Monday, August 22, 2016

De la brevedad

FÉLIX TERRONES

Anónimo

Es el autor más antiguo de todos y también el más prolífico cuando se trata de obras maestras. A él le debemos el Popol VuhLas mil y una noches, la saga de Gilgamesh, los cantares del Cid y de Roncesvalles, también el Lazarillo de Tormes, entre muchos otros. Nadie ha visto su rostro, nadie conoce su nombre. Por comodidad, le llamamos anónimo como si con esa palabra pudiéramos llenar el vacío. ¿Qué ocurrió para que de él no quedara otro recuerdo que sus libros? Acaso el miedo de ser conocido, el desinterés por su persona, la falta de vanidad, o bien la censura le obligaron a desaparecer. Quién lo sabe. En cualquier caso no podemos adivinar sus facciones, conocer sus opiniones, rastrear sus enemistades y amores. Pero sobre todo no podemos saber qué tomó durante sus desayunos, si tuvo diarreas, si se masturbaba, si se rascaba la nariz con el índice, como muchos de nosotros, en suma todas esas pequeñas miserias con las cuales también están pautadas las vidas de los genios. De haberlas conocido, acaso, el autor anónimo habría adquirido demasiada humanidad, habría sido uno de nosotros. Sin embargo, no es así, el tiempo ha borrado todo, salvo sus libros, lo único que quedó de ese yo múltiple, lo que nunca quedará de nosotros.


La lucha cotidiana

La Academia Sueca justificó su elección subrayando la calidad de su escritura, el indesmayable compromiso con el ser humano, la capacidad para penetrar en el absurdo de la existencia sin dejar de lado la Historia y su acontecer. Tras conocer el anuncio, el mundo entero se estremeció de alegría. El egregio escritor, despertado de su sueño, rascándose la canosa cabeza, sólo atinó a agradecer las palabras del secretario de la Academia quien, exultante, ya le compelía a viajar hasta Estocolmo. Apenas entendió lo que le decían pues la urgencia de ir al baño le apremiaba. Después de transmitir la noticia a su mujer, también sorprendida con el anuncio (habían aprendido a no esperar más aquel premio), el escritor se sentó detrás de su escritorio para, como siempre, firmar facturas, aplazar préstamos y, finalmente, retomar su novela. Detrás de la pantalla sorbía su café, pasaba la lengua por sus labios, se rascaba el poto. Por la tarde, se echaba en la cama para continuar con su lectura al ritmo de los cambios de posición. No sabe por qué motivo pero durante todo el día sintió que todo ese ritual, asentado a lo largo de tantas décadas, adquiría de pronto otra materia. Después de la cena, su mujer le recuerda llamar al proctólogo para confirmar la cita. El escritor asiente con desgano. Meses después, rodeado de hombres en frac, mujeres con diademas y reyes de toda Europa, el nuevo premio Nobel de literatura, estrecha la mano del Rey entre los aplausos agradecidos por contribuir con su lucha cotidiana a enriquecer el espíritu, ennoblecer la cultura y enaltecer la Humanidad.


El jardín del edén

El Altísimo les ordenó que no comieran la manzana; no obstante, lo primero que hicieron fue darle de mordiscos al fruto prohibido. En medio de sus arduos trabajos agrícolas, Adán se seca el sudor y piensa en aquel jardín, donde nada le hacía falta, donde no era necesario esfuerzo alguno, y lamenta haberle hecho caso a Eva. Un poco más allá, mientras ordeña las ariscas cabras, Eva lamenta haberle hecho caso a la tentadora serpiente. Metros más lejos, la serpiente mira a Adán y Eva, ajetreados desde el amanecer hasta el anochecer, y maldice haberle hecho caso al gracioso de Dios quien, aburrido de tanto bienestar, cansado en su casposa Eternidad, se dijo que no estaría mal jugarles una pasada a Adán y Eva. Y tuvo razón pues desde entonces se divierte como un enano.


