Wednesday, August 30, 2017

La cruzada para salvar la lengua de los siete hablantes

ANDER IZAGIRRE

Don Hilarino es la única persona que tiene teléfono móvil en Chontecomatlán, un pueblo de 400 habitantes. Se empeñó en comprarlo. No puede hablar con nadie, porque la cobertura no llega a este rincón de la sierra, pero él habla y habla sin parar con el teléfono en la mano.

Don Hilarino apunta a un árbol con la pantalla, se pone a grabar y dice:

-Ijltaa a ek guishanajl.

(Esto es un árbol de aguacate).

Apunta a una casa y dice:

-Ijltaa ley nejujlk.

(Ésta es mi casa).

Sigue caminando, sigue apuntando, sigue diciendo:

Ijltaa lane ajlbae jlijuala gahi.

(Este camino lleva al siguiente pueblo).

Don Hilarino Torres Mendoza -campesino de 56 años, sombrero de paja, barba mechada de canas- graba frases en chontal de Oaxaca. Es una de las 68 lenguas -con sus 364 variantes dialectales- que todavía se hablan en México. Todavía: porque 187 de esas variantes están en riesgo medio, alto o muy alto de desaparición, según los datos del Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI). El chontal que habla don Hilarino es uno de los idiomas que ya parecen condenados. Sólo quedan unos 3.500 hablantes, que usan tres dialectos distintos, viven desperdigados por las sierras y tienen en su mayoría más de 50 años.

Don Hilarino está allá, en medio del oleaje de cordilleras verdes y nubosas, y no para de levantar su teléfono y de grabar frases en chontal.

-Este hombre es asombroso -dice Salvador Galindo-. Nosotros llegamos acá para recoger testimonios en chontal y para proponerles un método de revitalización del idioma. En algunas comunidades nos reciben con un poco de desconfianza. Pero en Chontecomatlán enseguida se nos acercó don Hilarino, nos dijo que estaba muy contento por nuestra visita y nos enseñó un montón de vídeos.

Había un problema.

-El hombre no se maneja muy bien con el teléfono. Nos enseñaba un vídeo y luego sin darse cuenta lo borraba. ¡Cuánta información habrá borrado porque le da al botón que no es o porque ya no tiene sitio en la memoria!

Con su teléfono, Don Hilarino intenta salvar los restos de una eliminación sistemática que él vivió de niño:

-Qué pasaba entonces, pues que los maestros te prohibían hablar en chontal. Te decían: si tú hablas tu chontal, te voy a dar tu... -hace el gesto de un puñetazo-. Nosotros pues ya no platicábamos. Yo no dejé de hablar el chontal, pero los niños de ahora ya no lo usan. Ahorita queremos rescatar la lengua pero qué pasa, que no hay recursos, que el Gobierno no ayuda a enseñar la lengua chontal.

Antes enviaron a maestros que prohibían el chontal, ahora no envían a maestros que ayuden a recuperarlo.

El maestro Galindo hace lo que puede. Tiene 45 años, la cara ancha zapoteca, el pelo negro, revuelto y denso, siempre una sonrisa que a ratos parece melancólica y a ratos irónica. Trabaja para el Centro de Estudios y Desarrollo de las Lenguas Indígenas de Oaxaca (Cedelio), un organismo gubernamental, y cada año recorre decenas de miles de kilómetros por las sierras y los valles, visitando a las comunidades más lejanas.

Oaxaca es un territorio muy montañoso, con valles profundos, remotos y aislados que cobijan la mayor diversidad lingüística de México. En Oaxaca hay 18 grupos étnicos -mixtecos, zapotecos, triquis, mixes, chatinos, chinantecos, mazatecos...-, que hablan 16 idiomas indígenas con docenas y docenas de variantes. El mixteco tiene 81 variantes, muchas de ellas ininteligibles entre sí; el zapoteco tiene 62, y sigue la lista.

En junio de 2016, Galindo recorrió las pistas de tierra de la cordillera Chontal, por bosques de pinos y encinas, para devolver un tesoro a su lugar de origen: unos discos compactos con 17 horas de grabaciones que el lingüista estadounidense Paul Turner había hecho con hablantes de chontal en 1967. Esas grabaciones quedaron olvidadas durante décadas, hasta que el arqueólogo histórico Danny Zborover las encontró en la biblioteca de la American Philosophical Society, en Filadelfia. Zborover y su colega lingüista Aaron Sonnenschein contactaron con Galindo, quien los guió por los 16 pueblos en los que se habían hecho las grabaciones.

