La filosofía
puede ser entendida como una historia de conceptos.
No es la única
precisión que se ha formulado al respecto ni, desde ninguna óptica, debe
considerarse irrebatible. Podemos creer negativo que, aun cuando hayan pasado
25 siglos desde su aparición en Grecia, no se tenga todavía una definición
categórica; con todo, lejos de ser penosa, esta indeterminación evidencia
vitalidad. Es que tenemos la posibilidad de continuar con debates en torno a su
naturaleza, función o, si alguien lo prefiere, inutilidad.
Esto ha ocurrido
en varias épocas, explotándose teorías, doctrinas y sistemas elaborados para
intentar una mejor comprensión de lo que nos sucede. Desde la idea de razón,
con que comienza esta tradición del pensamiento, según François Châtelet, hasta
las nociones asociadas con el poscolonialismo, reflexionar sobre todas esas
palabras se ha juzgado fundamental para reconocer a un filósofo.
La importancia
de la coherencia
Pese a ello,
además de lanzar preguntas y aventurar contestaciones, ese plano teórico debe
ser complementado con la vida. Porque, así como concedemos valor a las ideas,
conviene tener presente al comportamiento de quien se decantó por plantearlas.
En general,
encontrar a personas que se caractericen siempre por la coherencia es difícil,
tal vez imposible. Para Jeremy Bentham, se trata de la cualidad más rara que
pueda ostentar un ser humano, por lo cual no cabe pensar en innumerables
portadores.
Lo menos complejo
es respetar los principios solamente cuando las circunstancias y nuestros
intereses vuelvan posible su observancia. Muchos sujetos pueden discursear en
relación con las virtudes que dan sentido a su existencia; empero, una vez
fuera del escenario, el contraste se vuelve total.
A veces ha sido
mayor el esfuerzo por hacer verosímil una determinada creencia. Pasó, por
ejemplo, con Tolstoi, quien, devoto de los campesinos, se vestía como ellos,
aunque usando seda en lugar del material convencional. En su lógica, ninguna
muestra de admiración servía para sacrificar el buen gusto. Obviamente, no ha
sido la única persona que incurrió en este tipo de simulación, fingimiento o
hasta impostura, desnudando cuán frágiles resultan aquellas convicciones.
Diógenes
Pero se han dado
casos en los que la vida refleja también el ideario de una persona. El mundo
antiguo, del cual nunca dejaremos de aprender, nos ofrece significativos
ejemplos. Traigo a la memoria uno que no causa ninguna clase de indiferencia: Diógenes
de Sínope. Lo evoco porque diversos pasajes de su existencia sirven para
demostrar que intentaba ser coherente. Sus críticas, tan contundentes cuanto
indiscriminadas, dejaban notar a un individuo que no deseaba el intercambio de
favores por lisonjas. Fue quien despreció al propio Alejandro Magno cuando
éste, otrora discípulo del esclarecido Aristóteles, quiso conocerlo para
procurar alguna reflexión en conjunto. Ni siquiera en situaciones críticas se
animó a efectuar concesiones.
A propósito, subrayo
que, cuando lo hicieron esclavo, el encargado de su venta le preguntó sobre sus
habilidades. Con su habitual desenfado, Diógenes contestó: "Sé mandar a
los hombres.
Pregona si alguno
quiere comprarse un amo”. Huelga decir que su insolencia no le aseguraba un
trato favorable; sin embargo, era una clara expresión de autenticidad.
Epicuro
Epicuro, filósofo
injustamente vilipendiado, es otra muestra de congruencia. Para este pensador,
el placer debía ser reconocido como nuestra piedra de toque. Cualquier otro
criterio moral que aspirase a ser tomado en cuenta para sustentar una
determinación era inaceptable.
No hay que
imaginar excesos del beber, comer o amar; por el contrario, al final, esas
exageraciones se tornaban contraproducentes. El reto era elegir el disfrute,
dejando de lado la inclinación al dolor o sufrimiento.
Mas no era lo
único que interesaba. Pasa que, además de perseguir el goce, tanto los amigos
como la razón justificaban las consideraciones del ser humano. Estos conceptos
confluyeron en un experimento libertario que tuvo a Epicuro como promotor: el
Jardín.
Era una escuela
de filosofía que ofrecía un ambiente en el cual las reflexiones, la fraternidad
y los deleites eran fundamentales. No se pretendía el establecimiento de un
centro con relaciones verticales, impuestas para garantizar la subordinación
del alumno, incluso su sempiterna inferioridad.
El fundador del
hedonismo no era Platón; por ende, su objetivo contaba con características
distintas. A él no le importaba la preparación de los nuevos estadistas,
aquellos que serían llamados por el destino para regir su ciudad. Lo que
buscaba y aplicaba mediante su comunidad cuasi edénica, aunque sin
interferencias divinas, era un mejor modo de vivir.
Simone Weil
No solamente hay
una integridad signada por el disfrute de la vida. En ciertos casos, una línea
de conducta puede ser tan rigurosa que ponga en riesgo la salud. Recuerdo la
inflexibilidad que marcó a Simone Weil, notable pensadora del siglo XX.
Estudiante de suprema calidad, pudo haberse dedicado sólo a los menesteres del
campus. No obstante, ella tenía una serie de convicciones que volvían
imposible tal destino.
Así, para conocer
lo que era realmente la condición obrera, trabajó en una fábrica,
experimentando los mismos pesares de sus colegas. No le resultaba suficiente la
teorización al respecto, los esfuerzos especulativos para su comprensión, las
sistematizaciones desde un escritorio: era necesario estar en esa
situación.
Esto le hizo
incurrir en radicalidades como, verbigracia, abstenerse de comer porque otros
oprimidos no podían hacerlo. Era su forma de mostrar solidaridad y, ante todo,
ser leal a los postulados que creía defendibles.
Actuó de tal
manera sin medir las consecuencias. Nacida en 1909, falleció el año 1943, joven
aún, porque su debilitado cuerpo no soportó los embates de la tuberculosis. Fue
un desenlace que, según se cree, pudo haber sido contrarrestado si hubiese
mediado un compromiso más relajado, es decir, una de las tantas hipocresías o
astucias del presente.
__
De PÁGINA SIETE
(La Paz), 30/07/2017
Foto: Simone Weil
No comments:
Post a Comment