Esta noche
Phuru es el rey de la fiesta. Mientras rasga la guitarra, se balancea sobre su
propio eje, y canta Mama África, de Chico César, saluda a un grupo
de brasileños y, en especial, a las garotiñas que se han
refugiado en Kilómetro 0, uno de los bares referentes de San
Blas. Los asistentes, en su mayoría gringos y europeos, le responden con
efusivos aplausos, o levantando su copa en señal de
cuando-termines-vienes-a-mi-mesa. Además de ser el líder de Phuru y la
banda sin nombre, el músico tiene otros atributos que saltan a la vista:
nariz aguileña, pelo largo, mirada de cóndor hambriento, boca de pez, y un
tatuaje mochica en su frente con las figuras del Sol y de la Luna. Ingredientes
necesarios para que cualquier gringa desamparada se lance a
sus brazos y se deje seducir por su verbo florido. El resto será placer puro.
Miro la
escena musical desde la barra. El Kilómetro 0 es un local
pequeño, de dos pisos, con una zona de canturía donde apenas caben los
instrumentos, una barra de madera adornada con harto trago, y mesas
desperdigadas delante del proscenio musical. En el segundo piso hay sofás más
confortables. Algunas paredes del bar exhiben fotos del Che Guevara, Marilyn
Monroe, y Bob Marley, entre otros artistas. Son las 11 de la noche y Phuru se
despide, por un momento, de los asistentes. “Vamos a darle la oportunidad a una
banda joven que nos acompaña esta noche”, dice y al rato cinco adolescentes
ocupan la zona de canturía.
Phuru sube
al segundo piso del bar, donde conversa conmigo. Una rubia, de chompa blanca y
generosas caderas, y una brasileña de amplio escote, ambas sentadas en unos
sofás negros, los miran fijamente y sonríen. Me emociono porque creo que les
atraigo. Phuru les devuelve el gesto levantando su mano, y diciéndoles que
abajo la fiesta está sabrosa, y más tarde se pondrá mejor. Las chicas prometen
hacerle caso. “¿Brichero, yo? He sido, pero ahora ya no. No me hace falta. La
música las atrae a todas, yo no tengo que hacer nada”, cuenta Phuru. Su
prontuario amatorio dice que ha degustado a doscientas gringas, pero solo
recuerda a dos: una española de 19 años, a la que desvirgó, y una holandesa con
la que estuvo a punto de casarse.
―Me salvé,
gracias a Dios– relata mientras la rubia y la brasileña siguen mirando de
soslayo hacia su mesa–. Imagínate como estaría ahora, con crías y aburrido de
un solo hueco.
―¿Qué
pasó?, ¿por qué no te casaste? –le pregunto.
―Me llevó a
Holanda, me pagó todo, pero cuando llegué allá enloquecí: había tantas muñecas
hermosas, que ella parecía chancay de a veinte –dice y suelta
una risa que muestras sus dientes afilados–. Me acosté con varias, obviamente,
ella se enteró y terminamos. Fue lo mejor.
Phuru viste
un pantalón ancho a rayas, un polo negro con un símbolo shipibo, dos
pulseras de cuero en el brazo derecho, y una cadena con un cuarzo grande que
adorna su pecho flaco. Él es flaco, y alto como una garza. Vino a Cusco hace
ocho años, desilusionado de su Cajamarca querida, una región dominada por la
minería. “Allá no había bares culturales, donde tocar música”, prosigue el
muchacho que soñaba con recorrer el planeta, con su guitarra bajo el brazo.
Aterrizó en el ombligo del mundo, acompañado de un paisano suyo que ahora vive
en España. “El primer año en Cusco aprendí a brichear. Me enseñaron
Hugo y otros músicos de Amaru Pumac Kuntur. Esos tíos sí que
la rompen con las gringas. Son una bala”, relata mientras bebe una taza de té
piteado.