-El regreso fue muy interesante -dice Galindo-, porque sirvió para observar los cambios de una lengua tan pequeña como el chontal en medio siglo. Bueno: sirvió para ver el retroceso.

-En algunas comunidades, como la Candelaria, la mayoría de los adultos aún hablan chontal, y muchos jóvenes también. Se oye en la calle, en las casas, en las reuniones municipales... -dice Sonnenschein-. Pero en otras, como Santa María Ecatepec, se perdió mucho. Hablan casi todo en español.

Sonnenschein y Zborover repartieron a los vecinos docenas de copias de las grabaciones de 1967, y de paso hicieron encuestas: ellos decían palabras y frases en español, y los entrevistados las traducían al chontal. Con muchas más lagunas en 2016 que en 1967.

-Incluso encontramos a una de las personas que Turner entrevistó y que ahora tiene 79 años -dice Sonnenschein-. Fue una entrevista muy triste, porque él ya casi no usa la lengua, y no fue capaz de responder a las preguntas que sí respondía medio siglo antes.

-El hombre ni se acordaba de que le habían hecho la grabaciones en 1967 -dice Galindo-, pero cuando escuchó su voz, se echó a llorar. ¡Medio siglo! Él mismo se escuchaba respondiendo a las preguntas cuando era joven, y entonces se acordaba: «¡Ah, sí, es verdad, se decía así!». Pero fue muy triste. En el pueblo ya casi no hablan la lengua.

Sonnenschein quiere mantener alguna esperanza -«si los jóvenes se animan, si las comunidades hacen el esfuerzo, si las organizaciones como Cedelio apoyan...»-, pero dice que la lengua chontal está en riesgo alto de extinción.

-Esas comunidades perderán una manera de ver el mundo. La Humanidad perderá una manera de ver el mundo, unas palabras, unos matices, unas historias, unas literaturas.

Galindo fue maestro de Primaria en varias escuelas indígenas de Oaxaca. Ganó una beca para irse un año a la Universidad de Arizona, donde estudió métodos de enseñanza adaptados a la diversidad cultural, y ahora aplica esas ideas con sus colegas del Cedelio. Viajan a las comunidades indígenas, proponen programas para revitalizar sus lenguas -programas que han tenido éxito con lenguas nativas de Estados Unidos y Canadá, pero que también tuvieron mucho más apoyo institucional-, o al menos intentan registrar aquellos idiomas condenados a la extinción.

Sienten urgencia: los idiomas se pierden a chorros y ellos intentan conservarlos en cestos con agujeros.

-Queremos comprar grabadoras y computadoras, queremos dar cursos de formación a los hablantes más comprometidos -dice Galindo-. Son ya muy mayores, no han transmitido la lengua a las siguientes generaciones, pero algunos al menos tienen el interés de registrar lo que saben. Pero no tenemos ni dónde guardar ese material: en el Cedelio no tenemos servidores de almacenamiento. Nos dejan sin presupuesto, nos dejan fuera hasta de los organigramas oficiales.

México es uno de los países con mayor diversidad lingüística de todo el mundo.

-Pues al Gobierno no le importan nada nuestros idiomas.

En la carretera. Los trabajadores del Cedelio sólo tienen una furgoneta para recorrer los 93.000 km2 del Estado de Oaxaca -un territorio mayor que Andalucía. A veces, como hace hoy Galindo, usan su coche particular. Salen de expedición para dos, tres o cuatro días, porque en los caminos de las montañas y las selvas nunca saben cuánto durará el viaje ni dónde van a dormir. Siempre hay alguien que los acoge, pues han tejido una red de amistades.

-Es muy importante ir a los pueblos. Somos una institución pública, financiamos proyectos, talleres, publicaciones, pero los trabajadores nos implicamos personalmente, trabajamos mano a mano con los maestros indígenas, los alcaldes, los hablantes. Llegas a una comunidad en la sierra, a 12 ó 15 horas de la ciudad de Oaxaca, te viene un abuelito y te dice: no me puedo creer que vengan desde la capital a preocuparse por nuestra lengua. Eso les anima.

