SYLVIA SAÍTTA
Barón Biza. El
inmoralista comienza
con una "advertencia" de Christian Ferrer en la que presenta el libro
por todo aquello que no es. No es una biografía porque el autor no se propone
narrar la totalidad de una vida. Tampoco es una obra de crítica literaria ni el
intento de reivindicar la figura de un escritor maldito. Es, en palabras de
Ferrer, "un informe confidencial" cuyo destinatario original era
Jorge, el hijo menor de Barón Biza. En realidad, podemos asegurar, se trata de
un homenaje a Jorge Barón, autor de El desierto y su semilla ,
único y estremecedor libro con el que intentó conjurar un destino anunciado: el
de ser "un resentido por herencia" o "un vulgar imitador en la
copa y el balazo"; un homenaje al escritor que, al igual que su padre, su
madre, Clotilde Sabattini, y su hermana, María Cristina, se suicidó en
setiembre de 2001, dejando inconclusa una trilogía en la que se proponía
narrar, además de la historia de sus padres, la biografía de sus abuelos y de
sus hermanos. Barón Biza. El inmoralista es también la consumación
de una promesa implícita: la que Ferrer le hizo, en 1995, a Jorge Barón después
de que éste le entregara cartas, legajos, actas judiciales y recortes de
diarios y revistas: la de escribir sobre Raúl Barón Biza, su progenitor.
Barón Biza, el
padre, el protagonista de este libro, nació en Córdoba en 1898. Su historia
durante la década del veinte parece un argumento cinematográfico: es la del
joven, apuesto y millonario sudamericano que, en el fragor de las fiestas y los
bailes europeos, se enamora de una incipiente actriz de cine que, para casarse
con él, abandona su carrera, se radica en una estancia argentina y comienza a
dedicarse a la aviación. Myriam Stefford, la joven y audaz piloto, terminó
perdiendo la vida al estrellarse su avión en San Juan, en un fracasado intento
de cumplir un raid que uniera las catorce provincias.
La vida de Barón
Biza durante los años treinta es, en cambio, distinta. Se convirtió, por un
lado, en excéntrico militante yrigoyenista, en contacto con los sectores
revolucionarios del Partido Radical que conspiraban contra los gobiernos
conservadores. Esto le valió una y otra vez la cárcel y el destierro. Por otro,
fue el escritor que, en 1933, publicó El derecho de matar ,
novela de tesis que le valió la acusación de inmoralidad y la cárcel. Estas
escenas se reiterarían en 1941 con la salida de Punto final. Barón
Biza fue, además, el hombre enamorado de la hija del líder radical Amadeo
Sabattini, de quien terminó separándose a finales de los años cincuenta, y el
individuo que en 1964 se pegó un tiro tras haber arrojado una copa de ácido en
la cara de su mujer.
Ferrer
reconstruye la figura pública y privada de Barón Biza, y también se detiene en
los textos literarios de quien ha sido considerado por la crítica, a lo largo
de los años, como uno de los "escritores malditos" de la literatura
nacional. Lo hace sin caer en el facilismo de los rótulos llamativos ni en la
complaciente reivindicación de una literatura que combina, como se desprende
del fino análisis desarrollado en el libro, "un buen puñado de frases
poderosas" con una prosa grandilocuente, argumentos folletinescos de sexo
y miseria con la denuncia de la moral hipócrita de las clases acomodadas, la
violenta incorporación de escenas eróticas con largas reflexiones metafísicas
en que resuenan las lecturas de Max Stirner, Nietzsche o Schopenhauer.
Contar la
historia de Raúl Barón Biza implica sin dudas hacerse cargo de un legado
incómodo, pesado, por momentos tortuoso. Por eso Christian Ferrer no se propuso
escribir una biografía "detallada y competente", ni tampoco quiso
convertirse en crítico literario. Ninguna metodología ya ensayada sirve, y por
eso, Barón Biza. El inmoralista, es un libro inclasificable y
perfecto, en el que la suma de fragmentos que integran cada capítulo va
reconstruyendo -con la misma morosidad crispada con que Jorge Barón, en El
desierto y su semilla , describe la reconstrucción de la cara de la
madre desfigurada- una historia incomprensible: la de quien, en palabras de su
hijo, pasó de ser aquel que "construía escuelitas y monumentos al amor de
más de setenta metros de alto" al hombre que "arrojaba ácido a su
amada" para después suicidarse.
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De LA NACIÓN, 29/04/2007
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