MARTA FERNÁNDEZ
Ese acto íntimo.
El de desnudarse. El de la entrega. El acto de mostrar lo hermoso y lo feo. De
sacar al seductor o al monstruo. O a los dos. Ese momento de dejarse llevar. Y
de tener miedo. De dar. De adentrarse en lo profundo. De abrirse. Ese acto de
derramarse poco a poco. Midiéndolo. Buscando su ritmo. Su momento. Su
consagración. El placer. O el dolor de no alcanzarlo. Ese campo de batalla en
el que luchar hasta quedarse vacío. Para llenar los ojos del que te mira. Ese
subir y ese bajar como de montaña rusa. Ese lanzarse hacia la meta. Y saber que
la meta no es la meta. Que lo importante es lo otro. Y el otro. Hacerlo. Y seguir.
Y parar. Y volver. Esa vibración de hechizo cuando todo cuadra. Cuando las
piezas encajan. Cuando al avanzar sientes que estás en el camino. Y volver tras
tus pasos hacia el principio del hilo. Y dejarse caer hacía el final. Sin red.
Sin pensar en el impacto. Con el corazón abierto. Descarnando el alma.
Ese acto que
tanto se parece al otro. El acto de escribir. De entregarse a las palabras como
el que se abandona en un cuerpo ajeno. De cabalgar para poseer. De dejarse ir
para volver a uno mismo. Ese acontecimiento entre la generosidad y el
exhibicionismo. Sacarlo todo o esconderlo. Escribir y follar. Follar y
escribir. Como si fueran lo mismo. Porque lo son. Porque somos en la vida como
somos en el sexo. Porque nuestra identidad palpita en nuestras letras. Porque
la página en blanco y las sábanas por revolver hablan siempre de nosotros: de
cómo somos cuando de verdad surgimos, telúricos y esenciales, de nuestro
epicentro.
«Escribir un
poema se parece a un orgasmo». Lo dijo Ángel González, que comprendió
que la tinta mancha tanto como el semen. Que hay que manosear las palabras como
quien acaricia la carne. Que la iluminación de las supuestas musas es solo una
versión de la epifanía de los cuerpos. González lo contaba sencillo y
resignado, con unos versos que eran como una noche de sexo sin erecciones:
secos y desabridos, entre la parodia y la vergüenza. «Les hago lo de siempre y,
pese a todo, ved: no pasa nada». Pero sí pasaba. El poeta había comprendido que
buscar el placer era como buscar la sílaba perfecta.
James Joyce intentaría demostrar que el camino
se puede hacer en sentido inverso. Que las letras pueden acariciar hasta
estallar sobre la piel. Allí estaba el escritor hermético desnudando sus frases
para excitar a su «dulce putita Nora». Nunca Joyce fue tan explícito como
cuando jugó a que su literatura se convirtiera en lubricante. «Te habrán
impresionado las cosas sucias que te escribo». Aunque a Nora Barnacle no
parecía asustarle nada.
¿Sabes lo que
quiero decir, amada Nora? Deseo que me abofetees, incluso que me azotes. No
como un juego, querida, lo deseo de verdad sobre mi carne desnuda. Deseo que
seas férrea, férrea, amor, con tus orgullosos pechos rebosantes y tus muslos
macizos. Desearía que me fustigaras, Nora, amor. Y amaría hacer algo que te
disgustara, aunque fuera trivial, quizá uno de esas sucias costumbres mías que
te hacen reír: y después escuchar que me llamas desde tu habitación y
encontrarte sentada en un sillón con tus piernas bien abiertas, tu rostro
ruborizado por la ira y una vara en la mano. Y me señalarías lo que he hecho y
con un movimiento cargado de rabia me llevarías hacia ti para hundir mi cara en
tu regazo. Entonces sentiría tus manos rasgándome los pantalones y colándose en
mi ropa, sacándome la camisa, hasta forcejear entre tus brazos fuertes y ya
sobre tus piernas ver que te inclinas sobre mí —como si fueras una nodriza
furiosa ante el culo de un niño— y tus grandísimas tetas casi me tocan mientras
siento tu azote, tu azote, tu azote vicioso en mi carne desnuda y trémula.
Perdóname, mi amor, todo esto es estúpido. Empiezo a escribir la carta
tranquilamente y la acabo terminando en mi estilo más loco.
