Cada año huyen
turistas del frío del norte de Europa hacia ese mar —sueño, dieta, clima,
paisaje— Mediterráneo que en el mundo se asocia con sol, casas de playa y
verano. En ese mismo mar han muerto entre el 1º de enero y el 5 de junio de
este año 2.809 personas que huían de la guerra en Siria, según datos de la
Organización Internacional para las Migraciones (IOM). Ellas, junto a las más
de 200.000 que lograron sobrevivir, seguían “la ruta del Mediterráneo”, que no
es precisamente el nombre de un plan de crucero. Siria, Turquía y de allí a
Albania o Macedonia o Italia, si es que antes logran esquivar el régimen de
Erdogan, el presidente turco.
Llegan a las
playas ahora soleadas del Mediterráneo, como en Nubes, el cuento de
Antonio Tabucchi en el que una niña preguntona y molesta no deja de hablarle a
un exmilitar que trabajó en una “misión bélica de paz”. ¿En cuál guerra? Da
igual, todas son iguales, lo sabe Isabel, Isabella. Los dos están de vacaciones
en las costas de Croacia: “A la gente no le gusta saber que en los lugares
vacacionales hubo antes una guerra”, le dice el exmilitar. En algún momento la
niña se tapa los ojos y llora; sabe que el mundo es un lugar en donde cada día
vuelve a salir el sol, y la arena y las casas de playa y el mar no se acuerdan
de nada. El problema es que ella no sabe si eso le gusta.
Sol esloveno,
croata, bosnio-herzegovino, montenegrino, serbio y macedonio, el que algún día
fue uno solo, pero al que las Guerras Yugoslavas desbarataron: balcanizaron. En
este año se cumplieron 25 años del estallido de la guerra en Croacia que
prendió con camino de dinamita a sus vecinos y compatriotas que hasta ese
momento habían vivido en una relativa paz. Iglesias cristianas, ortodoxas,
mezquitas y sinagogas todas juntas, ahora en guerra; Yugoslavia desintegrada.
Allí, en medio de todo —sobrevivió a los 44 meses de ataques— está Sarajevo,
capital de Bosnia-Herzegovina, en donde Alfonso Armada (Vigo, 1958), periodista
español, poeta y dramaturgo, fue corresponsal de El País durante la
guerra entre etnias, nacionalidades, clases sociales y religiones, en la que
murieron más de 200.000 personas y más de 2,7 millones quedaron sin hogar.
¿Sirve de algo
escribir?, se pregunta Armada una y otra vez en Sarajevo. Diarios de la
guerra de Bosnia (Malpaso, 2015). Tres diarios-cuadernos de guerra que
se van intercalando con los artículos que debía enviar por su trabajo.
Emociones: miedos y contradicciones complementan la lectura de los textos y
acercan al narrador; el lector es consciente de que al periodista también le
puede caer una bala en cualquier momento. El libro termina con dos epílogos: el
primero en Dayton, Ohio, en Estados Unidos, quince años después de haberse
firmado los acuerdos que pusieron fin al conflicto, y el otro en Sarajevo en
2013, veinte años después de haber sido corresponsal en la ciudad.
“Cuadernos
azules” llama Alfonso Armada a sus libretas, y cuando se lee ese “azul” se nota
más el color del canto del libro que se tiene entre manos. Qué bonitos son los
libros de Malpaso. Los diarios comienzan el 14 de agosto de 1992 en Madrid,
antes del viaje. A Armada lo acompaña Gervasio Sánchez, el fotorreportero al
que en algún momento le roban su equipo de trabajo. Los dos regresan en 2013.
Salen en carro desde Madrid, recorren 4.150,8 kilómetros en su viaje, una ruta
por el Mediterráneo en busca de sus recuerdos, en el país que, según Armada, ha
alcanzado la paz, pero no la justicia.
Sólo en marzo de
este año Radovan Karadzic, líder serbio-bosnio, fue condenado a 40 años de
prisión por el Tribunal Penal Internacional de La Haya por su responsabilidad
en la matanza de Srebrenica, ese lugar macabro en donde en julio de 1995
asesinaron a más de 8.000 hombres y niños bosnios musulmanes en la limpieza étnica
hecha por parte de los serbios. Ratko Mladic, general al mando durante el
genocidio, todavía espera su sentencia, y Vojislav Seselj, líder
ultranacionalista, salió libre y sigue pensando en la Gran Serbia. Los diarios
de Armada terminan en 2013. Durante su viaje a Sarajevo lee Postales
desde la tumba, de Izet Sarajlic, y recuerda el poema Si al menos
fuera el año 1993. “Si fuera al menos aquel terrible, / el de la
humillación a nada comparable, / año 1993 / cuando no teníamos nada más / que
el uno al otro.
Ojalá fuera aquel
terrible, / aquel tantas veces terrible 1993.
Tendría todavía
cinco años completos / para poder mirarte / y tenerte a mi lado”.
Cuando se cierra
una ruta —del Mediterráneo— se abre otra; cuando termina una guerra comienza
otra. Las dos sólo cambian de lugar geográfico, pareciera que, como se
preguntaba Isabella en el cuento de Tabucchi, la guerra y “las misiones bélicas
de paz” fueran necesarias y la única salida. Ella se resiste a creerlo. “¿Quién
es quién, quién dispara a favor de quién, o en contra de quién?”. Alfonso
Armada dice en sus diarios que durante sus días en Bosnia escribía como un
condenado a muerte, como si se le fuera la vida en ello. Creó la memoria tan
necesaria para las víctimas, para todos. Así lo hizo durante su estancia en
Sarajevo y las demás guerras que ha cubierto: el Congo, Ruanda, Burundi,
Liberia y Sudán.
“Escribir no es
un alivio, no sirve para nada. Pero escribo, contra el olvido del mundo y
contra mi propio olvido”, dice Armada. Ha salido el sol y los jóvenes serbios
juegan en una cancha cercana al cementerio de Potocari mientras familias
musulmanas trasladan los 409 ataúdes con los restos identificados en la matanza
de Srebrenica, cuenta el periodista a su regreso a Bosnia en 2013, el país que
define como “desgarrado”. Es una región desgarrada por tanta desmemoria y
ciclos abiertos: a menos de cuatrocientos kilómetros está Kosovo, que sigue con
rayas punteadas en los mapas como territorio en disputa, Ucrania hierve a fuego
lento, y más abajo Siria y las rutas del Mediterráneo.
* Sarajevo.
Diarios de la guerra de Bosnia (Malpaso, 2015), Alfonso Armada, Colección Lo
Real, dirigida por Jorge Carrión.
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De EL ESPECTADOR,
16/06/2016
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