La charla
es interrumpida por un músico de su banda que le exige volver al escenario. La
gente lo espera ansiosa. Sobre todo, las chicas. Phuru se despide de mí, y
avanza raudo hacia la mesa de la rubia y la brasileña. Ambas lo reciben con
sendos besos en la mejilla, se ríen coquetamente, y Phuru les dice algo que no
alcanzo a escuchar. Más tarde, irán al Ukukus –uno de los
primeros bares de Cusco– tomarán cerveza y tragos que ellas le invitarán,
bailarán salsa y rock, Phuru las hará zumbar como a trompo, se irán pegando
poco a poco, él les hablará de la energía cósmica que los ha reunido esta
noche, ellas le confesarán que buscaban un andean lover, y es
cuando él aprovechará para hacer la conexión intergenital. Terminarán en el
hotel, ellas besándolo como adolescentes desesperadas y él recorriendo sus
cuerpos como explorador extraviado. Claro que no veré esa película, porque
Phuru actúa solo y yo aún estoy cachorro para esas lides.
***
Nadie se
pone de acuerdo sobre el término brichero, ni desde cuándo empezó a usarse en
Cusco. Pero, sus posibles orígenes estarían en las palabras inglesas bridge (puente), breeches (braga
o calzón), y brief (corto, fugaz). Aunque, el escritor
cusqueño Luis Nieto Degregori añade una más, en español: ‘hembrichi’
(enamorada, pareja). “Empecé a escuchar la palabra a comienzos de los ochenta,
cuando volví a Cusco –cuenta el autor de Buscando un inca, un
cuento sobre bricheros–. Entonces había lugares para turistas y sitios para
cusqueños. No se mezclaban. En ese contexto emerge el bichero, que al inicio
instrumentalizó sus rasgos andinos para conquistar a extranjeras. Y, así se
convirtió en una leyenda urbana”.
Dos
factores fueron claves para la consolidación del brichero en la sociedad
cusqueña. Por un lado, el aumento del turismo, que produjo un fuerte choque
cultural y la mezcla entre locales y extranjeros; y por otro, la liberación
sexual femenina, que permitió el nacimiento de la brichera. Degregori, que bebe
un vaso de chocolate de rato en rato, sostiene que la figura del brichero ha
cambiado. “Ya no es el indígena que se parece al inca, con cabello largo, nariz
aguileña y tez cobriza. Este tipo de brichero está en extinción. Ahora los
bricheros son más modernos”, dice.
Lo
compruebo mientras hago un recorrido nocturno por las discotecas de la Plaza de
Armas. Llego al Templo, acompañado de Álvaro, y al
instante se nos acercan dos cusqueñas que se mueven locamente, de la cabeza a
los pies, mientras sus senos parecen estar a punto de salirse por esos
profundos escotes. Álvaro –que tiene los ojos verdes, el pelo marrón y la pinta
de Cristo bohemio– empieza a cortejarlas, a jugar un rato con ellas, a bailar
sensualmente, hasta que viene la pregunta del millón. “¿De dónde son?”, los
interroga una de ellas. “De Lima”, responden ambos, y antes de que le devuelvan
la pregunta, las chicas se miran y les dicen: “Ahorita volvemos”.
Al frente
hay un grupo de gringas que bailan solas. Desde que llegaron, les había puesto
el ojo. Álvaro, que es más avezado y en cierta forma brichero con clase,
empieza a bailar alrededor de ellas, se balancea hacia atrás, juntando su
espalda con las de sus gringas-objetivos, sonríe coquetamente, y liga con una.
La agarra de la cintura, lo lleva hacia sus dominios, le da una vueltita, pero
como no habla inglés, su aventura termina con la canción de Moby.
Ahora es mi turno, y he optado por cambiar de gringas y me he concentrado en
una ucraniana de revista porno. Ojos celestes, cabello rubio, senos
prominentes, y un culo que destaca por el jean a la cadera que
viste la modelo-turista.