Joyce era
consciente de lo que le pasaba a su prosa cuando la pasión le arrastraba. Lo
mismo que le sucedía cuando su cuerpo se rendía al de Nora. Nora amada.
Noretta. Mi Nora. Nora mía. Mi niña querida. Sucia Nora. Nora inocente y
descarada dejándose escribir. Y el hombre del parche, coprófilo y perverso
glosando sus deleites clandestinos. Basta con leer sus escarceos amatorios para
comprender que su sexo era como su prosa: un laberinto plagado de juegos,
escandaloso y oscuro, entre el onanismo, la dominación y la fusta. Una
corriente de fantasías donde no caben los puntos ni las comas, donde no hay
prudencia que se traduzca en pausa. Un lugar, el del sexo, donde Joyce no busca
que le entiendan. Solo quiere ser él pese a todo. Pese a todos. Junto a Nora.
El verbo se hace
carne y la carne orgasmo en esos autores que no pueden evitar crear como aman.
Así es Jack Kerouac, fornicador insaciable que teclea sin descanso
su novela en un rollo. Lujurioso y adicto, escribe sin arrepentimientos, sin
pausas, en una continua acometida, de frase en frase y de cuerpo en cuerpo.
«Acaso sea esto
la libertad y el dominio —que durante largos y penosos años de trabajo
enceguecido me fueron negados. Demasiado conmovido ahora para explicar a qué me
refiero. Tiene que ver con todo lo que está en mi naturaleza y, en
consecuencia, con mi trabajo». Es noviembre de 1947. Kerouac acaba de volver de
California y sigue buscando frenético su identidad, esta vez en las páginas de
sus diarios. Ha llegado a la conclusión de que vivir es explorar. Y explorar es
un verbo que lo lleva todo, desde los diccionarios hasta las terminaciones
nerviosas de decenas de amantes. Kerouac vive en la yema de sus dedos: sobre el
teclado, sobre el tacto de los otros.
Esta noche voy a
escribir a lo grande y amar a lo grande y a estrangular esta locura. Estoy
atrapando estos malditos cambios de propósito en carne viva, con las manos y
arrojándolos a los vientos, así de fácil. Desafío todo lo que se atreva a
mirarme a los ojos de esa manera, lo desafío en defensa de mi ser: acaso por el
gusto de la variedad.
Por el gusto de la
variedad va Jack Kerouac de cama en cama. Girando como esa peonza enloquecida
que recorrió todos los bares del Village, todos los pecados. Con la rotación
perpetua del rodillo de su Underwood. Decía que a veces no podía trabajar
porque le llenaba una corriente narrativa demasiado espesa para fluir. Esa
misma corriente de vida lasciva y densa que le hacía precipitarse en otros
cuerpos, en otras copas, en la cadena de un cigarro que se apaga encendiendo el
siguiente, en las puertas abiertas de los paraísos artificiales. «Con todas las
almas que quedan por explorar a lo largo de la vida y ojalá pudieras vivir cien
vidas ¡o tener la energía de cien vidas en ti! Desde siempre esta ha sido una
de mis ideas favoritas». Tener cien vidas y gastarlas. Derramando tinta o
saliva o sudor o semen. Darlo todo y acabar pronto. Acabar también la vida
antes de cumplir cincuenta años.
«Escribir, no
puedes hacer nada mejor que entregarte, con una comprensión humilde y acaso a
disgusto, y que el resultado sea una purga, un deleite, el alivio de comunicar
hasta los secretos más personales de uno mismo». Jack Kerouac habla de crear.
Pero podría hablar de sexo. De ese momento único en el que rompemos las
fronteras que nos contienen para sucumbir ante el otro: ante la página o el amante,
ante la posibilidad del placer o el placer de perpetuarse.
Aunque
perpetuarse también puede ser contenerse y esparcirse en la tinta húmeda que
deja el papel preñado de ideas. Así escribía Marcel Proust, en una
cama que ya solo se conmovía con sus palabras. Dejaba en sus cuadernos lo que
la realidad no le había concedido al deseo. Había amado a Jaques Bizet sin
ser correspondido y había conocido la correspondencia de Reynaldo Hahn.
