CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES
Practicar
caminatas en solitario me ha generado en un par de ocasiones sensación de
orfandad. Es poco si se tiene en cuenta todos los recorridos sin brújula que he
realizado por lugares conocidos y otros por conocer. Como la mayoría de las
veces me ocupo de absorber lo máximo del entorno, la obligación de ser uno
mismo se diluye y se asume el rol de una suerte de cámara fotográfica o de
video que registra todo lo que tiene por delante. Desaparecidas menudencias
como el ego, la autoconciencia, el karma o el emplazamiento de un tercero,
puedo seguir adelante con la fuerza de la revolución industrial.
La primera
ocasión en que se alteró esta dinámica fue un domingo de invierno de finales de
los años ochenta. Regresaba de alguna parte que pudo ser una ida al cine, una
visita a una feria del libro, la casa de algún amigo o una cita frustrada al
otro lado del Mapocho, cuando de repente me veo caminando por Ahumada hacia La
Alameda, flanqueado sólo por cortinas metálicas con candado, árboles resecos
por la polución apenas mecidos por el viento y la pálida luz de los postes como
sometidos a un plan de ahorro de energía municipal. ¿Adónde se habían ido
todos? Lo ignoraba. Parecía haberse decretado la hibernación metropolitana.
Quise desviarme en Agustina, Moneda o Huérfanos con dirección a Santa Lucía
pues sabía que en esa arteria podría abordar un “Chapulín” Mercedes Benz con
dirección a Puente Alto. Sin embargo, pequeñas sombras oscuras corriendo de un
extremo a otro y emitiendo silbidos me hicieron recular. Creí ver el brillo del
metal o de la cacha de un revólver esperando atravesarme la carne.
La segunda
oportunidad fue en los noventa. Anochecía y yo regresaba en un bus desde el
sur. Dejé pasar la parada de San Bernardo, donde los colectivos y microbuses
eran escasos, y me resigné a llegar hasta el terminal de Santiago. A mitad del
trayecto me arrepentí, pues era una vuelta demasiado larga la que debería dar.
Proyectando un atajo que sólo existía en mi imaginación, se me ocurrió
descender en la parada frente al Cementerio Metropolitano. Dejé atrás los
galpones vacíos donde durante el día se venden flores y coronas de caridad y
caminé varias cuadras pensando en el paradero 14 de Vicuña Mackenna –lugar
donde supuestamente encontraría locomoción a Puente Alto-, sin que se
modificara el entorno: casas enrejadas, más galpones, garajes, fábricas. Con la
sensación de avanzar poco y nada, parecía que al resto se lo había tragado la
tierra. Cuando se me ocurría mirar hacia dentro de las casas sin luz, sólo los
perros reaccionaban con sendos ladridos para evitar mi avance. No logro
recordar como salí de aquello, pero de seguro no fue caminando, pues ahora que
verifico la cantidad de kilómetros que me separaban de mi objetivo, ni ocupando
toda la noche lo habría logrado.
Los sueños son
otra cosa. He perdido la cuenta en que transito sólo por senderos, calles,
avenidas y hasta arcos de fuego. Contrario a la vigilia, jamás logro salir de
esos laberintos pues me persiguen con su recuerdo por el resto del día e
incluso más.
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De EVOLUCIÓN DE
LA ESPECIE (blog del autor), 08/05/2018
Suerte tuvo que no lo cogotearon...en plena Ahumada a media tarde fui asaltado, con un cuchillo entre las costillas, me empujaron a un portal y perdí todo, sobretodo, la honra...
ReplyDeleteMuy identificado con el texto
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