Los hombres
difieren, existen y perduran por sus obras; en este sentido el destino de los
objetos define los modos de construir la memoria histórica y ese destino está
determinado por las concepciones en torno a la existencia de determinados
“tipos” de cosas. Los términos “obra de arte”, pieza arqueológica” y artefacto
etnográfico” han sido centrales en la taxonomización occidental de los objetos,
sobre todo en función de definir sus destinos museográficos y disciplinares, y
se han construido a partir de una categorización de carácter ontológico, vale
decir, los tipos de cosas se definen por sus cualidades intrínsecas. Como bien
señala Schaeffer, respecto del concepto de “objeto estético”, este se basa en
la idea de que existe una clase específica de cosas definida en términos de
formas visuales que es el objeto de la Estética;[1] de modo que habría otro tipo específico de
objetos que estudia la Arqueología, que serían las “piezas arqueológicas”,
otros los “artefactos etnográficos”, estudiados por la Etnología, y las “obras
de arte”, cuyo estudio correspondería a la Historia y la Teoría del Arte.
En este trabajo
nos proponemos revisar la paradoja implícita en las definiciones ontologizantes
y plantear otra mirada posible partiendo de la idea de que toda existencia,
tanto de objetos como de sujetos, es de carácter relacional, vale decir,
“relativa a un observador o un usuario”.[2] Entonces la pregunta sería: ¿en qué
contextos de producción, uso y circulación determinados objetos se constituyen
en obra de arte, artefactos etnográficos o piezas arqueológicas?
Ahora bien, a
diferencia de la categoría de “obra de arte”, las de “pieza arqueológica” y
“artefacto etnográfico” surgen de los discursos disciplinares y no de los
contextos de producción de los objetos, más allá de que se puedan “falsificar”
los que se identifican como tales. Concretamente, en Occidente los productores
a partir del siglo XV se referirán a sus obras en términos de “arte” u “obras
de arte” mientras que, evidentemente, los hacedores de ceramios de época
prehispánica difícilmente los hayan considerado “piezas arqueológicas”, del
mismo modo que las actuales tejedoras wichi no definen a sus
tejidos de chaguar como “objetos etnográficos”. En este sentido, la Arqueología
y la Etnología son los contextos originarios en los que determinados artefactos
se constituyen como “piezas arqueológicas” y “artefactos etnográficos”,
respectivamente.
Los objetos arqueológicos coexistieron en los gabinetes europeos de los siglos XVI, XVII y XVIII junto a diversas curiosidades (monstruosidades, huesos de animales desconocidos, minerales, plantas y animales exóticos, etc.) identificados con el concepto de “antigüedades”. Esta concepción se proyectó en los nacientes museos latinoamericanos de principios del siglo XIX.[3] Pero la consolidación de la Arqueología científica, a principios del siglo XX, con la instauración de la excavación dirigida por el arqueólogo como el método central de la disciplina, va desplazando progresivamente el concepto de “antigüedad” al de “pieza arqueológica”, es decir, proveniente del “registro arqueológico”. La presencia del arqueólogo es lo que garantiza que la excavación se constituya en prueba y esta se plasmará en planos, información topográfica, dibujos, fotos, etc. que permitirán transmitir las condiciones del hallazgo. Tal como señala Podgorny, “la transformación de los objetos y la excavación en notas y registros en papel constituía parte de la tecnología literaria para que cualquier lector pudiese repetir las pisadas grabadas en el campo”, creándose así el artificio de que se tenía acceso a un tiempo, el del objeto, y al de la excavación, que ya no existían.[4]
El registro
arqueológico es un artificio construido por el arqueólogo con la intención de
acceder a lo que ya no está, las prácticas que se desarrollaron entre sujetos y
objetos que evidentemente no se definían como “arqueológicos”. Lo mismo ocurre
con los artefactos etnográficos devenidos como tales, no en sus espacios de
procedencia sino en el proceso de recolección en sociedades vivas
no-occidentales que Occidente ha estudiado/colonizado/recolectado a lo largo de
la historia.
Analicemos qué
ocurre en el caso de las “obras de arte” y la disciplina que le corresponde,
como señalamos, al parecer habría coincidencia entre la categoría construida
por la disciplina y la configurada en los contextos de producción, uso y
circulación, es decir, el atelier, el museo, la galería, la academia, etc. (Me
refiero a estos espacios no en términos físicos, ni puramente institucionales,
sino como redes que involucran sujetos y objetos en la praxis). Ahora bien,
esta coincidencia está fundada en la historicidad del concepto de “obra de
arte” y es justamente por esa razón que se verifica solo en el caso de la
producción occidental comprendida entre los siglos XV y XIX. Frente a esta
podemos hablar de “obra de arte” como objeto creado por un productor
especializado, el “artista”, para circular en espacios también especializados
(colecciones, museos, salones, etc.) y destinado, principalmente, a la
contemplación estética (más allá de las otras funciones políticas, religiosas,
sociales que puedan atravesarlo).
