Una entrevista de
FERNANDO F. GARAYOA | Fotografía Oskar Montero - Jueves, 13 de Septiembre
de 2018
Pamplona- En esta
ocasión, una imagen no vale más que mil palabras. En cuanto rascas un poco esa
apariencia gruñona, más bien cariacontecida, aparece el auténtico Miguel
Sánchez-Ostiz: socarrón, pícaro, conversador nato, con cientos de citas,
escritores y libros almacenados en su disco duro que va soltando como quien no
quiere la cosa, pero siempre de manera atinada, certera.
Diablada, su última novela, da pie a preguntar al
autor por algunas cuestiones un punto más personales, que no rehuye y, de
hecho, utiliza para echar por tierra más de una leyenda negra...
¿Cómo es
Miguel Sánchez-Ostiz y cómo cree que le ven los demás?
-Esto es
complicado, porque depende quién te vea... si son los amigos o la gente que no
te puede ver. Evidentemente, en la profesión que yo tengo hay personas que
tienen simpatía y otras que no te la tienen...
Centrémoslo en
cómo cree que le ven los lectores.
-Unos te ven como
una persona divertida y otros como un ogro.
Y usted, ¿cómo
se ve a sí mismo?
-A ratos, a
corronchos... Como todo el mundo. Unas veces con buen humor y otras con humor
perro; unas veces arriba y otras abajo. Esas cosas de los ciclotímicos, que
supongo que seré... Y digo supongo porque no sé si lo soy... todavía. Con los
años, te ves con incredulidad.
¿Por qué?
-Primero, por
haber llegado a la edad que tienes. Segundo, por haber escrito lo que has
escrito... Pensando eso de “esto lo he escrito yo”, que es una frase muy
dramática pero no es mía, ya que, por fortuna, no me ha pasado eso. Es de
Alfonso Grosso, al que internaron en un sanatorio porque había perdido la
chaveta. Le grabaron para un programa de televisión, en el jardín del centro,
con un libro suyo en la mano, y comentó: “Dicen que esto lo he escrito yo”.
Para un escritor, perder la cabeza es un asunto muy gordo, terrible.
¿Algo a lo que
le tiene miedo?
-No le tengo
miedo porque no he pensado mucho en ello. Y eso que leí dos libros terribles.
Uno sobre Iris Murdoch, novelista inglesa que falleció de alzhéimer. Su marido,
el también escritor John Bayley, publicó, primero, un libro sobre la enfermedad
de su mujer y, posteriormente, escribió otro sobre su propio alzhéimer. Iris
Murdoch se dio cuenta un día, escribiendo una novela, que empezaban a no
venirle las palabras; ella sabía lo que quería decir pero no era capaz de
plasmarlo. Eso, para un escritor, es el mayor drama que le puede llegar, el
perder las palabras.
¿Hasta qué
punto hay que concederle importancia, en la sociedad actual, a esa biografía
que los demás hacen de uno?
-Poca, poca
importancia. Es pura vanidad... pienso en aquella frase que decían: “Pero, ¿y
la honrilla?” (risas). Efectivamente, con eso no vas a ningún lado. Lo más
gordo que puede estar pasando es que quienes de verdad somos se difumina, sobre
todo en alguien público, ya que cuenta mucho más la leyenda aplaudida que lo
real; todo esto que se dice de la posverdad o la mentira aplaudida que se
convierte en una verdad. A ti te echan una leyenda negra encima y ya puedes
cantar misa gregoriana a cuatro voces, como si fueras un ventrílocuo, que de
ogro, o como dicen por ahí ¡el demonio!, no sales.
Precisamente,
uno de los protagonistas se refiere a esas leyendas “que ocultan más que
muestran”.
-Sí, en el caso
de este personaje desdoblado en dos escritores neonuar, que hay que
escribirlo como suena en castellano, nada de francés, es un tipo que ha tenido
una vida atropellada, que las ha hecho de todos los colores pero al que el
personal le ha puesto encima el doble de lo que ha hecho, por lo que vive
aplastado por esas leyendas que le han hundido, ya que era como estos
escritores que están saliendo ahora en España, que son personajes públicos más
que escritores... El escritor de gabinete ahora no interesa a nadie, tiene que
hacer algo de teatro, o comprarse un castillo medieval con unicornios... ¡A un
escritor montado en un unicornio ya no hay quién lo venza, ya es la monda! El
escritor tiene que ser hoy actor de sí mismo; el que se mete en su casa y saca
sus invenciones y novelas vende muy poco. Y el escritor en el campo, nada, si
lo sabré yo (y esboza esa sonrisa pícara que conquista sin paliativos).
¿Qué retrato
le gustaría dejar a Miguel Sánchez-Ostiz?
-El de alguien
divertido, pero me temo que no... Y eso que la gente que me conoce en privado
se ríe mucho, pero, por lo visto, en público se ríe menos. La verdad es que hay
que ir pensando en este asunto de la posteridad porque empezamos escribiendo en
los periódicos sábana, con tres o cuatro folios por página, pero aquello no lo
leía nadie y de ahí pasamos al texto breve y luego a las diez líneas hasta
llegar al momento actual, con el aforismo... Al final terminaremos
convirtiéndonos en escritores de epitafios. Por eso creo que hay que ir
preocupándose de la posteridad escribiendo el propio epitafio, como el director
Edgar Neville, que dejó dicho aquello de “por fin en los huesos”, porque estaba
gordísimo.
