hora más crítica para el Ideal… No, por
cierto. Nosotros no nos hemos callado, ni nos callamos, ni nos callaremos
nunca. Si por propagar la Anarquía -nuestra bien amada Anarquía-, se nos
encierra, nosotros gritamos con toda la fuerza de nuestros pulmones. ¡Viva la
Anarquía!
Si por defender a
los trabajadores presos se nos mete en la cárcel, nosotros decimos que esos
trabajadores presos son la ignominia de España y afirmamos, una nueva vez, su
derecho a la libertad. Si por combatir la opresión y la injusticia se nos
aherroja, nosotros nos rebelamos como antes contra esa opresión y contra esa
injusticia crispando el puño ante las narices emporcadas de todos los altos
lacayos. No. Nosotros no nos hemos callado, ni nos callamos, ni nos callaremos
nunca. Nosotros no somos de los cobardes que se callan, vaciando su miedo en
los retretes de donde jamás debieran salir…
Ya que tanto
empeño hay en matar a El Rebelde, El Rebelde se
continuará publicando, más valientemente, si cabe, que hasta ahora. Iniciada la
lucha, esta será terrible: una lucha de poder a poder, de fuerza a fuerza, de
tesón a tesón… Todo el mundo capitalista, burgués, autoritario, está contra
nosotros. Es un mundo de fusiles, de montones de oro, de carne amaestrada, de
atavismo aún preponderante: un mundo que dispone de los hombres y de las cosas,
que tiene en sus manos las llaves de los presidios, que puede hacer y deshacer,
en fin, sobre el eterno rebaño de la multitud inconsciente. Nosotros apenas si
representamos una idea. Pero la Idea ha triunfado en todos los tiempos porque
la Idea es indestructible y todopoderosa. Y declarada la lucha entre nosotros y
ellos, entre El Rebelde y la autoridad, entre el anarquismo y
sus adversarios, la victoria será ardua para cualquiera de las dos partes.
Por la nuestra
llevamos una gran ventaja: No tenemos nada absolutamente que perder… Así las
cosas solo necesitamos una ayuda: la de los compañeros de buena voluntad. Si
nuestra gestión revolucionaria se considera buena; si se estima que nuestra
inteligencia y nuestras energías pueden ser útiles a la causa común, que se nos
otorgue el apoyo debido.
Con este apoyo,
nos reiremos de todo en las barbas del fiscal, en las del juez, en las de Maura
y en las de todo Cristo que las tenga.
Y ¡Viva la
Anarquía!
Madrid.- A veinticuatro horas de la Cárcel Modelo
N.0 24, 3 de
junio de 1904
La duquesa de Nájera y su perro Doré
"No podría
sobrellevar mi vida -ha dicho Schopenhauer- sin el amor de un perro". Por
cierto que uno de sus enemigos le replicó: "¡Cuánto mejor que en labios de
un filósofo, estarían esas palabras en boca de una perra!...". Pero no se
trata de una perra ni de un filósofo, sino de una muy grande y noble dama
española, la excelentísima señora duquesa de Nájera.
El lector
conocerá a la duquesa de Nájera por la deslumbradora leyenda de su Fausto, por
el rancio abolengo de sus apellidos y por toda esta novelería que circunda los
nombres ilustres. La duquesa de Nájera es un corazón capaz de todas las
ternuras y de todos los caprichos: una de estas aristócratas, voluptuosas y
perversas, que leen a Paul Bourget para indignación del Sr. Queralt, hombre de
mundo, de muy poco mundo... Cuando su esposo llevó a San Petersburgo, con
motivo de la coronación del zar, la representación de España, nuestra ilustre
duquesa hizo conducir sus propias carrozas, con todo el personal de las
caballerizas, a aquella esplendorosa corte de los grandes duques. Y entre todos
los príncipes que acudieron allí, ella fue quien dio mayores pruebas de
grandeza y de suntuosidad.
Pero habíamos
invocado la exclamación de un filósofo: el querido maestro Schopenhauer que
odiaba a los hombres y amaba a los perros. La marquesa de Nájera también ama a
los perros. El lector conoce, sin duda, a muchas mujeres semejantes. Habrá
visto sobre su regazo y a sus plantas los falderos de hociquito nervioso,
pequeños y juguetones. Acaso estemos punzando en una herida sentimental, puesto
que, a veces, miramos con un poco de rabia y de despecho, como el hocico de la
bestezuela hurta de labios de mujeres los besos que nosotros hemos anhelado.