Sin embargo, los
museos de “Bellas Artes” albergan en sus colecciones un espectro mucho más
amplio de objetos, posesión justificada en la proyección de esta categoría,
surgida en un momento histórico de la producción de objetos en Occidente, a
otros de otras épocas, con otras funciones y sentidos. La posibilidad de esta
proyección-apropiación radica en la ontologización de la idea de obra de arte,
vale decir, una talla religiosa medieval es una “obra de arte” porque comparte
con una escultura de Giacometti determinadas cualidades plásticas y formales,
generalmente identificadas con una “intencionalidad estética”. Ahora bien, esta
proposición entra en crisis ante obras producidas desde principios del siglo XX
como los ready mades de Duchamp cuyas cualidades
plástico-formales son equiparables a las de los artefactos comunes. Esto
demuestra que la utilización de la categoría de “obra de arte” como objeto
específico en términos ontológicos no solo es problemática al tratar de
aplicarla a objetos de otras culturas sino en el seno de la propia producción
occidental.[5]
Por otra parte, cuando se definen como “obras de arte” objetos de otras culturas, ya sean del pasado o del presente, el mecanismo de apropiación radica en los mismos criterios, el de propiedades plástico-formales compartidas. Cuando las vanguardias habilitan nuevas formas de arte descentradas de lo “bello clásico” posan sus ojos en las producciones no occidentales que serán ahora definidas como arte a través de una operación que también se basa en definiciones de carácter ontologizante. Las obras no-occidentales responden a los nuevos intereses plástico-formales de las búsquedas vanguardistas, síntesis, abstracción, deformaciones expresivas, anti-naturalismo, arbitrariedad, etc., cualidades compartidas que los vuelven “arte”, en este caso de vanguardia[6]. Price ha señalado que la relación que establece el arte moderno con el arte primitivo puede pensarse como la inversión de las relación copia-original, puesto que si bien las máscaras africanas que inspiran a Picasso son anteriores a su obra protocubista (la mayoría eran de fines del siglo XIX), serán consideradas “arte” por ser “tan buenas” como las obras del artista. En este sentido los “artistas” africanos lo son porque su producción se asemeja a la del maestro vanguardista: “…the mask is presented as deriving its value from its striking similarity to an art object of Western-authentical importance, thus taking on, in some sense, the status of a “copy”.[7] Los valores del mercado reforzarían esta relación en tanto y en cuanto el original (la obra de Picasso) siempre es más caro que la copia (la máscara). El objeto “primitivo” deviene arte por la similitud estética con la obra vanguardista pero arte de segunda mano, arte de imitadores. Este mecanismo se reitera hasta el presente en todos los casos en los que artistas contemporáneos “consagrados” se apropian de técnicas y estéticas procedentes de producciones etnográficas, populares o prehispánicas[8].
Siguiendo a la
llamada “teoría institucional” del arte podríamos afirmar que no hay una
cualidad en los objetos que los definan como arte sino que estos pasaran a
serlo en la medida que el campo del arte (vale decir sus agentes, artistas,
coleccionistas, críticos, académicos, etc.) se los apropian como tales,[9] de acuerdo a los desarrollos tensiones,
conflictos y aspiraciones propios de ese campo.
Sin embargo, tal
como señala Gell,[10] la teoría institucional del arte es
insuficiente porque no da cuenta de los criterios que rigen la incorporación de
“cualquier artefacto” al campo del arte considerando los sentidos que se ponen
en circulación en relación al público. Al respecto, la posición de Danto que
pone énfasis en el rol de la obra como generadora y trasmisora de significados
que son interpretados por quienes están frente a ella, adquiere relevancia.
Para el autor, que apunta a una definición universal del arte, este es
fundamentalmente “significado encarnado”[11], esa es la propiedad por la que es “arte” tanto
un cuadro de David como las Brillo Box de Warhol, no se trata
de una cualidad visible sino de una “propiedad invisible”.[12] Sin embargo, hay un punto en el que
discrepamos con la teoría de Danto puesto que sostiene que esta generación de
sentidos es posible en la medida que construye representaciones sobre lo real
apartándose de toda funcionalidad práctico-utilitaria.[13]
Esta posición
converge, en cierta medida, con las que abrazan definiciones categoriales
fundadas en cualidades intrínsecas de los objetos que son las que han dominado,
fundamentalmente hasta el último tercio del siglo XX, el discurso de la
historia del arte. Por ejemplo, Erwin Panofsky -quien al igual que Danto
enfatiza en su definición el “significado” generado a través de la forma-
señala que las obras de arte son “objetos de factura humana”, al igual que “los
vehículos de comunicación y las “herramientas”, pero se diferencian de estos
porque “tienen siempre una significación estética” y exigen ser “experimentadas
estéticamente”, vale decir, a través de los elementos formales; en tanto que en
los “vehículos de comunicación” predomina la función de transmisión de
conceptos y en las herramientas la práctico-utilitaria. La significación
estética de la obra se da, según el autor, porque el interés por la forma
equilibra y a veces hasta eclipsa el interés puesto en el contenido. Sin
embargo, señala “…que no se podría, ni se debería tratar de definir el momento
preciso en que un vehículo de comunicación o un aparato empieza a ser una obra
de arte […] Donde termina la esfera de los objetos prácticos y comienza la del
arte depende de la “intención de los creadores. Esta intención no puede ser
determinada absolutamente”.[14] Conclusión que evidencia la inoperancia de
las definiciones centradas en cualidades o propiedades que radican en el
objeto.[15]
Ahora bien,
también podríamos pensar en otra concepción más amplia de la idea de arte que
no se sustente solo en relaciones generadas al interior del campo del arte
occidental consolidado en el siglo XVIII sino en otros campos posibles donde se
den determinado tipo de relaciones que pongan el acento en las trasmisión y
generación de sentidos a través de un lenguaje plástico. Desde esta perspectiva
el ser “obra de arte” de, por ejemplo, una estatuilla prehispánica o un fetiche
africano del siglo XIX se superpone o entrelaza con el ser objeto ritual,
funerario, etc.
Las polémicas
desatadas durante los primeros años del siglo XXI por la reinauguración del
Museo del Hombre de París podrían aplicarse a las que subyacen en nuestro país
acerca de cómo exhibir piezas que no fueron pensadas como “obras de arte”. El
proyecto se debe al presidente Jacques Chirac que decidió reunir las
colecciones del Museo Nacional de Artes de África y Oceanía y del Departamento
de Antropología del Museo del Hombre y encargar al arquitecto Jean Nouvel la
construcción del edificio del museo destinado a “celebrar la universalidad del
género humano”.[16]
El nuevo museo se
abrió en 2006 con el nombre neutral de la calle en la que se ubica, Museo de
Quai Branly[17], pero ya en el año 2000 se inauguró en el
Pabellón de la Sesiones, en la zona sur del Palacio del Louvre, un espacio
diseñado especialmente para exhibir 108 objetos pertenecientes al antiguo Museo
del Hombre: piezas prehispánicas amerindias y de los siglos XVIII, XIX y XX
procedentes de las colonias de Asia, África y Oceanía[18].
