En el siglo
XVIII, Voltaire, partiendo de un total pesimismo objetivo, de una noción de
naturaleza y de historia que no estaban iluminadas por el rayo de luz de alguna
providencia, había sentado las bases para un optimismo subjetivo, confiado en
las suertes de la batalla emprendida por la razón humana. Después de él, el
pesimismo de las cosas corroe cada vez más los límites de este optimismo de la
razón haciendo que la posición del hombre sea cada vez más precaria.
La derrota, la
vanidad de la historia, la imposibilidad de comprender la vida dentro de un
esquema racional, serán los motivos de fondo que dominarán en la gran narrativa
de la mitad del siglo XIX en adelante, hasta llegar a nuestra época, en que la
absurda atrocidad del mundo se convertirá en un punto de partida común para
casi toda la literatura.
Es fácil
interpretar esta parábola -desde el primer desbordamiento de energías humanas
de los grandes escritores de las generaciones románticas hasta el sentido de
inutilidad del todo que se extiende cada vez más- refiriéndose a la historia de
una clase burguesa que va perdiendo el impulso inicial de su revolución
económica y política y que ya no sabe expresar otras profecías más que las de
su propia crisis. Pero esto nos limitaría a hacer una lectura achatada y sin
sorpresas: el color de la concepción del mundo es casi siempre el del que los
tiempos dan al escritor, pero sólo es un decorado, un escenario; lo que
interesa es saber qué es lo que se le pide al hombre, y, partiendo de esto, qué
fuerzas se demandan. Por lo demás, ni Stendhal, ni Pushkin ni Balzac, con toda
su energía, eran optimistas; y de la misma forma queremos decir que también de
los escritores más negativos y desolados se puede sacar una lección de firmeza
y valor.
Es un hecho que
cuando con Flaubert la literatura realista alcanza su cota máxima de fidelidad
a los datos de la experiencia, el sentido que se desprende es el de la
futilidad del todo. Tras haber acumulado minuciosos detalles y construido un
cuadro de perfecta veracidad, Flaubert nos da en los nudillos mostrando que
debajo está el vacío, que todo lo que ocurre no significa nada. Lo más terrible
de esa gran novela que es La educación sentimental consiste en
esto: durante centenares y centenares de páginas se ve transcurrir la vida
privada de los personajes o la vida pública de Francia, hasta que se siente que
todo se deshace entre los dedos como si fuera ceniza. Y hasta en Tolstói, el
mayor realista que haya podido existir, hasta en Guerra y paz, el
libro más plenamente realista que se haya escrito, ¿qué otra cosa es lo que
realmente nos da ese soplo de inmensidad sino el pasar del charloteo de un
salón principesco a las voces rotas de un campamento de soldados, como si estas
palabras nos llegaran de otro planeta, a través del espacio, como un zumbido de
abejas en una colmena vacía?
Vemos, pues que
ya no son las acciones y las pasiones humanas la fuerza motriz de la narrativa,
sino el impalpable fluir de la vida: los susurros y crujidos que se elevan en
el límpido cielo entre las casas de los pescadores de Aci Trezza en la Malavoglia,
o también el entrelazarse de los largos períodos de Proust, siguiendo el curso
de las sensaciones, de los deseos: de las ansias perdidas, tratando de detener
imágenes de rostros, de lugares y de días que tiemblan, se alargan y cambian de
dimensión como el resplandor de la luz de una vela. En este fluir que es
naturaleza e historia a la vez, la individualidad humana queda sumergida,
pierde los contornos que la separan del mar del otro.
De: Naturaleza
e historia en la novela
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