Ello es, dejando aparte tristes pensamientos, que la duquesa de Nájera tenía un
perro que era uno de sus mayores amores. Llamábase Doré y durante dieciséis
años no se apartó de la duquesa ni aun en sus viajes. Debemos advertir que este
favorito de la gran dama no se distinguía por ningún rasgo de belleza. Doré era
un perro mezquino y de fea catadura, según aparece en una fotografía de Los
Sucesos, el popular periódico informativo y sensacional.
Hace poco, Doré
se ha muerto. Estos perros amados de las damas son como unos enemigos nuestros,
a los que no podemos vencer ni con el talento, ni con el valor, ni con la
fortuna. Es así, pues, que nosotros, cuando sabemos que uno de ellos se muere,
nos regocijamos en lo más íntimo de nuestro corazón. Las damas, al contrario,
lo sienten mucho, y, en este caso, la duquesa de Nájera ha querido perpetuar su
sentimiento en una forma digna de ella. La duquesa de Nájera -y este es el
motivo de nuestra crónica- ha comenzado por hacer embalsamar el cadáver de su
amigo Doré; luego mandó construir una lujosa caja de roble, forrada de raso
blanco y en cuya tapa un hábil tallista esculpió el busto del perro. En esta
caja fue depositado el cadáver. Después, un notable marmolista se encargó de
edificar un soberbio panteón, y este panteón será colocado en el mejor sitio
del jardín de la duquesa para guardar los restos mortales del que, en vida, fue
su más fiel camarada.
Creemos que es en
el Fenelón donde se dice que amará mucho a los hombres quien sepa amar a los
perros. Si la máxima es cierta no habrá muchos corazones femeninos tan
sensibles como el de la duquesa de Nájera. El recuerdo que dedica a la memoria
de su Doré le cuesta dos mil duros, de los cuales, la sola caja de roble ha
importado tres mil pesetas. Además la duquesa hará rodear el monumento por un
artístico enrejado y cuidará de que allí haya siempre frescas rosas que den su
perfume al "triste recuerdo del amor perdido".
Suponemos que el
lector no será uno de esos sociólogos que todo lo encuentran mal. Si lo es,
nosotros no podremos complacerle. Sería ingrata la tarea de calcular cuántos
desgraciados podrían alimentarse con lo que se gastó la duquesa en homenaje de
su perro. "No seáis farsantes -decía Emerson a los filántropos que
trataban de remediar la trata de negros- no seáis farsantes, que ya imaginamos
lo que se os puede importar por la suerte de unos cuantos salvajes
negritos". Más explicable parece perpetuar con grandeza la memoria de un
animal familiar, que dar una limosna para socorrer a un pobre hombre, al cual
no se conoce, cuyos lamentos no llegan al oído y el que no puede inspirar ni
piedad ni simpatía. La injusticia social y la fórmula para resolverla están
fuera de este breve y efímero episodio. "La señora duquesa -dice el
periódico Los Sucesos- lloró la muerte de su amado perro". Esta es una
razón de orden sentimental que lo explica todo. Un dolor que suscita lágrimas
merece más respeto que el que solo produce frases, y aún que aquel que se
traduce en buenas acciones. Por mucho que el lector haya sentido la muerte de los
soldados rusos y japoneses, sentirá más la de un buen amigo suyo. La duquesa de
Nájera ha sentido hondamente la de su perro, porque este era uno de sus mayores
cariños. Y observad que la ley del cariño carece de articulado y que estamos
ante el misterio, siempre impenetrable, de un corazón. Dejemos, pues, que ese
pecho afligido, pomposo y ducal, se incline sobre la tumba de su fiel amigo,
reservando nuestra indignación para las farsas caritativas y para las
hipocresías filantrópicas.
El amor lo
comprende todo: los hombres y las mujeres, las flores, las joyas, los versos,
los vinos, los dioses, los héroes y los perros. qepd el pobre Doré y que se
mitigue pronto el dolor de su amiga y dueña…
9 de octubre de
1905
El hambre
(disertación
humorística sobre un tema fúnebre )
No conozco un
oficio más repugnante que el de consolar al hambriento, sobre todo si el
consuelo se le da en filosofía o en literatura. Ambas materias tienen, con la
ventaja de entretener, el inconveniente de no nutrir, y nada me parece más innoble
que usurpar, mediante una amena disertación, el tiempo que un hombre necesita
para procurarse el sustento.
El hambre de los
trabajadores demuestra una cosa: que es preferible ser rico a ser pobre, aun a
falta de esos cronistas sentimentales que idealizan la miseria, diciendo que es
en ella donde está la virtud. La virtud es un lujo demasiado caro y sus
resplandores, sobre el rostro de una hermosa muchacha que no haya comido, no
serán menos absurdos que lo serían sobre su cuello los de un collar de diamantes
¡tan fácil de desprender y de empeñar!