Las querellas
suscitadas en torno a la correcta museificación de esta sala anticiparon las
que seguirían respecto del montaje del Quai Branly. El eje de la polémica fue
el acento puesto en la sala del Louvre en la “objetividad perceptiva de la
pieza”[19] lo que se denunció como gesto estetizante
que hacía hincapié en la cosa en sí, descontextualizándola.
Por su parte, los
responsables de la museografía destacan que: “Tras varios siglos de espera[20], estas obras maestras llegan el Museo del Louvre
con esplendor y solemnidad: cuentan con el mismo trato, exposición y respeto
que las obras de las otras salas del museo” y que si bien “el valor estético de
las obras destaca en primer lugar, siguiendo el espíritu del Museo del Louvre”,
el visitante puede ampliar sus conocimientos a través de los mapas, fichas
descriptivas y pantallas interactivas “que permiten acceder a información
complementaria sobre el contexto de origen de los objetos.[21]
Queda así planteada
la existencia de dos modos de exhibir estos objetos no-occidentales, uno se
identifica con una “museificación científica” que da cuenta del contexto
espacio temporal y social de los mismos y el otro con una “museificación
estética” que pone énfasis en los valores plásticos que al parecer desde esta
óptica nada tienen que ver con la historia de las sociedades. Definir en el
espacio museográfico al objeto como “artefacto etnográfico” o como “piezas
arqueológicas”, implica señalar la distancia espacio-temporal y cultural
explicando cuáles son sus significados esotéricos, sus funciones, sus técnicas
y materiales, mientras que definirlo como “obra de arte” supone la anulación de
las distancias con el Occidente moderno exaltando el nombre, tiempo y lugar del
artista o de la comunidad que lo creó.[22]
Respecto al montaje del Museo de Quai Branly García Canclini, haciéndose eco de lo planteado por antropólogos como Clifford, Godelier y Descola, entre otros,[23] señala que “la exposición presenta una lectura estetizante con una pretensión universalizadora condicionada por la historia colonial francesa, desde la que se decide cuáles son obras maestras”. El edifico permite una circulación por desfiladeros en penumbras en los que destacan las vitrinas iluminadas donde se encuentran las piezas sin ninguna información, salvo la de los textos que introducen a las salas y unos pocos videos sobre ceremoniales o vida cotidiana de las comunidades: “la escasez de explicaciones y sobretodo la penumbra general propone una estetización uniforme”.[24]
En sintonía con
esta cuestión María Hellemeyer analizó los criterios curatoriales aplicados en
la Sala de Arte Precolombino del Museo Nacional de Bellas Artes, inaugurada en
septiembre de 2005 (y desmontada hace ya más de dos años) reivindicando el
interés por rescatar los valores “artísticos” de las piezas en comparación con
el “criterio cientificista” que rigió el montaje de las salas sobre culturas
precolombinas del Museo de La Plata, y, aunque con ciertos matices, las salas
dedicadas a los Andes y el NOA prehispánicos del Museo Etnográfico.[25] La autora opone el montaje “cientificista”
al “artístico” señalando que en el museo de La Plata “la iluminación y la
agrupación en las vitrinas no permite destacar los aspectos plásticos de cada
una de las piezas”;[26] mientras que en el Etnográfico “las piezas
son exhibidas como objetos de estudio antes que como obras con valores
estéticos”.[27]Hellemeyer plantea que solo en el MNBA hay “un
rescate de la dimensión estética del arte precolombino” expresado en los
criterios de iluminación tenue, con una luz focal sobre las piezas y señala,
además, que “en la sala el visitante dispone de la información contextual que
provee la arqueología y permite acercar algunas de las ideas que dieron origen
a este arte, para sumarlas a la interpretación estética”.[28]
Cuando la autora
plantea en términos de “sumar” la información contextual a la “interpretación
estética” confirma la escisión entre un abordaje científico de las piezas y un
abordaje estético.[29] En la medida que se piensa en términos de
cualidades ontológicas, pareciera que si se evidencian rasgos estéticos es
necesario suspender o pasar a segundo plano, los aspectos funcionales,
utilitarios, etc., y viceversa, si hay un énfasis en explicar el objeto en su
contexto originario será necesario relegar las exhibición de sus cualidades
formales, es decir, estéticas. A este supuesto subyacente se agrega el de que
las cualidades estéticas corresponden a las “obras de arte” y las funcionales,
sociales etc., a los “artefactos”, ya sean etnográficos o arqueológicos, de
modo que, por ejemplo, para que un orebok bidjogo de
Guinea Bissau, talla en madera que encarna el espíritu de un difunto,
pueda ser “obra de arte”, en este caso una escultura en
madera, hay que sustraerle la funcionalidad ritual que la hacía ser “pieza
etnográfica”.
En Argentina la vigencia
de estos criterios se expresa cada vez que se exponen piezas precolombinas o
etnográficas en ámbitos destinados al “arte”. Uno de los espacios consagrado
fundamentalmente al arte contemporáneo que ha albergado en más de una ocasión
obras precolombinas y etnográficas es la Fundación Proa, ubicada en el barrio
porteño de La Boca. En todos los casos los criterios de montaje, más allá de la
variedad de curadores, han denotado el peso de la “creencia” (uso esta
palabra ex profeso apelando a toda la densidad de su sentido)
acerca de la existencia de una dimensión estética que radica en cualidades
plástico-formales de los objetos que hay que exaltar para justificar su
definición como “obras de arte”, velando la dimensión histórico-contextual. Las
piezas arqueológicas y los artefactos etnográficos pueden devenir obras de arte
pero en la medida que se piensa que ontológicamente son una cosa o la otra se
plantea un dilema que configura un objeto esquizofrénico, esquizofrenia que
debe paliarse ocultando una de sus identidades y afirmando la otra.