En esta
novela, uno puede descubrir unas cuantas referencias, historias o actitudes que
rezuman a Miguel Sánchez-Ostiz por todos los renglones. Por ejemplo, ¿tiene
mucho o parte de ese Mateo Alemán que quiso pasar lo últimos de su vida lejos
de España, con la idea, quizá utópica, de vivir mejor que aquí?
-Sí... La verdad
es que cuando me encontré con esa historia, hace unos años, me gustó mucho. La
idea esta de Mateo Alemán de “yo de aquí me iría”, que es lo que más se ha oído
en los últimos años. Se ha ido un montón de gente joven, en muy malas condiciones;
aunque la inmensa mayoría de los que dice que se iría, no se van. Y, por otra
parte, cuando te vas a un país como Bolivia, en el que puedes llegar a pensar
“aquí podría vivir”, siempre fuera de los circuitos turísticos, se entiende, de
repente te das cuenta de que empiezas a chocar con Inmigración, con papeles muy
complicados de sacar; además de que, a partir de los 60 años, hay muchos países
que no te admiten... para no cargar el sistema sanitario. Como digo, a un país
no lo conoces hasta que no haces cola en Inmigración, es entonces cuando
empiezas conocer la verdadera cara de ese lugar que tú pensabas que era un
paraíso. Ese asunto de ciudadanos del mundo ya no me lo creo
porque hacen falta pasaportes, papeles... Y a esto hay que sumarle también una
xenofobia y un racismo de ida y vuelta en muchísimos sitios. No por fuerza
estás sobre la tierra para ser bien visto...
¿Qué le sucede
a Miguel Sánchez-Ostiz que, en el que casi sin duda es su mejor momento
literario, no solo por lo prolífico, se muestra, al menos visto desde fuera,
incapaz de disfrutar del mismo, atenazado por cuestiones exteriores que hunden
sus raíces en el pasado, por “cabronadas” que son agua pasada?
-Esta parece una
de esas preguntas que hacen en las conferencias (risas)... Eso no es así. Yo
estoy disfrutando mucho de mi momento actual, estoy disfrutando como loco.
Igual es que tengo cara de ogro y tengo que ponerme una careta (risas). Me
siento muy dichoso y una persona muy afortunada, sin lugar a dudas. Disfruto
una barbaridad cada vez que saco un libro con mis amigos, mi familia, mi
gente... Como te decía, la gente que me conoce sabe que no soy un negruras ni
me estoy quejando todo el rato de mi destino.
Y, sin
embargo, en este libro se apunta a la escritura como “un oficio de tinieblas”.
-Tan de tinieblas
no es porque los últimos libros que me están saliendo los he escrito a
carcajadas. En muchas de sus páginas lo que he hecho ha sido trastocar
episodios reales y vividos que son descacharrantes, y a poco que empujes se
convierte en un delirio... es que vivimos en un delirio.
La novela
arranca en la Expo del 92, con un episodio de bronca policial que ahora apenas
nadie recuerda y que utiliza, sin cortarse, para hacer retratos sin pelos en la
lengua, como la descripción de “Mister X, el morritos, que salió fumando puros
y millonario en lugar de pagar”.
-Los dos
personajes se conocen en aquella trapisonda del carajo que fue la Expo del 92,
en el momento final del felipismo,a pocos años de que Aznar
empezara con aquello de “váyase, señor González”. Pero no se puede ir más allá
con ese personaje... Ahí es donde, por ejemplo, para mí la novela negra tiene
un valor, el de contar cosas que no se pueden contar de otra manera. Anda que
no hay trapisondas jurídico-policiales que no se pueden contar... porque te
empapelan. Aunque dudo que se pudiera escribir una novela negra sobre el rey.
Hay cosas que no se sabe si puedes escribir o no... Tanta prisa que tenían por
derogar la Ley mordaza, parece que ahora ya no tienen tanta; a ver si va a
pasar lo mismo con la reforma laboral y solo acaban haciendo unos ajustes...
que no son nada. Por otra parte, ¿quién se acuerda que la Expo de Sevilla
empezó a limpia hostia, con tiros incluso? Nadie.
En apenas unas
páginas llegamos al ‘neonuar’, ese género al que ‘pertenecen’ los ‘dosenuno’
protagonistas de la novela y por el que parece mostrar una especie inquina...
-Que noooo, que
no es inquina, eso es una leyenda. Efectivamente, es un género que está muy en
boga. A mí me hubiera gustado escribir una novela negra, que era aquella, la
de La sima... pero es que soy incapaz ya de escribir una novela,
del género que sea. En el género policiaco social es de donde yo veo el neonuar;
si tú coges las novelas de Andreu Martín de hace 25 años, verás cómo retrataba
un mundo de corrupción que iba a salir a la luz unos años después. Hace tiempo
que escribí en un artículo que de este mundo que vivimos solo iba a dar cuenta
la novela negra. Eso sí, la novela negra que es un elogio del sistema, de la
ley y del orden no me gusta una mierda.
