PABLO CEREZAL
Días de enredos
mentales e intentar arañar migajas al reloj. Días de ojeras en que poder
acomodar el cansancio de toda una vida... también su plenitud. Escribo (cuando
puedo, ya digo) y bebo (cuando me lo puedo pagar) y cuento a Munay cuentos
en que Caperucita no es roja porque ha aceptado el último misérrimo convenio
colectivo que la obliga a ser devorada por el lobo, a diario, en la oficina, la
fábrica o el restaurante del estío que cerrará sus puertas cuando marchen los
turistas y la dejará a ella en la calle a la espera de un nuevo verano, qué
bonito es el verano, aunque ya no tenga bicicletas...
El caso es que
escribo y avanzo, lento, en una de las varias obras "literarias" en
que ando enredado. Y recién finalizo un párrafo y me pregunto para qué. Porque
leo a Henry Miller, en "El tiempo de los asesinos",
publicado en 1946:
¿Cuál es la
tendencia actual de la poesía y dónde está el eslabón entre poeta y auditorio?
¿Cuál es el mensaje? ¿Cuál es la voz que se escucha ahora, la del poeta o la
del hombre de ciencia? ¿Nos preocupa la belleza, por amarga que sea, o la
energía atómica? ¿Cuál es la principal emoción que inspiran actualmente
nuestros grandes descubrimientos? El espanto. Poseemos el conocimiento sin la
sabiduría, la comodidad sin la seguridad, la creencia sin la fe. La poesía de
la vida se expresa en fórmulas matemáticas, físicas o químicas. El poeta es un
paria, una anomalía. Está en camino de extinguirse. ¿A quién le importa cuán
monstruoso puede hacerse a sí mismo? El monstruo está en libertad, recorriendo
el mundo. Ha escapado del laboratorio y está al servicio de cualquiera que
asuma el coraje de tomarlo a su servicio. El mundo se ha convertido en número.
Esta es la era del cambio y el riesgo. La gran deriva ha comenzado.
Y, después de
leer esto, me pregunto para qué he escrito, yo, esto otro:
Ya no hablamos
más de Miller ni de Villa Seurat. Hemos paseado Père Lachaise y las catacumbas
de Denfert-Rochereau. Estamos de regreso en la habitación misérrima de este
hotel en que ahora, ya, tu piel decide proporcionar nutrientes al cosmos
bacteriológico de la moqueta que oscurece la estancia. No quieres tomar mi
mano. Así que soy yo quien toma la tuya, con la insana intención de que
organice los ritmos e intensidades que más y mejor visten el crimen
desorganizado de mis erecciones. Te dejas hacer mientras intento rehacer sobre
tu cuerpo las líneas que ha perdido el 17 de Villa Seurat, ensanchar tu vientre
con acometidas pretendidamente serenas, bruñir la esponjosidad huraña de tus
labios, trazar, por fin, en el lienzo equívoco de tu rostro, itinerarios de
regocijo en los que regocijar mi propio despropósito. Pero no hay manera ... El
tiempo todo lo cura o, al menos, acaba ignorándolo, olvidándolo, y además tú no
eres tú, y la que yace junto a mí sólo habla francés y me acaba de conocer un
par de horas antes, en uno de los numerosos cuchitriles que expenden alcohol
para redecorar de vómito y desasosiego un Pigalle tan poco luminoso como en las
luminosas memorias Miller.
Ni idea, ya digo,
pero creo que seguiré escribiendo. De hecho, llevo ya un buen puñado de
páginas. Luego, veremos si interesa a alguien. Don y maldición, como
dijese Vicente Muñoz Álvarez, que casualmente tituló uno de sus
libros, mucho antes de que yo titulara igual una de mis secciones
periodísticas, "El tiempo de los asesinos", como el volumen en que
Henry Miller dejó, también, escrito, con demoledora lucidez:
Poco importa
que perdamos al poeta si salvamos la poesía.
Pues eso... buenas noches.
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De VISLUMBRES DE
EL DORADO, 10/08/2017
Fotografía: Pablo
Cerezal
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