Tomaré como
ejemplo la primera de estas exhibiciones que se presentó entre marzo y mayo de
1999 a raíz de la adquisición por parte de la Cancillería argentina de la
colección precolombina de Francisco Hirsch, salvándola de ser desperdigada en
ventas al exterior.[30] La relación entre el montaje y los textos
del catálogo es elocuente respecto a cómo operan los postulados que venimos
analizando. En primer lugar, en el texto que abría el catálogo Guido Di Tella,
canciller en ese momento, afirmaba los criterios que rigieron la conformación
de la colección Hirsch:[31] las piezas precolombinas expresan un
“diálogo representación-abstracción que las emparenta con el arte
contemporáneo”; discurso que responde a una concepción primitivista que se
remonta a principios del siglo pasado, el valor de las producciones
no-occidentales se funda en este “parentesco” formal con el arte contemporáneo
y es “gracias” al surgimiento de las vanguardias del siglo XX, que “rompieron
la asociación entre arte, belleza y arte y naturaleza, arte y representación,
[…] que comienza a apreciarse el llamado arte primitivo, tan valorado por
Picasso y los cubistas en general”.[32] Di Tella insistía en que las piezas
prehispánicas demuestran que “nuestro continente vivió procesos equivalentes a
los tan admirados por los artistas de la modernidad…”.[33] Es por esta supuesta “equivalencia” que las
piezas precolombinas han merecido exponerse en un espacio dedicado al Arte
contemporáneo como Proa y pasar a formar parte de la colección de la
Cancillería argentina conformada fundamentalmente por obras de artistas
argentinos y latinoamericanos del siglo XX.
En consonancia
con los planteos de Di Tella, la muestra se “completaba” con la proyección de
una serie de diapositivas, tomadas del catálogo de la exhibición “Primitivismo
en al arte del siglo XX: afinidad entre lo tribal y lo moderno”, montada en el
MOMA en 1984, insistiendo en el “parecido” (affinity) entre las obras de
África y Oceanía y las de vanguardia desde el cubismo hasta la abstracción
pospictórica. Este recurso confirmaba que la presencia del arte prehispánico
argentino en un lugar destinado al arte del siglo XX se justificaba porque
podía ser asimilado al “Arte Primitivo” consagrado por la modernidad
vanguardista.
El texto que
sigue al de Di Tella es el de Alberto Rex González, gran maestro y promotor de
la arqueología argentina, quien además de enfatizar la importancia de las
acciones tendientes a la preservación del patrimonio, ubicaba la colección
Hirsch en el contexto de las colecciones del NOA prehispánico para terminar
destacando el valor “tanto del punto de vista estético como arqueológico de la
colección Hirsch”, reforzando la idea de una doble condición que radicaría en
los objetos.
El texto central
del catálogo, “Caminos sagrados”, es de autoría de otro gran experto en
arqueología del NOA, José Antonio Pérez Gollán, y se estructura en tres
apartados, el primero dedicado a hacer un paneo de los estudios sobre arte
precolombino en la Argentina, el segundo a plantear los principales topos de la
cosmovisión andina (relación con el medio ambiente, culto solar, consumo ritual
de alucinógenos, etc.) y el último a presentar un panorama de la historia
precolombina del NOA. El tenor del texto (en el que no hay ni análisis, ni
alusiones específicas a las piezas exhibidas) responde claramente a una
voluntad contextualizadora de los objetos expuestos a través de un discurso
disciplinar, el de la Arqueología. Sin embargo, el montaje denotaba otra
intencionalidad muy semejante a los criterios que rigieron el del Pabellón de
Sesiones del Louvre. Las piezas se ordenaron por materiales, metal, piedra y
cerámica[34] y las referencias de las mismas, sumamente
escuetas y casi tautológicas, “vaso decorado…”, “escultura antropomorfa en
piedra”, se ubicaban en carteles en las paredes de modo que en las vitrinas se
vieran solo los objetos. En el caso de las piezas de cerámica, como la historia
del NOA prehispánico se ha construido a través de este tipo de materiales a
partir de los cuales se han “definido” estilos cerámicos que se identificaron
con culturas, se les asignaba una pertenencia cultural, Ciénaga, Aguada, etc.,
pero los metales y las piedras como no siempre se ajustan a las definiciones
surgidas de los estilos cerámicos se presentaban sin filiación. Ciertamente en
la catalogación de toda la colección (que se consigna al final del catálogo) se
brinda la información completa de cada pieza y su posible adscripción cultural
pero justamente esta información, que es requerida por los organizadores
oficiales en el momento en que se registra la colección como patrimonio del
estado, no jugó ningún rol significativo en el montaje, centrado y guiado por
las cualidades plástico formales de las piezas, de ahí que se las agrupe no
solo por materiales sino por formatos y diseños. Las piezas se imponían al
espectador en tanto formas plásticas, “obra de arte”, y toda la información
arqueológica (procedencia, función, época) quedaba relegada en el afán de que
no perturbase la “experiencia estética”. Era necesario que la “pieza
arqueológica” desapareciese para que la “obra de arte” pudiese aparecer.
Estos dilemas
museográficos que se plantean ante objetos amerindios, africanos asiáticos y de
Oceanía parecieran no surgir frente a objetos de la Antigüedad greco-latina o
medievales. De hecho no se ha generado ningún debate respecto a cómo mostrar
“piezas arqueológicas” como las Victoria de Samotracia en el Louvre equiparable
a los desatados frente a las colecciones etnográficas africanas o amerindias.
Los montajes en los museos de Bellas Artes de imágenes religiosas
paleocristianas, románicas o góticas, de cerámicas griegas, esculturas
funerarias etruscas, etc. no expresan conflictos con los criterios de montaje
general, al parecer no existe frente a estos objetos la tensión entre
museificación científica vs museificación estética que se plantea ante piezas
prehispánicas o producciones etnográficas. ¿Por qué? La respuesta radicaría en
una cuestión disciplinar, el dónde y cómo mostrar objetos pareciera estar en
estrecha relación con las disciplinas que los analizan y los “explican”.
