Durante siete
años no se me ocurrió regresar a EEUU —hasta la mañana del 9 de noviembre 2016
cuando la voz del comentarista de Radio Panamericana anunció, “El nuevo
presidente de los EEUU es…”, y aquí notoriamente jadeó… “Donald J.”
—concluyendo, con dificultad— “Trump.” Jadeé también —y lloré por todo el día.
Después, no podía sacudirme de una obsesión sobre mi pobrecito país. No me
malinterpreten: ¡nunca estuve a favor de Hillary Clinton! Las opciones
patéticas eran entre el fascismo y el neoliberalismo. Pero este chiflado
descontrolado representó aún otra degradación del modelo del arte de gobernar
con dignidad que aprendí en mi juventud.
Entonces era
necesario viajar a EEUU para comprender —o al menos, sentir— la realidad del
desastre.
Muchos de mis
amigos son activistas, intelectuales y artistas con una predilección al
feminismo, la izquierda democrática, el anarquismo, el pensamiento verde, el
antiracismo y el antiimperialismo; han dado décadas de sus vidas para lograr un
poco de progreso. Cuando fui a sus casas, sus talleres y sus cafés, me dijeron
que en las primeras semanas de la nueva administración estaban pasionalmente
involucrados en la resistencia. En todas partes había manifestaciones después
de la toma de posesión, como la vanguardista Marcha de Mujeres en Washington el
día después de la posesión. Mis amigos reportaron que fueron a tres o cuatro
manifestaciones cada semana. Seguían diariamente y sin aliento las noticias.
Cuando Trump firmó una orden ejecutiva prohibiendo la entrada de viajeros con
visas válidas desde Siria, Iraq, Irán, Somalia, Libia, Sudán y Yemen,
espontáneamente surgieron manifestaciones en los aeropuertos. Mientras tanto,
los comediantes televisivos se distinguieron con sus sátiras sobre el maníaco
de pelo naranja. El New York Times publicó una lista abultada de las mentiras
que dijo el (así llamado) Mandatario. Y aún los jueces federales resistieron la
arremetida contra las leyes y la democracia.
En los primeros
100 días de la administración, Trump redujo los fondos para el cambio
climático, legalizó los excesos de corporaciones e instituciones financieras y
eliminó la protección a trabajadores, mujeres y niños. No designó a los
directivos de las agencias que quería demoler, dejándolas sin la posibilidad de
funcionar. Insistió en la construcción de un muro impenetrable entre EEUU y
México.
Además, con sus
berrinches infantiles, Trump lanzó sus chantajes a México, Corea del Norte,
Rusia, Irán, Australia, China, Afganistán, Siria, Suiza, y Alemania.
En el campo de la
psicología sabemos que una reacción a un golpe inaguantable puede empezar con
un frenesí hacia la sobrevivencia inmediata. Pero muchas veces tal actividad
llega a la estupefacción, la depresión, la parálisis o el cinismo, lo que
revela el sentido de la imposibilidad de resistir. Ahora, después de meses de
Donald Trump encabezando el país, muchos de mis amigos caminan cubiertos con
una capa de silencio —frente a sus televisores, radios y computadores
respondiendo con el horror apropiado— aunque sin saber qué hacer. Oí
conversaciones sobre la llegada del fascismo, con comparaciones a los Nazis.
“Es demasiado,” se encogió de hombros una feminista. “Están destruyendo todas
las instituciones, leyes y valores que —con nuestra vida— hemos creado. ¡Mira!
Estamos al borde de una guerra nuclear. ¿Qué podemos hacer?”.
Eso… hasta que
llegué a la casa de un activista chicano. Él trabaja en una organización de
acción política y no había perdido su ritmo. “La tarea es la misma que hemos
hecho siempre: organizar, protestar, legislar y construir un mundo de justicia,
paz y democracia”.
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De LOS TIEMPOS (Cochabamba), 29/08/2017
Imagen: Portada del Daily News
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