La miro desde mi esquina, creyendo atraerla por la fuerza del cosmos. Ella me responde el gesto clavando esos ojos celestes en mis pupilas. Suena un reggaeton de Tego Calderón, y entiendo que es mi hora. Me abro paso entre las parejas cachondas que bailan pegadas, y llego hasta mi ucraniana. Está con una amiga rubia. Hi, do you want to dance with me?, le digo canchero. No, thanks, me responde ella y voltea la mirada. Pero como soy más terco que una mula, vuelvo al ataque. Don’t I like you?, le pregunto. Ella, que parece incómoda con el interrogatorio, responde con los ojos iracundos, No. She’s my girlfriend, ok?
Unas
cervezas más, abandonamos la discoteca y llegamos a Mama África, en
la Plaza de Armas. Álvaro reconoce a dos alemanas voluntarias, que viven en
Urubamba. Se saludan, brindan con una chela y se ponen a bailar. Me acoplo al
grupo, y me engancho con una gringa de lentes y cabello crespo. Conversamos
como dos viejos amigos, nos animamos a bailar, le agarro la cintura y estoy a
punto de darle un beso, cuando llega un tipo con pinta de Xerxes,
que le toca la espalda. “Estás bailando con mi gringa”, me dice y agarra del
brazo a la chica. Es igualito a Xerxes, ese rey persa de la
película 300. Es flaco, moreno y pelado, tiene dos grandes aretes
en las orejas, piercing en la nariz y boca, bigote en forma de
U y viste de blanco. Besa a la gringa de cabello crespo, la pega a su cuerpo,
la carga emulando una penetración y le coge el culo. Me pregunto qué de
especial tienen estos tipos, mientras bebo mi cerveza.
En Mithologyc las
escenas se repiten. Gringas que parecen modelos de revistas, vestidas con shorts que
exhiben sus entrepiernas y blusas transparentes, agarran con bricheros con el
pantalón roto, dreads, o gorros de rapero. Entonces, recuerdo las
declaraciones del dueño de un conocido restorán de San Blas. Que los bricheros
ya no son solo los de belleza andina, sino que ahora hay hippies,
raperos, limeños frustrados que fungen de galanes acá, y señores adinerados de
saco y corbata que utilizan el truco del
te-invito-un-trago-y-te-vas-conmigo-a-mi-hotel. A fin de cuentas, ser brichero
es una actitud, más que una apariencia. Una habilidad, más que una pose chola o
india.
***
Me siento
derrotado, humillado por esa sarta de bricheros audaces. Pero como un guerrero
valiente, decido jugar mis últimas cartas esta noche. Acudo a Siete
Angelitos, ese bar cosmopolita que dirige Walter Atasi Márquez. El
fotógrafo, Álvaro Franco se quedó en buenas manos y piernas alemanas, en Mama
África. Walter, que es un ducho en la bohemia cusqueña, me cuenta que los
bricheros cazan a sus presas con la hierba, sí, con droga. Marihuana o cocaína.
“Estos parcheros de San Blas, que venden artesanías, les hacen
trenzas a las gringas y les dicen que en sus casas tienen marihuana. Ellas
acceden. Ellos aprovechan la situación para sacarles plata, y luego llevárselas
a la cama. Todo por la hierba”, señala el gordo Walter.
Hay otro
tipo de brichero, asegura, que vende el cuento de la Pachamama. Lo
místico, lo autóctono, lo exótico, las leyendas incaicas. Como decía Adriana
Churampi Ramírez, una estudiosa de este fenómeno, “(el brichero debe tener) el
conocimiento básico de la cosmología andina así como la habilidad argumentativa
para recusar con estos conceptos la racionalidad occidental”. Con ella
coincide, Víctor Vich, quien sostiene que “se trata, en realidad, de un
contador de cuentos que vende un producto diferente (su identidad, su historia)
en una ciudad también diferente (ancestral, mítica)”. Este tipo de brichero,
según Nieto Degregori, es el genuino, el original.