Galindo tenía pendiente una ruta por varias comunidades de la Sierra de Juárez y ya no quiere retrasarla más.

Por eso sale a las ocho de la mañana desde Oaxaca con su coche. Toma la carretera 175, que se dirige al norte y se cuela por un desfiladero: es la entrada a la sierra, entre las primeras colinas secas, cubiertas de matorrales y encinas. La carretera -trazado sinuoso, pendientes muy empinadas- presenta un estado magnífico en sus primeros 50 kilómetros: asfalto nuevo, rayas de pintura amarilla reluciente, señales reflectantes en cada curva.

-La carretera está de lujo hasta Guelatao, porque es el pueblo en el que nació Juárez.

El zapoteco Benito Juárez: presidente mexicano en el siglo XIX, resistente contra el invasor francés, modernizador de la República, benemérito de las Américas.

-Las autoridades van todos los años a Guelatao, en el cumpleaños de Juárez, a hacer sus discursos, con las marchas, los himnos, las banderas y todo eso, así que la carretera la mantienen perfecta.


A partir de Guelatao, la carretera sigue trepando por la sierra y se convierte en un camino cada vez más estrecho, con baches cada vez más profundos, hasta que desaparecen las últimas ronchas de asfalto y ya solo queda un camino traqueteante de tierra apisonada. Por lo visto, en las comunidades más altas de la sierra debería nacer un presidente de México para que les asfaltaran la carretera.

El Estado mexicano sí extendió otras infraestructuras por estas montañas: los Centros de Integración Social (CIS), internados en los que estudian los jóvenes de la región. En la Sierra de Juárez hay dos: uno en Guelatao y otro más arriba, en Zoogocho.

-Los crearon en la década de 1940, para incorporar a los pueblos indígenas al Estado-nación mexicano. Hacían dos cosas: castellanizar a los jóvenes y enseñarles oficios, carpintería, electricidad, mecánica... -explica Galindo.

En Guelatao, los pabellones del CIS -dormitorios, talleres y aulas para unos 200 alumnos indígenas- están junto a una laguna. Dicen que en esa laguna un borrego cambió la historia de México en 1818.

El borrego se escapó de su rebaño, cayó al agua y se ahogó. El pastor era un huérfano de 12 años, de nombre Benito Juárez, y cuenta la leyenda que decidió huir a la ciudad de Oaxaca para evitar la bronca de su tío. El propio Juárez escribió que no, que él se marchó porque en la sierra estaba condenado al analfabetismo y a la miseria: en Guelatao no había ni escuela, y él, hijo de «indios de la raza primitiva del país», no sabía leer ni escribir. En Oaxaca estudió y estudió y estudió, se abrió paso entre el racismo y el clasismo, aprendió castellano, latín, inglés y francés, se graduó como abogado, defendió a indígenas en los tribunales, empezó una carrera política que lo llevó a la presidencia.

Siempre fue obvio: no había modo de prosperar en la sociedad mexicana sin hablar castellano. La historia de Benito Juárez sirvió para expresar eso mismo pero con enfoque positivo: los indígenas podían llegar a lo más alto, incluso a la presidencia, siempre que estudiaran castellano.

Complejos. Mis padres hablaban zapoteco entre ellos, pero con los hijos se pasaban al castellano. Era la lengua con la que podríamos estudiar y tener mejores empleos -dice el maestro Andrés Domínguez, de 48 años, en el pueblo serrano de Zoogocho-. Ahorita tenemos otra sensibilidad, queremos conservar el idioma, pero tú hablas en zapoteco a los adolescentes y te contestan en castellano, porque se avergüenzan. Es la lengua de los campesinos, de los pobres, la que se habla en casa pero no fuera.

Zoogocho está en el corazón de la Sierra de Juárez, a 1.500 metros de altitud, entre montañas cubiertas de pinos, ocotes, madroños, cedros y encinos. Sus habitantes despejaron unas pocas tierras para cultivar unas huertas y criar animales.

-Antes el pueblo vivía de la agricultura -dice el maestro Domínguez-, pero ahora el ingreso principal son las remesas que mandan los emigrantes desde EEUU.

