CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES
Abordar la máquina
en la garita -una casucha para las necesidades básicas de los pilotos-, guardar
el boleto estiradito en el bolsillo del pantalón (para la colección) y asumir
que semejante bullicio indicaba el inicio del viaje. Un motor semejando el choque
de fierros, marca registrada Pegaso y carrocería Thomas. Sucesión de carrerones
por el pasillo para ganar un asiento, cortes de boletos y monedas chocando
dentro de la pecera. Eructos Diesel confundidos con los alegatos del borracho
recogido en un paradero en declive y con la tiritona palanca de cambios
empujada hacia atrás por un brazo robusto y arremangado, como pidiendo
clemencia. Descender calles siempre más angostas, pedazos de plazas sin
adoquines, la nariz casi dentro de las casas: perdón a los vecinos por pasar
tan cerca del comedor. Recorrer a tranco lento el plan de la ciudad, mirando
por ventanas cuadriculadas, veredas angostas, oficinistas terneados y
saltarines, locales apretujados, bancos internacionales, casas de cambio,
importadoras, comercio, fuentes de soda, callejones, brisa de marisco podrido.
Abuelas con pesadas bolsas de malla transportadas unas cuadritas, gratis y por
pura piedad. En un nuevo ascenso, las luces de los postes cubriendo, de segundo
a segundo, las calles de cerros colindantes anunciando el anochecer y una
legislación más salvaje. Volver a subir calles angostas hasta la garita de
destino -por lo general, otro cerro de Viña del Mar o Valparaíso- y, tras
marcar la tarjeta del reloj, comenzar el recorrido inverso, nunca uno igual a
otro, siempre un detalle que extravía la mente en peores vericuetos siderales.
Como soñar con pilotear una de estas máquinas. Manosear dinero de la pecera,
cortar uno, dos, tres boletos a la primera y con un puro movimiento de muñeca.
Con la otra mano, girar el manubrio (forrado con tiritas plásticas, coloridas o
con un género) para evitar el choque, el atropello o el desbarranco. Empujar
hacia adelante la palanca de cambio, sobre la cáscara hirviente del motor.
Lucirse sentado y móvil entre calcomanías, banderines, espejos, amuletos y
colgantes. Tazar una porteña en segundos, deslizar la uña terrosa por la palma
de su mano al entregarle el vuelto y recibir de recibir un bofetón de
respuestas. Seguir intentando, jamás bajar la guardia, mostrar con el labio
dolorido la pecera rebosante de plata producto de tantas vueltas, invitarla a
sentarse junto al vidrio del parabrisas –cuando de tanta ofensa ya no quedaba
nada- y recomendarle afirmarse bien en cada curva con un cariñoso mijita. Ante
la amenaza de un choro cualquiera de otra micro, nunca arrugar, sino bajar de
la máquina de un salto con un fierro empuñado en la mano. Morir
asesinado en un turno de madrugada.
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De EVOLUCIÓN DE LA ESPECIE (blog del autor), 12/06/2017
De EVOLUCIÓN DE LA ESPECIE (blog del autor), 12/06/2017
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