Hace
referencia también, en ‘Diablada’, a los tejemanejes de un premio literario
llamado Pistola negra, un relato de ficción pero que casi podría ser la
radiografía de unos cuantos galardones literarios de este planeta...
-Eso es una
burla. Podría ser la descripción de algún premio literario pero también de
muchos de diputaciones de por ahí, porque han abundado... Y los personajes que
aparecen, también: los paganos de la farra, los que lavan dinero negro en
galardones editoriales...
Volviendo a
los dos protagonistas de la novela, a esas dos caras de la misma moneda, casi
los define como un Sancho Panza y un Don Quijote.
-Sí, jugué con
esa historia. Pero luego va y resulta que el que puede parecer más quijotesco
es el que ejerce de Sancho Panza y viceversa. Esto parte de un ensayo, que no
encontré, en el que Unamuno parece que decía que el boliviano era un personaje
muy sanchopancesco mientras que el español era quijotesco, dos
estereotipos que no creo que se den, porque, al final, todos tenemos algo de
Quijote y de Sancho Panza.
Y, en el
fondo, ¿todos pasamos muchos ratos en el Café Inbidia?
-Algún rato...
Pero, ¡ojo!, ese café existe, está en la calle Goitia, al lado del Centro
Universitario de La Paz.
Este es un
libro muy de cafés y de clubes, como el Club del Recuerdo o de los Impostores o
de la Melancolía...
-Aquel club... es
una de la cosas más delirantes que me han pasado en la vida. Los que actuaban
imitaban a cantantes famosos internacionales. Y el público... ahí nadie iba a
volver a cumplir 50 tacos y vestían como moteros de los 60, con zamarras de
cuero. Era una gente de delirio puro, se reunía todos los viernes a la noche,
de farra... y no había manera de ir al baño, y eso que lo intenté varias veces
(risas). Todo medio a oscuras... vamos, ni en una barraca de Sanfermines de los
años 50, ¡qué historia!
Por estas páginas
aparece también el mítico Balmoral, bar madrileño ya desaparecido al que hasta
Loquillo le dedicó un disco...
-Ah, sí. Ni idea.
En Baztan, ¿de qué te vas enterar? (risas). Era un bar de Madrid en el que no
sonaba música, entre pijos del barrio de la Salamanca y gente de la Movida. Era
de estas peñas tumultuarias del Madrid de los 80, de las que no me acuerdo muy
bien.
Al final,
¿parece evidente, casi tópico, que la vida es un carnaval?
-Depende de cómo
te la tomes, sí.
-Pero esta
‘Diablada’ va más allá de un mero carnaval...
-Hombre, muy bien
no termina... pero no voy a hacer spoiler.“Eres más tonto que
ser spoilerde ti mismo” (risas), creo que es una frase que sale por
ahí. La Diablada es un baile carnavalesco, muy espectacular,
que se da todos los años en el Carnaval de las minas de Oruro, y es boliviano.
Y si los peruanos o chilenos quiere reñir diciendo que es de aquí o de allá,
habrá que decir que es catalán medieval o valenciano tardío: es el baile
catalán de los diablos. En la Diablada se representan los
vicios y las virtudes, los ángeles y los demonios, todo con gran lujo de
pólvora... realmente es algo que te deja boquiabierto. Ese desfile de ángeles y
demonios, o de ángeles que son demonios y viceversa es con lo que yo he querido
jugar en la novela... vicios y virtudes.
No hay nada
más triste que morirse... y que a uno se le caduque el nicho.
-Es que caduca...
y pasa de cuerpo mayor a cuerpo menor. Eso yo lo vi en Cochabamba, sacar el
cuerpo mayor del nicho y reducirlo con una sierra hasta que cupiera en un
cajita más pequeña. Fue un día que vi muchas cosas...
“Pasamos de los
tres folios al texto breve, luego fueron 10 líneas y ahora es el aforismo...
Acabaremos siendo escritores de epitafios”
“No por fuerza
estás sobre la tierra para ser bien visto”
“El escritor,
hoy, tiene que ser actor de sí mismo”
‘diablada’
Según el autor.
“Lo de menos es que Diablada sea un duelo a muerte literaria
-con la ficción biográfica como arma blanca de mucho filo-, entre dos
escritores de novela negra (neo-noire), hoy tan de moda, ya maltrechos por la
edad y por lo vivido y bebido, o una sucesión de episodios burlescos, tanto en
el cruel y grotesco Madrid de la Busca que no cesa en tiempos neoliberales como
en una Bolivia alegre, sórdida y tumultuaria. Lo que para mi cuenta son dos
asuntos que creo tienen su importancia. Uno, el planteado por Max Aub en su
biografía sobre Luis Buñuel acerca de quiénes somos de cara a los demás, y otro
la posibilidad de cambiar de vida en el otoño de esta, tal y como hizo Mateo
Alemán”.
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Del DIARIO DE
NOTICIAS DE NAVARRA, 13/09/2018