El estudio de la
Antigüedad del Viejo Mundo surgió desde sus inicios en el Renacimiento como una
rama de los estudios humanísticos.[35] Como se trataba de sociedades con escritura
cuando por algún motivo faltaba el texto escrito se recurría a la excavación
arqueológica de modo que la Arqueología junto con la Filología funcionaban como
ciencias “auxiliares” de la Historia. Desde esta perspectiva se concibe la
existencia de una historia del arte de obras europeas -e incluso del Cercano
Oriente y de Egipto en la medida que han influido en el desarrollo de las
occidentales- producidas antes de la aparición histórica del concepto de
“arte”; incluso aquellas provenientes del “registro arqueológico” porque la
arqueología europea entendida como disciplina histórica construirá un objeto de
estudio pertinente para la Historia del Arte. Construcción articulada con el
empeño puesto por la sociedad renacentista en la reconstrucción de la utopía
perdida, el pasado grecolatino, que motorizó el desarrollo conjunto de la
Arqueología y la Historia del Arte.[36]
En cambio, el
estudio de la Antigüedad del Nuevo Mundo surge mucho después, hacia la segunda
mitad del siglo XIX, y se aplica a sociedades que en ese momento se clasifican
como “ágrafas”, de modo que antes estas la Arqueología se libera de su relación
con la Filología y se acerca a la Antropología; en particular a la Etnología en
la medida que esta ausencia de escritura, identificada con un estadio
“primitivo”, equipara a las sociedades prehispánicas con las etnográficas tanto
amerindias como de África y Oceanía, cuyo estudio se enlazaba claramente con la
empresa colonial.[37]
Los objetos de la
arqueología del Viejo Mundo fueron valorados desde un primer momento como
“obras de arte”, modelo para los artistas del Renacimiento, piezas preciadas
para coleccionistas y mecenas. Por su parte, los objetos de la arqueología del
Nuevo Mundo fueron colectados en primera instancia no por arqueólogos sino por
los conquistadores y colonizadores que los sustrajeron de sociedades vivas,
vale decir, que se trató de “artefactos etnográficos” que circularon por Europa
fundamentalmente como “curiosidades”.[38] Esta condición etnográfica se proyectó sobre
todos los objetos precolombinos que con el tiempo pasaron a ser piezas
arqueológicas procedentes de excavaciones. De modo que si el desarrollo de los
estudios sobre los objetos de la antigüedad del Viejo Mundo habilitó la
posibilidad de su inclusión en la historia del arte occidental, el de los
objetos del Nuevo Mundo los consignó al campo de una Arqueología configurada
bajo el paradigma a-histórico de la Etnología de fines del siglo XIX. En
consecuencia se distribuirán los objetos entre museos de Etnografía y de Bellas
Artes con sus respectivos modelos museográficos.
El destino de
los objetos: la descontextualización y el anacronismo
A través del
análisis precedente hemos querido mostrar que la ontologización de los conceptos
de obra de arte, piezas arqueológicas y artefactos etnográficos articulada con
los desarrollos disciplinares sustenta la vigencia de dos concepciones
museográficas “en pugna”, o al menos en tensión, “la científica”, que
correspondería a la Arqueología y la Etnología, y la “estetizante” que
provendría del campo del Historia del Arte y la Estética, la primera
funcionaría contextualizando los objetos, en tanto que la segunda actuaría en
sentido inverso, descontextualizándolos.
Sin embargo, como
bien señala Schaeffer respecto de los artefactos etnográficos:
la
descontextualización y desfuncionalización de los artefactos en cuestión tuvo
lugar mucho antes de exponerlos. El gesto decisivo fue el hecho mismo de
extraerlos de la sociedad que los produjo y los utilizó, y ese gesto no podría
ser anulado oponiendo una buena museificación cognitiva a una “mala”
museificación estética […] Aún cuando ellos fueran devueltos a su sociedad de
origen eso no los haría recuperar sus contextos de funcionamiento originales
[…] y esto por razones que en parte serían las que harían posible ese retorno,
a saber, un posicionamiento diferente de la sociedad en cuestión.[39]
Lo mismo podría
afirmarse acerca de la exhibición de objetos prehispánicos, coloniales, de la
Europa premoderna o incluso del Occidente moderno en cuyo origen no estuvo la
intención de ser mostrados para ser contemplados con fines estéticos (en el
sentido kantiano del término), inevitablemente son descontextualizados y
desfuncionalizados. Toda exhibición museográfica de objetos que no fueron
pensados para tal fin implica una modificación de su estatus originario ya sea
en un museo de Bellas Artes, de Etnología o de Arqueología, vale decir, pasan a
ser otra cosa en tanto provocan otra cosa, ejercen otra acción, interpelan de
otro modo a los sujetos con los que interactúan. El problema en el caso de los
objetos etnográficos y de los prehispánicos no radica en las
descontextualización sino en que se trata de un “proceso exógeno resultado de
relaciones de dominación y expoliación”.[40]
Por otra parte,
podemos pensar que el destino ineludible de los objetos es ser
descontextualizados y desfuncionalizados en la medida que, al permanecer en el
tiempo, trascienden su contexto originario y adquieren nuevos significaciones y
funciones. En este sentido la reconstrucción de la memoria que atestiguan los
objetos sería posible a través del reconocimiento de la vida de estos, que al
igual que los sujetos, sufren transformaciones y redefiniciones a lo largo del
tiempo y su devenir o mutar de un modo de ser a otro (de artefacto etnográfico
a obra de arte y viceversa) expresaría las posibles vidas del objeto en la
trama relacional con los sujetos a los que interpela y que lo interpelan a su
vez.