La sierra se despuebla rápido. El censo de 2010 dice que Zoogocho tenía 368 habitantes; en Los Ángeles (California) vive una comunidad de más de 1.500 zoogochenses, que fueron emigrando desde hace más de medio siglo. Los emigrantes y algunos de sus hijos siguen hablando zapoteco: dicen que si el idioma se salva, se salvará en los barrios de California y no en las sierras oaxaqueñas.

El inglés. Dos chicas de 16 años se me acercan en la plaza porque tengo pinta de gringo.

-Do you speak English?

Les digo que yes, a little bit, pero que hablo mejor español. Se decepcionan un poco. Insisten: ¿no podríamos hablar un poco en inglés, just five minutes? Lo estudian en el colegio, ven películas en la computadora, me dicen, pero acá nunca tienen ocasión de hablarlo.

-Vale, de acuerdo. Why are you learning English?

-Because we want to visit the United States y because el English suena muy chido.

En extinción. Quedan siete personas que hablan ixcateco.

Los siete saben -y nadie más- que chuquiji significa plátano, que uxandu xje es jaguar y que namitsi es abuelo. Los siete viven en Santa María Ixcatlán, un pueblo de 500 habitantes en la Sierra Madre del Sur, a 150 kilómetros de la ciudad de Oaxaca.

Al ixcateco le pusieron todo el empeño. Los del Cedelio recopilaron un vocabulario, colocaron señales escritas en ixcateco en las calles, en los edificios, en los lugares públicos, incluso trajeron a finales de 2016 a la doctora Leanne Hinton, de la Universidad de California, para que explicara su método maestro-aprendiz, que pone a trabajar juntos a viejos y jóvenes y que ha servido para revitalizar pequeñas lenguas indígenas en Estados Unidos.

¿Qué posibilidades de supervivencia tiene una lengua con siete hablantes?

-Sinceramente, ninguna -dice Galindo-. En los últimos años invertimos dinero, tiempo, el esfuerzo de muchas personas, pero se siguen perdiendo hablantes. Los siete sólo hablan el idioma cuando los reunimos nosotros.

Me cuenta un lingüista -exigiendo anonimato- que a los hablantes del ixcateco les queda un último interés por su lengua:

-Los ancianos empezaron a pedir dinero a cambio de palabras. Veían que llegaban lingüistas extranjeros que querían hacer vocabularios, así que empezaron a cobrarles: 40 pesos [unos dos euros] por cada palabra. Luego subió la cotización, llegaron a 70.

Un jornalero gana 150 pesos diarios: el precio de dos o tres palabras. Con el vocabulario puesto a la venta, el lingüista sospecha que los ancianos a veces colaban algunas palabras inventadas. Y, evidentemente, no les interesaba que creciera el número de hablantes: no querían competencia.

Galindo conoce estos fenómenos:

-En algunas comunidades hay una especie de proveedores oficiales. Cuando llega un investigador, siempre tiene que pasar por esas personas. A veces los estudios y los proyectos se deforman, porque hay interés económico pero no hay un interés cultural verdadero. Nosotros nos negamos a entrar en subastas. Si la propia comunidad no tiene interés por revitalizar la lengua, si sólo es un programa de las instituciones, fracasará seguro.

Galindo quiere ser justo con los hablantes ixcatecos.

-De verdad que hacen un esfuerzo titánico. Ahí están doña Juliana, don Gregorio, don Pedro, don Cipriano. O la hija de don Cipriano, Rosalía, que tiene treinta y pico años y es la hablante más joven. Nos reunimos con ellos, intentamos organizar talleres, pero ya son mayores, están cansados, no tienen la energía para dedicarse a la enseñanza. Vamos con ellos a la escuelas a enseñar un poco de ixcateco, pero los niños no tienen interés.

En el día a día nadie habla el idioma.

-Pues qué le vamos a hacer. Registramos todo lo que podemos, para que quede la memoria, pero tendremos que pensar en la ceremonia fúnebre del ixcateco.

Consecuencias. ¿Qué se pierde cuando se pierde una lengua?

Para el lingüista estadounidense Christopher Moseley, «cada idioma es un universo mental estructurado de forma única, con unas asociaciones, unas metáforas, un vocabulario, un sistema fonético, una gramática y un sistema de pensamiento exclusivo».