Los escritores latinoamericanos

Mientras buscamos un altillo parisino, mientras dejamos nuestros currículos para ser profesores de idiomas, meseros, vigilantes, cualquier cosa, nos decimos que nuestras existencias por fin podrán tener la vida que merecían. Poco a poco vamos reconociéndonos en las diversas colas con las cuales se hace esta ciudad: para almorzar en el comedor universitario, para pasar una entrevista de trabajo, para renovar la visa, incluso en la cola para ser escritores. (Porque para ser escritor uno debe esperar detrás de cientos, miles de aspirantes). Ser peruano, colombiano, guatemalteco, chileno o argentino no es tanto una fatalidad como un accidente frente a la experiencia parisina. Nos enamoramos antes de separarnos y nos emborrachamos después de separarnos con la misma urgencia con la que buscamos convencernos de que todo eso es la vida. Cada cierto tiempo, nos llegan las noticias de nuestros países, un baño de sangre, una catástrofe natural, un golpe de estado. Entonces nos abrazamos, discutimos (a veces nos peleamos), incluso sentimos que ha llegado el momento de regresar. Pero recordamos que estamos en París, es decir la realidad, y de pronto cada uno de nuestros países pierde consistencia, se hace vaporoso, como un poco de neblina que nuestras manos agitadas se apuran a deshacer. Con los años, conforme ingresamos en los hospitales ya no para limpiarlos sino para curarnos, descubrimos que junto con el recuerdo de nuestros países también se han ido las palabras con las que debimos haber escrito la novela, el cuento, el poema inspirado bajo el cielo parisino. Desde nuestras camillas, cansados de esperar sin esperar, sin nadie que nos visite, vemos las luces de la torre Eiffel encenderse a lo lejos. Pensamos en una carta postal que alguien, un amigo, un familiar, con algo de suerte una amante, nos ha enviado desde la fabulosa Ciudad Luz. Ojalá que algún día lleguemos a ella de verdad.


El Aleph

Cuando bajó al sótano de Carlos Argentino Daneri para poder ver el inverosímil, fabuloso e infinito Aleph, no midió a lo que se exponía. De haberlo sabido, no habría bajado los escalones, ni se habría recostado para abismarse en lo inefable. En aquel pequeño punto se concentraban todos los puntos del universo, todo lo que había ocurrido junto con lo que ocurriría se mezclaba con lo que pudo haber tenido lugar. Después de haber visto la delicada osatura de Beatriz Viterbo, su amada Beatriz, después de haber visto un espejo, los tigres, una rosa, el hombre empieza a llorar. El infinito le pareció tan vasto como indecoroso. Felizmente, ya Carlos Argentino Daneri le habla para sacarlo de sus ensoñaciones y permitirle comenzar a olvidar el Aleph. Buscando redimirse de esa experiencia, se decide a escribir. Sabe que la memoria es otra forma del olvido y que el lenguaje, imperfecto y lineal como el tiempo, será un reflejo pálido de la experiencia. Al mismo tiempo, se siente entusiasmado sin animarse a confesárselo. Recuerda haber visto en el altísimo Aleph lo que habría sido su vida de haber vivido con la inaccesible y grosera Beatriz Viterbo. Agradece al destino (y la fatalidad) el que aquello nunca sucediera, el que tuviera que contentarse con ser simplemente Jorge Luis Borges, un hombre resignado a ser escritor, nada más.


Primera noche

La joven llegó de la mano de su padre, el visir. A diferencia de las mujeres precedentes, en sus ojos había algo que atemorizó al sultán. Un instante, quiso enviarla a decapitar de inmediato pero se contuvo y decidió escucharla. Algo le decía que esa joven le ayudaría a olvidar el engaño de su mujer, también su sed de venganza, sangrienta y nefasta. Así, conoció la historia de Aladino y la lámpara maravillosa, se estremeció con el relato de Sinbad el marino, se emocionó con el cuento del príncipe Ahmed y el hada. Cuando terminó de contar todas sus historias, al cabo de tantas noches, el sultán se sintió redimido, aquella joven y sus cuentos le habían reconciliado con los demás y consigo mismo.

El Sultán se despierta en medio de gritos. Siente el corazón apretado, las lágrimas correr por sus mejillas. Necesita creer que está soñando, que tanta desgracia no puede ser cierta. Coge entre sus manos temblorosas el candil e ilumina el rincón de la habitación. La cabeza de Sherezade se encuentra encima de las demás, sus ojos entreabiertos parecen condenarlo  para siempre por haberse resistido a escucharla.


Después del diluvio

Al arca subieron los osos, las grullas y los perros, también los elefantes, las jirafas, los chimpancés y los tigres, incluso los ornitorrincos, los dragones de komodo, los axolotl, los jerbos de orejas largas, las tortugas de galápagos y los perros komondor. Sin embargo, no subieron los unicornios, las quimeras, los catoblepas, las arpías, los trolls, las hidras, los íncubos, los kraken y tantos otros que decidieron quedarse pese a las admoniciones de Noé. La muerte se hizo silencio, el silencio se hizo olvido y el olvido se hizo imaginación en el mito. Cuando todos esos seres mitológicos resucitaron ya eran de otra materia, inmune a las catástrofes y las cóleras divinas.