Pero
volvamos al Siete Angelitos. Sobre el escenario está Phuru y su banda
sin nombre. Lo saludo desde la barra, y él me responde hablando por el
micro. Una pareja de jóvenes brasileños se acomoda a mi lado. Piden dos
mojitos, y funjo de buen anfitrión, hablándoles del Perú, de Machupicchu, del
Corinthians que esta noche quedó eliminado de la Copa Libertadores. Rosana,
ojos negros, cabello lacio, tez blanca, y trasero paradito, se engancha
conmigo. Me dice que es publicista, que vive en Río de Janeiro, que está de
vacaciones y que Cusco es impresionante. Aprovecho y le suelto una broma, ella
ríe y muestra sus dientes perfectos, y por casualidad le rozo la pierna. En
eso, Ideilson, el novio de Rosana, interviene y calma los acalorados ánimos,
contando que es abogado, tiene entradas para la Copa de Confederaciones y que
ya es tarde, así que Rosana es mejor irnos. Se despiden.
Me quedo
solo otra vez, como casi todas las noches, observando como los bricheros se
levantan a las gringas y europeas en mis narices. ¿Cómo lo hacen?, ¿Cuál es el
truco? Dos semanas después conversé con varios bricheros y estos me confesaron
sus mañas. Como resultado armé este decálogo para quienes pretenden iniciarse
en el arte del bricherismo. Pues, como dijo Nieto Degregori, el brichero nos
reivindicó como peruanos, nos levantó la autoestima, nos dijo: Ey, eres guapo y
puedes levantarte a la gringa más rica del mundo, aunque no puedas cogerte a la
limeña de clase alta porque en el Perú aún sobrevive el racismo. Así que si
eres brichero siéntete orgulloso de serlo e infla el pecho, y si no lo eres, te
enseño a cómo serlo.
DECÁLOGO
DEL BRICHERO
1. Aprende inglés
y otro idioma más.
2. Pule una
de tus habilidades (música, baile, circo, magia).
3. Tienes
que ser atrevido, arrojado.
4. Si no
perseveras, no la consigues.
5. Aprende
chistes en inglés, tienes que ser alegre.
6.
Documéntate sobre la cosmovisión andina: los incas, los apus.
7. Acude a
los bares cosmopolitas: Kilómetro 0, Siete Angelitos, Mama África, el Templo.
8. Sé
práctico y no te enamores. El que se enamora, pierde.
9. Lee
mucho de psicología y las leyes cósmicas de la atracción.
10. No te
desanimes si te chotean. Vuelve recargado.
Con esos
tips interiorizados, volví al Inka Team, una discoteca que los
fines de semana revienta de gente, de gringos en busca de su andean
lover y latinos eufóricos. Allí me encuentro con dos anfitrionas del
café con piernas, que me presentan a una argentina de ojos saltones y anchas
caderas. Hacemos clic al toque. Le invito un trago, bailamos
salsa sensual, la atraigo hacia mi pecho, en cada vuelta su trasero choca
contra mi miembro viril. Nos miramos fijamente y me lanzo al ataque. Le digo
que anoche soñé con ella, que sabía que la encontraría allí, que el destino nos
había enlazado. Ella pensó lo mismo y se abalanzó sobre mis brazos, en un beso
perpetuo. Después no hubo palabras, solo baile, trago y un chau-chicas-nos-vamos.
Esa noche le hice el amor con furia. Y hasta ahora no entiendo cómo la
conquisté. Solo sé que todo está en la actitud, en el buen trato, en creértela,
en no desistir. Claro que no me levanté a una gringa, pero por algo se empieza.
Eso pensaba mientras caminaba rumbo a casa, luego de una noche agitada.
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De SOHO
Que ta amigo , me parecio interesante todo lo que comentastes , desearia saber mas sobre tu historia con la argentina. Es decir tuvieron sexo solo esa noche?, por favor desearia conocer tu caso luego que paso?
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