¿Qué se perderá con el ixcateco?

-El ixcateco es como una isla -dice Galindo-. En una región de lenguas mixtecas y chocholtecas, es una lengua distinta, una rareza que va a desaparecer. Me parece interesante su relación con la geografía y con la naturaleza. El pueblo está en la reserva de la biosfera Tehuacán-Cuicatlán, en una zona montañosa con comunidades aisladas. Por eso ha sobrevivido el idioma hasta ahora, por el aislamiento. Es la única lengua que tiene nombres para algunas plantas endémicas de esas montañas. Cuando se pierda, se perderá esa parte del conocimiento, esa interpretación particular de una parte del mundo.


En el mundo antiguo de valles aislados, de grupos humanos con muy poco contacto, abundaban los idiomas. En un mundo de comunicaciones cada vez más fáciles y veloces, parece obvio que esa variedad se reducirá.

-Las personas seguirán interpretando el mundo, seguirán nombrándolo -dice Galindo-. Algunas lenguas mueren pero las culturas siguen desarrollándose y adaptándose, siguen viviendo.

Las clases. Zoogocho sigue viviendo. En cuanto entramos al pueblo, suenan trompetas.

El nombre oficial es San Bartolomé Zoogocho. A todos los pueblos indígenas les añadieron un santo: Chontecomatlán es Santo Domingo Chontecomatlán, Zoogocho es San Bartolomé Zoogocho, Yatzachi es San Baltasar Yatzachi, y así todos. Celebran las fiestas de esos santos con mucha veneración y mucha parranda.

Las trompetas de Zoogocho no son -hoy- por ninguna parranda. Están llamando a clase a los alumnos del Centro de Integración Social.

-Los CIS ya no son centros de castellanización, pero mantienen su nombre -dice Galindo-. Integración social: como si los indígenas no fuéramos parte de la sociedad. Y les queda algo de ese espíritu de adoctrinamientode disciplina fuerte, una educación de estímulo y respuesta automática. ¿No oíste el toque de trompeta? Era la llamada para comer. Les gusta mucho esto de los toques de trompeta para llamar a clase, para salir a comer, para el recreo, para todo.

En el patio de la escuela, unos 60 chicos y chicas -casi todos vestidos con vaqueros y camisa blanca- se han agrupado para escuchar los avisos. Dos profesores explican los cambios en las clases, dan una pequeña bronca a los impuntuales, otra bronca un poco mayor a aquellos grandotes que anduvieron burlándose de unas niñas pequeñas.

Los carteles de la escuela están escritos en tres idiomas: español, ayuuk y zapoteco.

-Tenemos un compromiso con las lenguas indígenas -dice el maestro Andrés Domínguez-. Editamos algunos libros bilingües, en español y en zapoteco, con cuentos y leyendas de la comunidad. También enseñamos la escritura. Y tenemos profesores zapotecos, pero al internado vienen alumnos de otros valles, que hablan zapoteco de variantes muy distintas, o alumnos mixtecos, mixes, chinantecos... No podemos atender a toda esa diversidad. Al final la lengua común es el castellano.

Los CIS ya no son centros de castellanización: tampoco hace falta.

Este internado de Zoogocho ofrece una especialización en estudios musicales. La banda ha hecho giras por Oaxaca, por otras regiones de México, por Estados Unidos. Muchos de sus antiguos alumnos tocan ahora en bandas profesionales o dan clases en los conservatorios de las ciudades. O, como Víctor Reyes, un zapoteco de 32 años, vuelven al centro como profesores.

-Los músicos de la banda hablamos idiomas distintos, a veces cuesta un poco entenderse porque tenemos costumbres distintas. Pero nos adaptamos. Una banda es justo eso: un grupo de gente distinta que se entiende con el idioma común de la música, para crear algo juntos.

Sombras. Galindo conduce el coche monte arriba y monte abajo, monte arriba y monte abajo. En una ladera aparece un puñado de casas desperdigadas.

-Es un pueblo fantasma -dice.

Y que allí vive su madre.

