EMANUEL MORDACINI
El más
vívido recuerdo de mi infancia está relacionado con una película: Critters 2:
The Main Course (Mick Garris, 1988). Todo comenzó una siesta de otoño en Las
Rosas, a fines de los ochenta. Yo estaba en el videoclub, como era mi
costumbre, cuando de pronto vi la cajita en la estantería reservada a los
estrenos. Me sentí dichoso, rebosante de felicidad. Se trataba de mi película,
la que venía siguiendo desde hacía meses. Quise verla de inmediato, pero la
única copia estaba alquilada, así que no me quedó más remedio que esperar hasta
el día siguiente. La miré solo, en una habitación dentro del videoclub. En esa
época estaban de moda los films con marionetas. El éxito de Gremlins (Joe
Dante, 1983) había generado un aluvión de cintas por el estilo. Bichos de utilería
que asesinaban gente, básicamente de eso se trataba el asunto. Un dato curioso;
estos bichos siempre atacaban pueblos, nunca ciudades. Las grandes invasiones,
parecía ser, se gestaban en pequeñas comunidades. Cuando estas criaturas
revoltosas se trasladaban al cemento, fracasaban miserablemente. Así lo
dictaban las reglas del cine por aquellos tiempos, así nos habíamos
acostumbrado. Era entendible, dicho sea de paso; hay en los pueblos cierta
fantasmagoría que parece facilitar la irrupción de aliens, espectros, zombies y
plagas afines. En los pueblos todo resulta ominoso, letárgico, misterioso.
Siempre hay monstruos escondidos tras muros andrajosos, siempre hay ojos
extraños acechando desde las penumbras. En la película que nos atañe los
Critters se la agarran con cierto pueblito de granjeros llamado Grover Bend y
Brad, un quinceañero pelirrojo y bastante estúpido, es el héroe involuntario
encargado de hacerles frente. Son ochenta minutos de sangre, gritos, corridas,
explosiones y algunas tetas tiradas como al descuido, todo en la medida justa,
para no incomodar a nadie. Pues bien, como les decía, miré la película y quedé
maravillado, extasiado, enamorado de los condenados peluches alienígenas. Tanto
me gustó, que terminé plagiando su argumento en una redacción de la escuela.
Fue en quinto grado, a mis diez años, durante una clase de Lengua comandada por
alguna maestra insoportable. Se trataba de la típica tarea de primaria:
redacción con tema libre. La consigna, sumada al film de los Critters todavía fresco
en mi cabeza, aguijoneó mi imaginación. Quería escribir sobre lo que había
visto en pantalla, contar la historia de un pueblo asediado por criaturas
carnívoras, trasladar al papel esas narraciones de videoclub, proyectar desde
mi pluma toda la esencia de esas siestas de cine. No me salía escribir como los
demás chicos; todas esas anécdotas insulsas sobre días de pesca con los padres,
visitas a casa de la abuela, jornadas de cacería y asuntos parecidos. No señor,
yo estaba bien lejos de todo eso. Quería (y necesitaba) escribir acerca de los
malditos bichos extraterrestres, y que se aguantaran las putas maestras. Un
pueblo (el mío, Las Rosas) caería despedazado bajo las hambrientas mandíbulas
de una amenazaba venida del espacio. Tenía tres días para acabar la narración, como un
enajenado, puse manos a la obra.
El título
nació instantáneamente: La noche de los Crackers (elegí el término CRACKERS
porque sonaba parecido a CRITTERS, hoy sé que CRITTERS significa en inglés
CRIATURAS, en mi niñez no lo sabía). Me largué a escribir como un loco; sin
pausa, sin miramientos, siguiendo los dictámenes de una lógica entre infantil y
perversa; escribir por la mañana, por la tarde, por la noche, entre comidas,
sacrificar sagrados shows de TV en procura de mi historia, escribir
desesperadamente, borracho de ideas, abstraído del mundo. A la mierda mi madre
y su locura, a la mierda mis maestras, la realidad, el pueblo. ¡A la mierda
todo! Al fin, acabé la narración: Las Rosas, 1988. Un rayo de plata quiebra la
noche, se escucha un estallido, a lo lejos se ven los destellos de una
explosión, el campo se sacude; algo ha caído en el pueblo, algo que vino de
arriba, de las estrellas. Ahí estoy yo, Emanuel, con diez años recién
cumplidos, en casa con mi vieja, mis abuelos y mi mascota; una perrita color
canela llamada Jenny. Ahí estamos todos; una familia más, un pueblo más, el
otoño, la rutina ¿Qué podía suceder de extraordinario en un lugar como Las
Rosas? Y de pronto; el misterio, el enigma que se enquista en la epidermis del
pueblo. Lo innombrable, lo desconocido. Extrañas huellas en la tierra, animales
de corral que aparecen devorados, abiertos en canal, desviscerados, una persona
(un viejo, una niña) que desaparece misteriosamente, la gente que comienza a
hablar, a tejer rumores, a fabular ¿Qué está sucediendo en el pueblo? ¿Está
todo relacionado con eso que cayó en el campo? ¿Y las luces en
el cielo, y los pastizales chamuscados? No iba a detenerme demasiado en el
misterio y las fabulaciones, en la película no pasaba eso; allí los primeros
minutos de suspenso no eran más que un prólogo, el preludio a todo el horror
que sobrevendría luego. Quería acción, aullidos, criaturas carniceras en primer
plano, mutilaciones. El resultado fue un baño de sangre, una desaforada odisea,
un delirio más cercano a la enfermedad mental que a mis terrores infantiles.