Los pobres poseen
esa triste sabiduría que entre un lirio de Florencia y una hortaliza murciana
les lleva a escoger la hortaliza murciana, y que entre una rosa de Alejandría y
unos garbanzos castellanos, les hace optar por los garbanzos castellanos. Saben
apreciar lo útil a costa de lo agradable y obran lógicamente ya que la
naturaleza no ha puesto en las patatas el perfume de los nardos ni dispuso que
las mariposas fuesen tan alimenticias como los corderos. Y no seré yo quien
reproche a los pobres por esta falta de idealidad. Creo que para amar la
hermosura de la nieve es necesario estar bien abrigado, y que, para apreciar la
belleza del rocío, de las auroras y de los crepúsculos -cosas vaporosas y
etéreas- se necesita llevar en el vientre la mitad, por lo menos, de la grasa
que pueda contener en el suyo un comerciante de ultramarinos. Una mujer fea,
pero casta, un escritor malo, pero modesto y un hombre pobre, pero honrado: he
aquí tres sustantivos que para nada necesitan de sus adjetivos. Sobre todo en
el último caso, donde el adjetivo, a más de sobrar, molesta.
De todo lo cual
se deduce que el pobre no tiene consuelo ni en verso ni en prosa. Los poetas
podrán, si quieren, darle hemistiquios; pero ha de ser después de las chuletas
y a manera de postre. Antes aún había para los pobres una esperanza: la del
cielo. Esta esperanza ha sido ya destruida, y hoy, como los pobres no se labren
un paraíso en la tierra, pueden tener por seguro que su honestidad y su virtud,
muy útiles para los ricos, habrán de ser para ellos perfectamente
estériles.
Para consolar al
pobre será menester engañarlo y este engaño se realizará en cuanto se pretenda
apaciguar su hambre con un vaso de lágrimas. En su famoso artículo "Las
palabras" ha escrito Larra unas líneas que vienen muy bien aquí:
"Preséntele usted a un león devorado del hambre (cualidad única en que
puede comparase el hombre al león) preséntele usted un carnero y verá usted
precipitarse a la fiera sobre la inocente presa con aquella oportunidad,
aquella fuerza, aquella seguridad que requiere una necesidad positiva que está
por satisfacer. Preséntele usted al lado un artículo de un periódico, el más
lindamente escrito y redactado, háblele usted de felicidad, de orden, de bienestar;
y apártese usted algún tanto, no sea que, si lo entiende, le demuestre su garra
que su única felicidad consiste en comérselo a usted".
¡Consolar al
pobre! Tengo para mí que sería mucho más útil destruirlo. El pobre no tiene
razón de ser. Su pobreza está en pugna con todas las leyes naturales y con
todos los preceptos de la ciencia. Un buen gobierno sería aquel que eliminase a
los pobres de la sociedad, para lo cual bastaría con prescindir de los ricos.
El pobre no tiene razón alguna que le consuele de su pobreza. Los ricos se
empeñan en dársela, porque a los ricos les conviene la resignación de los
pobres; pero los que no son ricos ¿para qué van a esforzarse en revestir con
apariencias de hermosura, de bondad o de virtud una cosa tan fea, tan sucia,
tan triste como la miseria? Esa literatura sentimental aplicada a un problema
esencialmente económico -el problema del hambre- ejerce sobre los pobres una
función reaccionaria y vil. Mejor sería escribir elogios de la riqueza y
dedicárselos a los pobres. Al hambriento que estuviese ante el escaparate de un
restaurant de lujo, se explicaría que el dueño lo expulsara de allí; pero no
que lo cogiese de la mano y con igual objeto un transeúnte que no tuviera en la
tienda interés alguno. A los pobres, como a los enfermos y a los maridos
ultrajados, hay que decirles la verdad para que luego se echen sus cuentas. La
verdad de los pobres es que su condición les hace sucios, incultos, inútiles y
desgraciados; que caminan por el mundo fatigados bajo el peso de la felicidad
ajena, y que el día en que se irguiesen, echarían al suelo esta felicidad. He
aquí la verdad de los pobres. Después de haberla dicho, es posible que me
encuentre a un pobre en la calle y me enternezca hasta el punto de darle una
pequeña limosna, que al fin y al cabo, uno es también un sentimental. Pero ya
en mi casa, no me acostaré creyendo que hice una buena acción, porque sé
demasiado que la tranquilidad de la conciencia no se puede comprar por una
moneda de calderilla.
En mi casa diré
como Anatole France: "Hoy he realizado una mala obra: le he dado una
limosna a un pobre…".
5 de abril de 1906
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De PEPITAS DE
CALABAZA, Los escritos de la anarquía, textos de Julio Camba entre 1901 y 1907