El pueblo de Yatzachi está en el borde de unos barrancos que se desploman a un valle profundo, que ya está en sombra a las cuatro de la tarde. Al otro lado del valle, en unas montañas cubiertas de pinos, se ven aldeas construidas en los rellanos de las cumbres y en terrazas inverosímiles. Da la impresión de que bastaría un estornudo para que las casas se derrumbasen monte abajo hasta caer al río. -Al otro lado viven los mixes. En este estamos los zapotecos -dice Galindo.

Y que los zapotecos jóvenes ya no hablan el idioma.

Vemos a un hombre viejo por los caminos de Yatzachi y a nadie más. Quedan unos 180 habitantes, porque la mayoría emigró: algunos se fueron a la ciudad de Oaxaca, otros se marcharon a California. Hay más nativos de Yatzachi en cuatro calles de Los Angeles que en el propio Yatzachi. La mayoría de las casas son de ladrillo y hormigón, están sin pintar, o a medio pintar, o a medio terminar, o medio abandonadas, o abandonadas del todo. Entre las casas y las casetas, entre las parcelas reconquistadas por los matorrales, se alza una iglesia sorprendente: enormes muros de piedra, cúpulas rojas con ribetes blancos, aspecto de alcázar que vigila el valle.

-Ya no viene ni el cura. Siempre le digo a mi madre que deberíamos convertir la iglesia en biblioteca -dice Galindo.

Su madre vive en una de las pocas casas de adobe que resisten en pie. Nos espera en la puerta: doña Rebeca Llaguno, 60 años, una mujer chiquita de movimientos muy vivos, pelo blanco recogido en una coleta, camiseta gris, vaqueros, sandalias. Es maestra jubilada.

-Cuando veo a alguien por la calle, me alegro mucho -dice-. ¡Todavía hay gente en mi pueblito!

Nos sienta a Salvador y a mí en una mesa de la entrada y nos saca una jarra de agua de maracuyá. Luego se mete en la cocina a preparar tortillas de maíz, frijoles y quesadillas.

-Este pueblo se va a pique -dice doña Rebeca-. Los jóvenes se marchan a la ciudad, y cuando vuelven es para llevarse a sus padres. Yo no quiero irme a la ciudad, allá la gente se cruza por la calle y ni se dicen nada. Como puros animalitos.

-¿Y qué hace usted durante el día?

-Tengo dos pollos, arranco hierbas, visito a algunos vecinos que ya no pueden caminar, les hago la compra cuando viene la camioneta de los abarrotes.

Doña Rebeca no quiere moverse, pero no porque le haya faltado ese gusto: poca gente habrá recorrido como ella las sierras de Oaxaca hasta sus rincones más remotos. Fue profesora de escuelitas indígenas toda la vida. Recuerda los tiempos en los que llegaba a esas comunidades, sin carreteras, sin luz, sin agua corriente, donde los chamaquitos iban a la escuela desnudos, donde daba clases en una lengua que no se podía escribir.

Que decían que no se podía escribir.

Después de servirnos las tortillas, doña Rebeca entra en su cuarto y vuelve con un librito amarillento de 1985. Es el alfabeto zapoteco que ella elaboró, junto a otros cuatro maestros y lingüistas, y que sirvió para empezar una escritura común de la lengua zapoteca: una joya.

Antes usaban ese alfabeto en la escuelita del pueblo. Ahora no hay escuelita: no hay niños. Y los pumas bajan del monte cada vez más a menudo, dice doña Rebeca.

-Bajan... ¿al pueblo?

-Sí. Como cada vez hay menos personas, los pumas bajan con más confianza. Se pasean por la calle. Los vecinos tienen sus encierritos de ganado, 10 ó 15 ovejas, y viene el puma y las mata a todas. Se come dos, pero las mata a todas.

Cuando era niña, recuerda doña Rebeca, los maestros castigaban a los alumnos si hablaban zapoteco.

-Nos ponían una multa de 50 centavos si nos escuchaban: eso era el jornal que ganaba mi padre por todo un día de trabajo en el campo. Si veíamos a un maestro por la calle, nos escapábamos por el miedo de que nos oyera hablar en zapoteco. Cuando venían y nos preguntaban en español, nos quedábamos mudos. Así nos fuimos quedando muditos.

Al despedirnos, me regala el alfabeto y me pide que se lo enseñe a la gente. Porque no: no todos quedaron muditos.

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De PAPEL (EL MUNDO/España), 29/08/2017 

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