Semejante
éxito público se prestaba peligrosamente a desconcertar a alguien que antes
había creído más en sus buenos propósitos que en sus capacidades y en la
eficacia de sus trabajos. Mirándolo bien, toda forma de publicidad
significa un estorbo en el equilibrio natural del hombre. En una situación
normal el nombre de una persona no es sino la capa que envuelve el cigarro: una
placa de identidad, un objeto externo, casi insignificante, pegado al sujeto
real, el auténtico, con no demasiada fuerza. En caso de éxito, ese nombre, por
decirlo así, se hincha. Se despega de la persona que lo lleva y se convierte en
una fuerza, un poder, algo independiente, una mercancía, un capital y, por otro
lado, de rebote, en una fuerza interior que empieza a influir, dominar y
transformar a la persona. Las naturalezas felices, arrogantes, suelen
identificarse inconscientemente con el efecto que producen en los demás. Un
título, un cargo, una condecoración y, sobre todo, la publicidad de su nombre
pueden originar en ellos una mayor seguridad, un amor propio más acentuado y
llevarlos al convencimiento de que les corresponde un puesto especial e
importante en la sociedad, en el Estado y en la época, y se hinchan para
alcanzar con su persona el volumen que les correspondería de acuerdo con el eco
que tienen externamente. Pero el que desconfía de sí mismo por naturaleza
considera el éxito externo como una obligación de mantenerse lo más inalterado
posible en tan difícil posición.
Stefan Zweig, El mundo de ayer
Stefan Zweig, El mundo de ayer
Que la publicidad
nos desgasta, lo tengo claro. Me acuerdo de ello cada vez que me hacen una
entrevista, cuando en tu pirvacidad, a boca cerrada, sabes que ya muy poco
puedes añadir a lo tantas veces dicho. Me pasa lo mismo en las presentaciones
de mis libros cuando veo las caras de decepción de alguno de los asistentes que
sin duda esperaba otra cosa. Cuando no puedes convertirte en una empresa o en
un negocio, la publicidad y tu permanente exhibición te usan, pero no ante el
público, sino ante tí mismo, sobre todo cuando no has perdido de vista quién
eres o quién no eres ni por asomo. El pudor te impide mostrarte dubitativo,
inseguro, misántropo, tímido, perplejo... y acabas saliendo en los escenarios
como la sombra de ti mismo.
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De
VIVIRDEBUENAGANA (blog del autor), 14/09/2018
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