Podemos entonces, proponer que la reconstrucción del sentido originario no debe entenderse como opuesta a la consideración de los sentidos que el objeto adquiere en nuevos contextos de circulación y que, por otra parte, la compresión de la significación de un artefacto etnográfico o arqueológico demanda un contexto tanto como una obra de arte. La oposición estetizante vs. científica pareciera negar la dimensión histórica de las producción artística. Cuando estamos frente a una obra de Van Gogh la información acerca de cuándo, cómo, dónde, para qué, etc., pintó esa obra es tan “necesaria” como frente a un ajuar funerario prehispánico o la parafernalia chamánica[41]. La operación estetizante, entendida como la exhibición despojada de datos contextuales, es una operación que afecta a la definición de todo tipo de objetos porque los significados no emanan de estos sino que se constituyen en la trama de las relaciones con los sujetos en determinados espacios de uso, circulación, etc. Al respecto Gell propone indagar el contexto en el cuál un objeto (etnográfico, prehispánico, pre-renacentista, etc.) deviene “obra de arte” por las significaciones que se ponen en juego: “…the nature of the art object is a function of the social relational matrix in which is embedded. It has no ‘intrinsic’ nature independent of the relation context”.[42]
Si rechazamos
toda posición esencialista y ontologizante y pensamos al objeto como una
entidad viva y actuante concluimos en que su descontextualización,
desfuncionalización y refuncionalización son inevitables. Las concepciones
relacionales implican que no hay un único contexto verdadero del objeto sino
que en la vida de los mismos estos ocupan lugares diversos en los que
encuentran diversas definiciones. Por ejemplo, una pipa para fumar alucinógenos
en tanto entidad viva que propicia la transformación chamánica deja de serlo en
el momento mismo en que es sacada del ámbito en el que se la usaba e
interpelaba en relación a esa práctica, más allá del modo en el que se la
exhiba. En este sentido coincidimos con García Canclini cuando afirma que la
“fascinación” por los objetos no-occidentales podría crecer si nos preguntamos
por su historia y entendemos cómo se “recargan de sentido en contextos
diferentes, y si el museo –de antropología o de arte- brindara conocimientos
contenidos no en el objeto sino en el trayecto de sus apropiaciones”.[43]
Si pensamos que
no existen en términos ontológicos piezas arqueológicas, objetos etnográficos y
obras de arte sino simplemente “objetos” originados en una diversidad de
contextos, no hay objetos que naturalmente pertenezcan a determinado campo de
estudio, ni a determinados espacios de circulación y consumo, de modo que, ni
un óleo sobre tela del siglo XVI pertenece “por su naturaleza” al Museo de
Bellas Artes, ni el fetiche africano al de Etnología. No hay lugares de
exhibición correctos y otros incorrectos de acuerdo a los “tipos” de obras
producidas por los hombres a lo largo de la historia porque la definición de
esos “tipos” responde a artificios conceptuales construidos en el desarrollo de
esa misma historia y como tales pueden ser deconstruidos. Asumir esta posición
implica abandonar la pregunta acerca de qué lugar, museo o campo disciplinar le
corresponde a los objetos y encarar la indagación acerca de cómo cada campo se
los apropia, a través de saberes y técnicas, naturalizando sus respectivas
pertenencias.[44]
Si en cambio de
ontologizar los objetos en los tipos enunciados asumimos que esas categorías
son representaciones surgidas de situaciones relacionales que involucran a
objetos, espacios y sujetos, será en esa trama y de acuerdo a la relación de
agencia donde el objeto hallará su definición. En este sentido el camino hacia
la reconstrucción de la memoria histórica a través de las obras humanas debería
fundarse en: una apertura transdisciplinar en función de abordar la pluralidad
anacrónica propia de los objetos del pasado y del presente, el abandono del
supuesto de que hay modos “verdaderos y científicos” de explicar ontológicamente
a los objetos, y el planteo de la pregunta acerca de quienes y para qué se
apropian de la memoria encarnada en los estos.
Quizás sea hora
de asumir que, como bien señala Didi-Huberman, “la historia es una forma
poética, incluso una retórica del tiempo explorado”.[45] Las operaciones sobre los objetos que nos
llegan del pasado más lejano o más cercano corresponden a esa retórica de
exploración.
* Una primera
versión (que está inédita) de este texto se presentó en el simposio“Colección
y memoria en la Argentina: construyendo identidades con imágenes y objetos”
desarrollado en el Tercer Congreso Internacional Artes
en Cruce “Los espacios de la memoria. Memorias del porvenir”,
organizado por el Dpto. de Artes de la Facultad de Filosofía y Letras de la
UBA, que tuvo lugar en el Centro Cultural de la Memoria entre el 6 y el 10 de
agosto de 2013, bajo el título: ¿Cuando estamos frente a una obra de arte, una
pieza arqueológica o artefacto etnográfico? Presentamos aquí una versión más
extensa y con modificaciones que incorporan el debate que se desarrolló en
dicha ocasión.
Agradecimientos:
Al Lic. Jorge
Cordonet de Asuntos Culturales de la Cancillería quien me facilitó el acceso a
las colecciones y a material fotográfico y que generosamente me acompañó en una
recorrida por las salas.
A Larisa
Mantovani que hizo las gestiones en cancillería.
Notas
[1] Jean Marie Schaeffer, Arte, objetos,
ficción, cuerpo, Buenos Aires, Editorial Biblos, 2012, p.49
[2] Idem, p. 51.
[3] Ver Irina Podgorny, “Naturaleza, colecciones
y museos en Iberoamérica”, en Américo Castilla (comp.), El museo en
escena. Política y cultura en América Latina, Buenos Aires, Paidós, 2010.
[4]Irina Podgorny, “La prueba asesinada. El trabajo
de campo y los métodos de registro en la arqueología de los inicios del siglo
XX”, en Frida Gorbach y Carlos López Beltrán (eds.), Saberes locales:
ensayos sobre historia de la ciencia en América Latina, México, El Colegio
de Michoacán, 2008, p.176.