«Oh, Reynaldo, yo
soy tu lamentable basset, que no puede seguirte como un perro
verdadero y que habrá de llorar cuando te diga adieu». Marcel le
escribe poemas. Y cartas cómplices para las que inventan un idioma propio.
Pero cuentan que
lo que le gusta a Marcel es mirar. Asomarse por el ojo de la cerradura de los
burdeles para perderse en la visión de otros hombres. Aquellos ojos grandes en
los que cabía el mundo eran los mismos que tomaban nota de cada uno de los
detalles que llenarían su obra. Marcel Proust cronista exquisito de lo que dejó
el tiempo perdido, de los placeres y los días en los lupanares. Siempre se
disculpó por su falta de imaginación: escribía sobre sus recuerdos, de memoria.
Como si la vida fuera algo que vivían los otros. Como ese sexo que ocultaba
bajo las sábanas.
«Solo un
homosexual podría haber escrito En Busca del tiempo perdido». Lo
decía Tennessee Williams cuando le preguntaban por la
importancia de las preferencias sexuales en los artistas. «No tiene valor
ninguno, excepto en el caso de Proust». Quizá era la contención lo que
palpitaba en su obra, igual que la dramaturgia de Williams rebosaba de
sensualidad bien alimentada. «No soy un obseso sexual, pero la promiscuidad es
mejor que nada». Y a continuación el viejo autor recordaba que escribir febril
e incansable bajo el efecto de las anfetaminas se había parecido mucho a buscar
el romanticismo en incontables erecciones. «Siempre estoy caliente. Mi potencia
sexual acumulada sería suficiente para hacer saltar la flota del Atlántico».
Cuarenta obras, innumerables los orgasmos, el hedonista compulsivo moriría
asfixiado con el corcho de una botella. Pero podía haberse ido de una
sobredosis. O de ir y volver a la piel de su amante, Frank Merlo,
con quien rompió y se rehízo entre infidelidades y polvos. O morir atragantado
de la virilidad que tanto buscó después de que muriera Franky, a los treinta y
cinco años. Los huesos de Tennessee aguantarían hasta los setenta y dos.
En alguna ocasión había pedido que le enterraran junto al mar, frente al lugar
donde se ahogó Hart Crane, poeta, alcohólico y bendito sodomita que
también buscaba la consumación en sus versos. Pero su hermano dispuso que fuera
de otra forma. Ni con Crane, ni con Merlo. Le darían católica sepultura en el
cementerio de Calvary en St. Louis. Su epitafio: «Las violetas en las montañas
han roto las rocas». Y como las violetas, seguiría floreciendo su
concupiscencia. Nadie la sepultaría bajo la tierra. Quedaría latiendo para
siempre en sus obras. Como quedaría en la de Walt Whitman o en
la de Bataille, en los sonetos de Lorca o en los
poemas de Gil de Biedma o en los diarios de Anaïs Nin.
O en la furia creadora de Picasso: imparable en el taller y sobre
las mujeres reducidas a boceto en sus manos.
La carne y la
obra y la misma actitud ante las dos cosas. Ir con todo. Y para todo. Sin
pausa. Sin temor. Sin más blanco que el de las páginas o el de las sábanas.
Mancharlas de tinta o de semen. De sudor. De saliva. De voluptuosidad
derramada. Poner las palabras contra el papel y la piel contra la boca. Y
decir. Y confesar. Medir el tiempo en jadeos. Revolcarse en la forma para
llegar hasta el fondo. O alcanzar el fondo para poseer la forma. Reventar de
lascivia. De la carne o de las neuronas. Y hacerlo sin corazas: por el supremo
gusto de crear, por la explosión que nos justifica, que nos explica, que nos arrasa.
Hasta comprender que nunca somos tanto nosotros mismos como cuando nos
entregamos. Que son lo mismo el orgasmo y el manuscrito.
Escribir, del
verbo follar. Follar, del verbo vivir. Así en la sintaxis como en la cama.
[Fuente: www.jotdown.es]
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De SEPHATRAD
(blog de Isac Nunes), 30/08/2016
Imagen: Cinesias
Entreating Myrrhina to Coition, de Aubrey Beardsley
Buena prosa, fluida expresión de vida, escritura y sexualidad. Formidable crónica.
ReplyDeleteMe gustó mucho. Y recordé la lectura de Joyce en Cartas a Nora Barnacle de mi juventud.
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