Ahí estaba la narración; mi tarea del día: literatura estrafalaria en estado
puro. Se trataba de un cuento desprolijo, caótico, ingenuo, inquietante en
cierto sentido; lo que podía esperarse de un pibe solitario con la cabeza
surcada por cine barato, series de TV, historietas y cultura chatarra. Eran mis
fantasías volcadas sobre el papel, todo lo que daba existencia a mi universo
infantil, todo lo que me llenaba. Los vericuetos del relato, por otra parte, no
se alejaban demasiado de la trama de la película. Los Crackers eran diminutas
bolas de pelo que nacían de huevos y que aumentaban considerablemente su tamaño
conforme se alimentaban (de carne, se entiende; humana preferentemente). Al
igual que los Critters, habían escapado de un Asteroide Prisión en una lejana
galaxia y penetrado por accidente en la atmósfera terrestre hasta estrellarse
en los campos de Las Rosas. En la película eran perseguidos por un par de caza
recompensas mutantes; no recuerdo haberlos incluido en mi cuento, tampoco
interesa mucho. Sucedió lo que ya imaginan: la narración fue un éxito. La
escuela se vio de pronto sacudida por una estrambótica historia de parásitos
caníbales y persecuciones intergalácticas. Sangre, vísceras, rayos laser;
imaginería berreta servida en bandeja de plata. Las maestras estaban
encantadas, todo el jodido establecimiento hablaba de mi cuento, de la
redacción de Emanuel Mordacini, de mis peluches extraterrestres. Y ahí seguía
yo, muchachito timorato devenido estrella literaria
de la escuela, niñato escritor de medio pelo, esgrimiendo una sonrisita
estúpida, sintiéndome importante por primera vez en mucho tiempo. Diez años
tenía, tan solo diez años.
-A ver,
Emanuel ¡Leé tu redacción, leésela a los chicos! -bufaba mi maestra de Lengua
en pleno aula.
Y entonces
yo me levantaba de mi silla y caminaba erguido hasta el pizarrón, me paraba
frente a la clase y leía, leía como un imbécil, como un pobre chico, leía en
voz alta mientras la maestra se mataba de risa y mis compañeros vivaban desde
sus pupitres, leía mi cuento, liberaba a los Crackers de su cárcel de papel y
tinta, les daba nueva vida; las resonancias de mi voz recreaban a mis criaturas
en los cerebros de mis sádicos compañeritos.
Los
cadáveres se acumulaban por montones, el pueblo estaba siendo diezmado. Los
Crackers se movían en conjunto, rodaban por los prados rosenses como erizos
drogados. Hordas enloquecidas engullían todo aquello que corriera, gritara y
tuviera sangre caliente. Para los Crackers un cerdo sobrealimentado y un ser
humano rechoncho constituían el mismo irresistible manjar. Erraban por el
universo saciando su hambre espantosa; nunca estaban satisfechos, nunca se
daban por vencidos. Cuando en Las Rosas no quedara un solo ser vivo en pie,
continuarían por todo el planeta su raid carnicero. Al sur, al norte, al este,
al oeste; el globo terráqueo no era más que una bola de carne gigante
suspendida en un cosmos sanguinolento. Los Crackers no razonaban, no pensaban,
solo comían, comían, ¡COMÍAN! ¿Por qué, con apenas diez años, había escrito una
historia semejante? ¿No estaba, de manera precoz, vengándome del pueblo a
través de mi pluma? ¿Había encontrado en la película de los Critters la excusa
ideal para desatar mis aletargados instintos criminales? Toda la escuela se
engolosinaba con mi historia y yo solo quería que la sangre siguiera corriendo.
El asunto
es que varias semanas después mi cuento continuaba en boca de todos. Mis
compañeros se burlaban (porque eso era lo que hacían; burlarse), los
preceptores y porteros me miraban como a un lunático y mi maestra de Lengua no
dejaba de instarme a que escribiera otra narración.