[5] Jean
Marie Schaeffer, op. cit., 53
[6] A propósito de la polémica muestra
presentada en el MOMA en 1984, “Primitivismo en al arte del siglo XX: afinidad
entre lo tribal y lo moderno”, James Clifford señalaba: “Una máscara esquimal
tridimensional con doce brazos y cierto número de agujeros cuelga junto a una
tela en la que Joan Miró ha pintado formas coloreadas. La gente de Nueva York
contempla los dos objetos y ve que son parecidos […] Podría reunirse una
colección igualmente elocuente demostrando agudas diferencias entre objetos
tribales y modernos” [James Clifford, “Historia de lo tribal y lo moderno”, en Dilemas de la cultura, Barcelona,
Gedisa, 1995, pp. 230-231], como así también entre los objetos tribales entre
sí. A lo largo de las décadas siguientes se han sucedido numerosos debates en
torno a la cuestión acercca de cómo y porqué los objetos no-occidentales
devienen arte, artefactos, etc. Al respecto pueden verse los textos compilados
por Arthur Danto en el catálogo de la exposición Art/artifact: African
Art in Anthropology Collections, con introducción de su curadora la
antropóloga Susan Vogel. La muestra se realizó en 1988 en el Museum for African
Art de Nueva York y reunió 160 piezas africanas procedentes de tres museos
fundados en 1860: Buffallo Museum of Science, Hampton University Museum
(Virginia), American Museum of Natural History (New York). Enriquece el debate
el artículo de Alfred Gell, “Vogel’s net: traps as artworks and artworks as
traps”, publicado en Jornal of material Culture, en el que
interpela el texto con el que Vogel abre el catálogo de la mencionada muestra. Ambos
textos fueron reproducidos en Howard Morphy and Morgan Perkins (eds.), The
Anthropology of Art. A reader, Blackwell Publishing, Oxford, 2006.
[7] Price,
Sally, Primitive Arte in Civilized Place, University of Chicago
Press, London and Chicago, 1989, p. 97.
[8] Tomemos como ejemplo la obra de Miguel Ángel
Ríos, artista nacido en Catamarca que hace varias décadas vive en Estados
Unidos y goza de prestigio internacional, en muchas de sus obras, de marcado
carácter conceptual, Ríos integra piezas cerámicas o la obra es un ceramio,
elaboradas por el mismo en Catamarca en hornos excavados en la tierra siguiendo
los modos tradicionales de hacer ceramios. Ningún ceramista local que siga
usando esas antiquísimas técnicas para hacer sus piezas podrá vender jamás una
de estas a un precio apenas aproximado al de cualquiera de las obras de Ríos.
[9] Véase George Dickie, El círculo del
arte. Una teoría del arte, Paidós, Barcelona, 2005 [1ª edición en inglés
1984] y Pierre Bourdieu, La distinción. Criterio y bases sociales del
gusto, Taurus, Barcelona, 1999 [1ª edición en francés 1979].
[10]Alfred
Gell, “Vogel’s net: traps as artworks and artworks as traps”, en Howard Morphy
and Morgan Perkins (eds.), op. cit.
[11] Noción que el autor asimila a la “idea
estética” de Kant. Cf. Arthur Danto, Qué es el arte, Buenos Aires,
Paidós, 2013.
[13]En relación a la oposición funcionalidad vs.
no-funcionalidad aplicada a las diferencias entre arte y artesanía véase: María
Alba Bovisio, Algo más sobre una vieja cuestión: arte ¿vs.?
artesanía, Buenos Aires, FIAAR, 2001.
[14] Erwin Panofsky, El significado
de las artes visuales, Buenos Aires, Infinito, 1970 [1ª edición en
inglés 1955], p.23.
[15] Inoperancia que no tiene mayores
consecuencias para un historiador que encara el estudio de pinturas europeas de
los siglos XV a XVIII y que observa como un capricho de época la
presencia de “objetos primitivos” a los espacios consagrados para el arte:
“Todos hemos visto con nuestros propios ojos como se trasladan a exposiciones
de arte las cucharas y fetiches que había en museos etnológicos”. Ibidem,
p. 24.
[16]Citado en Néstor García Canclini, “¿Los
arquitectos y el espectáculo le hacen mal a los museos?, en Américo Castilla
(comp.), op. cit., p. 137.
[17] Los nombres propuestos “Museo de las Artes
Primeras”, o “de las Artes de las civilizaciones de África, Asia y
Oceanía” dan cuenta de la dificultad permanente que presentan las definiciones
basadas en perspectivas ontologizantes. La página institucional del museo se
denomina Quai Branly, là où dialoguent les cultures, cabría
reflexionar acerca de cómo dialogan las culturas de África, Asia, América y
Oceanía en una calle de París.
[18] Este pabellón permanece montado en el Louvre
como sala complementaria del Quai Branly.
[19] Citado en Jean Marie Schaeffer op.cit.,
p. 60.
[20] Cabe preguntarse quiénes y para qué
esperaban que estos objetos se exhiban en el Louvre.
[21] Texto de la página institucional del Museo
Quai Brainly: www.quaibranly.fr
[22] Price refiriéndose a los “artefactos
etnográficos” señala que las explicaciones didácticas desaparecen cuando se los
exhibe como “arte etnográfico” de modo que se los desvincula de todas sus
relaciones contextuales y este aislamiento los transforma en objetos únicos,
valor constitutivo de las “obras de arte”. Sally Price, op.cit., p.
86.
[23] Los debates entorno al museo fueron
publicados en Bruno Latour, Le dialogue des cultures:
actesvdesvrencontres inaugurales du Musée du Quai Branly, Paris, Babel,
2007.
[24] Néstor García Canclini, op. cit,
pp. 138-9.
[25] El trabajo analiza el Museo Nacional de
Bellas Artes de Buenos Aires, el de Ciencias Naturales de La Plata y el
Etnográfico “Juan B. Ambrosetti” de la Facultad de Filosofía y Letras de la
Universidad de Buenos Aires.
[26] María Hellemeyer, “Arte indígena o el
triunfo del evolucionismo”, en María Alba Bovisio y Marta Penhos (comp.) Arte
indígena: categorías, prácticas, objetos, Córdoba, Encuentro Grupo editor/
Facultad de Humanidades, Universidad Nacional de Catamarca, Colección
Con-textos Humanos 3, 2010, p. 63.