La verdadera historia de cenicienta

Dan las doce y se precipita en salir del baile. En el camino, olvidó el zapatito de cristal que ya está entre las manos del príncipe. Al día siguiente la obligan a probárselo. Entre los ¡ay! y los ¡oh!, su padre, sus hermanastras y el príncipe descubren que ella era la magnífica joven de la velada. Entonces, sube al corcel real y se pierde en el horizonte soleado. Mientras plancha las camisas, friega el suelo, baña a sus hijos y escucha los principescos ronquidos que no le dejan dormir, Cenicienta suspira por su vida de cortesana. Hasta se podría decir que extraña a sus hermanastras, feas, gordas y malas, aunque siempre solteritas.


Talento

Hice todo tal y como recomiendan los maestros. Leí y leí a raudales. Leí a los clásicos universales, los de mi idioma y, cómo no, los de mi país. Casi por asegurarme de hacer las cosas bien, también leí a quienes ya nadie lee, a quienes tienen malas críticas, también a quienes el público culto desprecia. Después, dueño de una sólida cultura, me dediqué a vivir. Conocí a varios escritores, me impregné de su manera de entender la vida (lo mismo hice con los editores pero, ya que estos son menos interesantes, fue más bien para tener uno que otro contacto). Mi vida fue una sucesión de viajes, encuentros breves aunque intensos, me casé y divorcié varias veces. También hubo alcohol, drogas y putas, cómo no. Finalmente, cuando consideré que había llegado el momento, me compré un lindo escritorio en roble, me armé un horario e hice planes, esquemas. Trabajaría por las mañanas de ocho a doce ininterrumpidamente. Ahora, viejo, solo y arruinado, todavía no entiendo por qué motivo hasta ahora no he podido empezar la primera línea.

Creo que empezaré todo de nuevo.


El escritor menor

Toda mi vida ha estado consagrada a la literatura. Desde pequeño he leído los clásicos, me he familiarizado con las grandes epopeyas, me he refugiado en la literatura del renacimiento, también en la del Siglo de Oro y la de los románticos alemanes. Mi escritura ha sido una lenta conquista de una forma que en un inicio buscaba la originalidad, sin reconocer la deuda, y al final se convirtió en un monólogo solitario y crepuscular. He visto pasar los honores, los homenajes en congresos, los comentarios elogiosos. Con el tiempo, me acostumbré a ver mi nombre en las notas a pie de página, me resigné a no ser el gran escritor en mi idioma o el referente de la literatura en mi país. Al inicio, quise creer que la falta de reconocimiento era consecuencia de la ceguera, la envidia, acaso cierta animadversión. La verdad, ya nada de eso me importa. Si la literatura es otra guerra entonces también la he perdido. “Moriré y quedarán mis libros” busco engañarme, pero ellos también amarillearán y el viento los dispersará, fantasmas de una vida, caligrafía de un olvido, rápido y preciso como un punto final.


Los ríos secretos (que convergen en mí)

“La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo…” releyó el joven y se dijo, no sin cierta vanidad, que no estaba mal. Sentado en aquella tasca donde se reúne con sus compinches ultraístas, recitan versos de memoria, discuten de filosofía, también de los libros que leen, mira al cielo y ve un pájaro pasar. De pronto, alguien le toma del hombro. Es Gómez de la Serna, quien lo enajena de sus reflexiones con un par de esas ocurrencias que ha bautizado con el nombre de greguerías. Ambos, el joven y el hombre, conversan y ríen. Antes de irse, el joven recuerda la hoja escrita con aquella línea, pero Gómez de la Serna ya lo toma del brazo y lo empuja por la calle, directo al olvido. El viento sopla y empuja la hoja, que vuela antes de caer en el río.

Pasan los años – ya se sabe que la memoria es porosa para el olvido – y el joven ha regresado a su ilegible patria, se ha convertido en un hombre que publicó cuentos y poemas de exagerado recibimiento, según piensa él. Aquella tarde, el hombre mira a través de la ventana antes de sentarse a escribir. Un pájaro vuela por los techos de Buenos Aires. Abajo, otro río corre sus aguas idénticas. No sabe por qué pero al verlo se emociona como un joven. Entonces, se sienta a escribir y la pluma, como si tuviera vida, se agita sobre la hoja: “La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió…”.

Curioso, piensa, juraría que este cuento ya lo escribí antes.

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De REVISTA CRÍTICA (Puebla), 21/08/2016

Imagen: Catoblepas/Jan Jonston, Historia naturalis de quadrupedibus, Amsterdam, 1614


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