-¡Escribí,
Emanuel, escribí otro de esos cuentos tuyos! -me decía la muy imbécil.
Y yo
escribí otros, por supuesto. Y no solo eso: escribí varios; todos
inspirados en films vistos en el videoclub. Recuerdo dos relatos paranormales
basados en las películas Beetlejuice, de Tim Burton, y Scrooged, de Richard
Donner, esa donde Bill Murray es acosado por tres fantasmas y que está basada a
su vez en una novela de Charles Dickens. En todos los casos, de más está
decirlo, me hacían leer frente a la clase. Viéndolo ahora con mis ojos de
adulto, la escena no deja de resultarme patética: un niño freak puesto
como espectáculo ante un auditorio de alumnos bufones y maestras voraces. ¡Y
todos vivaban! ¡Y todos reían! ¡Y yo simplemente leía!
Los
Critters siguieron en mi cerebro durante mucho tiempo, y los Crackers encontraron
un final acorde a mi compleja realidad; mi vieja, estudiante frustrada de
literatura y futura esquizofrénica, no veía con buenos ojos todas esas
narraciones mías.
-No me
gusta que escribas eso, Emanuel -me dijo-. No lo hagas más, no quiero que te expongas
de esa manera.
Acto
seguido, destruyó los manuscritos. Me dolió en su momento, luego lo olvidé y
continué con mi vida. Pasó el tiempo, Las Rosas cambió y hoy casi nadie se
acuerda de aquellos relatos. Hace poco más de un año, mitad por nostalgia y
mitad por genuino interés, intenté volver a ellos. La infancia es una etapa que
recuerdo con muchísimo cariño, aun con todos mis padecimientos. Pensé: a los
diez revolucioné mi escuela con una historia de extraterrestres ¿Por qué no
escribir algo así ahora, de adulto? ¿Qué tan difícil puede ser? Hacerlo
implicaba también una exploración de toda esa estética clase B que a mí tanto
me fascina. Pensé en los Bolsilibros Bruguera, en la colección Elije tu propia
aventura, en los relatos de H. P. Lovecraft. Me puse a escribir, la historia
llevaba por título “El ataque de las criaturas mutantes” y empezaba de esta
manera:
El
pueblo dormía acunado por la noche. Soplaba una leve brisa que hacía que los
árboles bailaran como espectros. Las estrellas eran pequeños insectos luminosos
empecinados en molestar a la luna. Todo el campo se mecía en esa suave
somnolencia, todo parecía muerto a esas horas de la madrugada, todo parecía
inánime, insidioso, amenazante. Era una tranquilidad sospechosa, una calma
espesa y enfermiza que se volvía más y más densa conforme transcurrían las
horas. Mi pueblo se llamaba Pozo Desviado y era un lugar bello y fecundo antes
que el desastre sucediera. Todo, en cierta medida, comenzó esa noche. Desde mi
ventana contemplaba el campo a oscuras…
Me detuve
en seco, no pude escribir una palabra más. Todo me sonaba falso, artificioso,
traído de los pelos. Los relatos de mi infancia se caracterizaban por su
ingenuidad y alegría, y ahí no había nada de eso. Había muchas lecturas, eso
sí, y mucho cine, mucha cultura, mucho arte y todo lo demás, pero faltaba
naturalidad, faltaba frescura. Mis obsesiones han cambiado, puedo escribir
sobre vaginas y orgasmos son ninguna clase de problemas, pero me fue imposible
narrar una simple historia de marcianos. Me sentí extraño, tuve la certeza
atroz de que algo dentro de mí se había perdido para siempre. Se me viene a la
mente una escena de la película The Shawshank Redemption (Frank Darabont,
1994); cuando un funcionario de la prisión interroga al convicto interpretado
por Morgan Freeman acerca de su capacidad para reinsertarse a la sociedad luego
de décadas de encierro. El presidiario responde algo como esto:
¿Si
estoy preparado para volver a las calles? ¿Qué espera que le conteste?
Cualquier cosa que pudiera decir caería en saco roto ¿Si estoy arrepentido de
lo que hice? No hay día que no lo lamente, quisiera regresar al pasado y hablar
con aquel muchacho que fui, aquel muchacho que cometió ese terrible crimen y
decirle que no sea estúpido, que piense antes de actuar, que todos los actos de
nuestra vida traen consecuencias, pero no hay nada que pueda hacer; ese
muchacho ya no existe y este viejo es lo que queda.
Voy a
recrear esa última sentencia para referirme a mi errático presente, a mi
incierto futuro y al relato que intentaba escribir: aquel niño que en los
ochentas pasaba horas en el videoclub de su pueblo fue devorado por el tiempo,
lo que resta es este treintañero que no sabe qué diablos hacer con su vida.
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De PLUMAS
HISPANOAMERICANAS, 23/11/2015
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