“El tema del agua
en Cochabamba no depende del tema de Misicuni porque Misicuni depende del tema
de la lluvia –ha dicho el Ministro– porque el tema del abastecimiento depende
del tema del presupuesto y de otros temas pendientes”.
Tantos “temas”
con que invariablemente los locutores de televisión atormentan al oyente.
Una muestra, entre
muchas, de su escuálido arsenal de palabras y de la pobreza de su vocabulario.
Pero los locutores no son los únicos aunque por su trabajo cotidiano se les
nota más la dolencia. La plaga afecta también a políticos, autoridades,
funcionarios, sindicalistas, profesionales, en fin, personal de la más variada
actividad y del más distinto origen familiar y social. Unos más enfermos que
otros y todos patinando sobre una esmirriada e inexpresiva disponibilidad
verbal. El vacío verbal es inseparable del vacío de ideas, generalmente.
¿Habrá que culpar
a los profesores de gramática, en la escuela, o de literatura, en el colegio? Y
si es cierto que el lenguaje se enriquece leyendo buenos libros, ¿es posible
pensar que esta indigencia proviene de la ausencia de lecturas? Y sin embargo,
está demostrado que el lenguaje popular, así fuera ágrafo, es poético,
elocuente y muy expresivo. Ni qué decir de las lenguas autóctonas que superan,
muchas veces, las posibilidades lingüísticas de los idiomas oficiales. El
desastre radica –en el caso de los locutores de radio y televisión, de los
oradores politiqueros o no y de otros sujetos que comparten la epidemia– en
querer expresarse en un castellano que no han frecuentado gramaticalmente desde
la infancia. Para la anécdota, tenemos un Ministro empeñado en emular a los
cultiparlantes, con tan mala fortuna que enreda conceptos y vocablos en una
sintaxis ininteligible. La gente lo llama Cantinflas, pero que yo recuerde tal
personaje era al fin de cuentas gracioso y comprensible. Alguien ha sugerido
que bastaría que traten de traducir de su lengua materna, el aymara o el
quechua por ejemplo, aunque fuera conservando –y mejor si así sucede– la
sintaxis original. El llamado “quechuañol” inteligente y conceptuoso es grato y
además inobjetable.
También, por
supuesto, importa la información cultural. No hace mucho un locutor comentó la
novela de Carlos Mesa en estos términos: “Es una gran novela. Se trata de la
captura de Atahuallpa por el conquistador Hernán Cortés”. Y abundan las muletillas
sin ton ni son: “Sin lugar a dudas”, “Una imagen vale por cien palabras”, “En
honor a la verdad”. Los bajos salarios, un mal entendido empoderamiento, la
inclusión social irresponsable que ignora aquello de “zapatero a tus zapatos”,
las concesiones al mal gusto populachero por razones utilitarias, también
explicarían, quizá, la degradación del periodismo informativo. Y las vanidades
inevitables que convierten, de la noche a la mañana, a un locutor deportivo en
politólogo.
El “dequeísmo”
(yo pienso de que, me dijo de que, parece de que, de que, de que) es otro virus
difícil de desarraigar y que se extiende cada vez más. Ya contagió a nuestro
Vicepresidente y eso que –según declaración propia– tiene leídos más de 6.000
libros. Concluyendo: No piensen, por favor, que este comentario persigue aquel
purismo cursi y antañón y menos un acatamiento servil a la academia de la
lengua. Pretende apenas señalar algunos defectos injustificables seguramente
propios de los países subdesarrollados, pero que, en el caso nuestro, revelan
un retroceso cultural si juzgamos las cosas comparativamente con un pasado no
tan lejano.
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De RAMONA
(OPINIÓN/Cochabamba), 30/07/2017
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