[27] Idem, p. 65.
[28] Ibídem, p. 70.
[29] Para ampliar este debate puede verse los
otros trabajos compilados en el volumen que incluye el de Hellemeyer: María
Alva Bovisio y Marta Penhos, op. cit.
[30] Alberto Rex González en uno de los textos
introductorios del catálogo destaca a propósito de la adquisición de la
colección Hirsch de arte precolombino: “Esta circunstancia adquiere mayor
relevancia ante el serio deterioro de nuestra herencia cultural que tiene su
origen en el saqueo, exportación ilegal y venta fuera del país de piezas
arqueológicas, así como en la parálisis de muchas de las instituciones
oficiales encargadas de la conservación del patrimonio”, AAVV., Caminos
sagrados. Arte precolombino argentino. La colección de la cancillería argentina,
Buenos Aires, Banco Velox, 1999.
[31] Criterios equiparables a los de la colección
Di Tella que hoy forma parte del acervo del Museo Nacional de Bellas Artes,
Buenos Aires.
[32] AAVV, Caminos sagrados…, op.
cit., s/p. Hemos analizado el rol de la Etnología, en particular las
teorías de Franz Boas, y de las vanguardias europeas de principios del siglo
XX, en el surgimiento de la categoría de “arte primitivo”, ver: María Alba
Bovisio, “¿Qué es esa cosa llamada "arte...primitivo"? Acerca del
nacimiento de una categoría", en Epílogos y prólogos para un fin
de siglo, VIII Jornadas de Teoría e Historia de las Artes, Centro Argentno
de Investigadores de Arte, Buenos Aires, 1999, pp. 339-350.
[33] Respecto a la existencia de “abstracción” en
la América Prehispánica, Paternosto propone un análisis que se opone a esta
idea de “parentesco” entre el arte prehispánico y el moderno, y señala la
originalidad y especificidad de la abstracción amerindia. Ver César
Paternosto, Abstracción: el paradigma amerindio, Bruselas, IVAM,
2001.
[34] Criterio que se mantiene hasta hoy en la
exposición en el Palacio San Martín.
[35] George Kubler, Arte y arquitectura
en la América Precolonial, Madrid, Cátedra, 1983, p. 33.
[36] José Alcina Franch, Arqueólogos y
anticuarios, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1995, p. 17.
[37] Es elocuente la existencia en Europa, EE.UU.
e incluso Latinoamérica, de cátedras y departamentos universitarios
abocados al estudio de África, Oceanía y América Precolombina. ¡Descabellada
relación de continente, tiempos y lugares!
[38] José Alcina Franch, op. cit, p.
21; María Alba Bovisio, “El periplo del objeto mitológico: itinerarios
simbólicos del arte prehispánico entre los siglos XVI y XX”, Journal de
Ciencias Sociales, revista académica de la Facultad de Ciencias Sociales de
la Universidad de Palermo, Buenos Aires, 2013, en prensa.
[39] Jean
Marie Schaeffer, op. cit., p. 61.
[41] Como bien señala Descola la crítica acerca
de la descontextualización estetizante del montaje del Museo Quai Branly podría
aplicarse a los museos de arte que no se interrogan acerca de los contextos
socio-históricos de las obras que exponen. Citado en Néstor García
Canclini, op. cit, p. 139.
[42] Alfred
Gell, Art and agency. An anthropological Theory, Oxford, Claredon Press, 1998, p. 7. Excede los alcances de este trabajo
profundizar esta cuestión pero, siguiendo a Gell podemos plantear que no solo
no se pueden definir las categorías de objetos en términos ontológicos sino que
las categorías mismas de sujetos y objetos son relaciones. Tanto objetos como
sujetos ejercen agencia, vale decir, se constituyen en sujetos activos, de modo
que, por ejemplo, una escultura que encarna a la deidad como el caso de las
wakas andinas, funciona como persona, y un chaman que es medio para la
comunicación con la deidad se constituye en objeto.
[43] Néstor García Canclini, op. cit.,
p. 140.
[44] La muestra curada por el antropólogo
Philippe Descola en el Museo Quai Brainly en 2010, Le fabrique des
images. Visions de monde et formes de le représentation, es a nuestro
juicio (más allá de la posibilidad de debatir el criterio curatorial y la
teoría que lo sustentó) un buen ejemplo de nuevas posibilidades de pensar e
indagar a las “obras de factura humana”. Descola incluyó objetos de los cuatro
continentes y de todas las épocas en función de la pregunta acerca de las
relaciones entre las ontologías y los sistemas de representación, pregunta
válida tanto para una obra de Van Eyck como para una miniatura esquimal tallada
en asta de principios de siglo XX, una pintura sobre corteza de aborígenes
australianos, un manuscrito miniado de Saint Server, el tambor de un chaman
siberiano, máscaras de Costa de Marfil, esculturas aztecas, etc.
[45] Georges Didi-Huberman, Ante el
tiempo, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2006, p. 41.
__
- De CAIANA, 12/2013
Revista
de Historia del Arte y Cultura Visual
del Centro Argentino
de Investigadores de Arte
Contacto: caiana@caia.org.ar
El autor
Doctora en
Historia y Teoría de las Artes por la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA,
docente e investigadora en la cátedra de Arte Precolombino de esa institución,
donde también ejerce la docencia de posgrado, y Profesora de Arte Amerindio en
la Maestría en Historia del Arte del IDAES/UNSAM. Su tesis doctoral, titulada
“De imágenes y misterios: el problema de la interpretación del "arte"
prehispánico” (2008), ha sido publicada parcialmente en diversas revistas
especializadas de Arqueología, Antropología y Teoría e Historia del Arte. Es
autora del libro Algo más sobre una vieja cuestión: “arte” vs.
“artesanía” (2002), co-autora junto a Marta Penhos de Arte
indígena: categorías, prácticas y objetos (2010) y co-autora con Juan
Carlos Radovich de Arte Indígena en Tiempos del Bicentenario (2011).
mariaalbab@yahoo.com.ar
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