Anónimo
Es el autor más
antiguo de todos y también el más prolífico cuando se trata de obras maestras.
A él le debemos el Popol Vuh, Las mil y una noches, la
saga de Gilgamesh, los cantares del Cid y de Roncesvalles, también el Lazarillo
de Tormes, entre muchos otros. Nadie ha visto su rostro, nadie conoce su
nombre. Por comodidad, le llamamos anónimo como si con esa palabra pudiéramos
llenar el vacío. ¿Qué ocurrió para que de él no quedara otro recuerdo que sus
libros? Acaso el miedo de ser conocido, el desinterés por su persona, la falta
de vanidad, o bien la censura le obligaron a desaparecer. Quién lo sabe. En
cualquier caso no podemos adivinar sus facciones, conocer sus opiniones,
rastrear sus enemistades y amores. Pero sobre todo no podemos saber qué
tomó durante sus desayunos, si tuvo diarreas, si se masturbaba, si se rascaba
la nariz con el índice, como muchos de nosotros, en suma todas esas pequeñas
miserias con las cuales también están pautadas las vidas de los genios. De
haberlas conocido, acaso, el autor anónimo habría adquirido demasiada
humanidad, habría sido uno de nosotros. Sin embargo, no es así, el tiempo ha
borrado todo, salvo sus libros, lo único que quedó de ese yo múltiple, lo que
nunca quedará de nosotros.
La lucha
cotidiana
La Academia Sueca
justificó su elección subrayando la calidad de su escritura, el indesmayable
compromiso con el ser humano, la capacidad para penetrar en el absurdo de la
existencia sin dejar de lado la Historia y su acontecer. Tras conocer el
anuncio, el mundo entero se estremeció de alegría. El egregio escritor,
despertado de su sueño, rascándose la canosa cabeza, sólo atinó a agradecer las
palabras del secretario de la Academia quien, exultante, ya le compelía a
viajar hasta Estocolmo. Apenas entendió lo que le decían pues la urgencia de ir
al baño le apremiaba. Después de transmitir la noticia a su mujer, también
sorprendida con el anuncio (habían aprendido a no esperar más aquel premio), el
escritor se sentó detrás de su escritorio para, como siempre, firmar facturas,
aplazar préstamos y, finalmente, retomar su novela. Detrás de la pantalla
sorbía su café, pasaba la lengua por sus labios, se rascaba el poto. Por la
tarde, se echaba en la cama para continuar con su lectura al ritmo de los
cambios de posición. No sabe por qué motivo pero durante todo el día sintió que
todo ese ritual, asentado a lo largo de tantas décadas, adquiría de pronto otra
materia. Después de la cena, su mujer le recuerda llamar al proctólogo para
confirmar la cita. El escritor asiente con desgano. Meses después, rodeado de
hombres en frac, mujeres con diademas y reyes de toda Europa, el nuevo premio
Nobel de literatura, estrecha la mano del Rey entre los aplausos agradecidos
por contribuir con su lucha cotidiana a enriquecer el espíritu, ennoblecer la
cultura y enaltecer la Humanidad.
El jardín del
edén
El Altísimo les
ordenó que no comieran la manzana; no obstante, lo primero que hicieron fue
darle de mordiscos al fruto prohibido. En medio de sus arduos trabajos
agrícolas, Adán se seca el sudor y piensa en aquel jardín, donde nada le hacía
falta, donde no era necesario esfuerzo alguno, y lamenta haberle hecho caso a
Eva. Un poco más allá, mientras ordeña las ariscas cabras, Eva lamenta haberle
hecho caso a la tentadora serpiente. Metros más lejos, la serpiente mira a Adán
y Eva, ajetreados desde el amanecer hasta el anochecer, y maldice haberle hecho
caso al gracioso de Dios quien, aburrido de tanto bienestar, cansado en su
casposa Eternidad, se dijo que no estaría mal jugarles una pasada a Adán y Eva.
Y tuvo razón pues desde entonces se divierte como un enano.
Los escritores
latinoamericanos
Mientras buscamos
un altillo parisino, mientras dejamos nuestros currículos para ser profesores
de idiomas, meseros, vigilantes, cualquier cosa, nos decimos que nuestras
existencias por fin podrán tener la vida que merecían. Poco a poco vamos
reconociéndonos en las diversas colas con las cuales se hace esta ciudad: para
almorzar en el comedor universitario, para pasar una entrevista de trabajo,
para renovar la visa, incluso en la cola para ser escritores. (Porque para ser
escritor uno debe esperar detrás de cientos, miles de aspirantes). Ser peruano,
colombiano, guatemalteco, chileno o argentino no es tanto una fatalidad como un
accidente frente a la experiencia parisina. Nos enamoramos antes de separarnos
y nos emborrachamos después de separarnos con la misma urgencia con la que
buscamos convencernos de que todo eso es la vida. Cada cierto tiempo, nos
llegan las noticias de nuestros países, un baño de sangre, una catástrofe
natural, un golpe de estado. Entonces nos abrazamos, discutimos (a veces nos
peleamos), incluso sentimos que ha llegado el momento de regresar. Pero
recordamos que estamos en París, es decir la realidad, y de pronto cada uno de
nuestros países pierde consistencia, se hace vaporoso, como un poco de neblina
que nuestras manos agitadas se apuran a deshacer. Con los años, conforme
ingresamos en los hospitales ya no para limpiarlos sino para curarnos,
descubrimos que junto con el recuerdo de nuestros países también se han ido las
palabras con las que debimos haber escrito la novela, el cuento, el poema
inspirado bajo el cielo parisino. Desde nuestras camillas, cansados de esperar
sin esperar, sin nadie que nos visite, vemos las luces de la torre Eiffel
encenderse a lo lejos. Pensamos en una carta postal que alguien, un amigo, un
familiar, con algo de suerte una amante, nos ha enviado desde la fabulosa
Ciudad Luz. Ojalá que algún día lleguemos a ella de verdad.
El Aleph
Cuando bajó al
sótano de Carlos Argentino Daneri para poder ver el inverosímil, fabuloso e
infinito Aleph, no midió a lo que se exponía. De haberlo sabido, no habría
bajado los escalones, ni se habría recostado para abismarse en lo inefable. En
aquel pequeño punto se concentraban todos los puntos del universo, todo lo que
había ocurrido junto con lo que ocurriría se mezclaba con lo que pudo haber
tenido lugar. Después de haber visto la delicada osatura de Beatriz Viterbo, su
amada Beatriz, después de haber visto un espejo, los tigres, una rosa, el
hombre empieza a llorar. El infinito le pareció tan vasto como indecoroso.
Felizmente, ya Carlos Argentino Daneri le habla para sacarlo de sus
ensoñaciones y permitirle comenzar a olvidar el Aleph. Buscando redimirse de
esa experiencia, se decide a escribir. Sabe que la memoria es otra forma del
olvido y que el lenguaje, imperfecto y lineal como el tiempo, será un reflejo
pálido de la experiencia. Al mismo tiempo, se siente entusiasmado sin animarse
a confesárselo. Recuerda haber visto en el altísimo Aleph lo que habría sido su
vida de haber vivido con la inaccesible y grosera Beatriz Viterbo. Agradece al
destino (y la fatalidad) el que aquello nunca sucediera, el que tuviera que
contentarse con ser simplemente Jorge Luis Borges, un hombre resignado a ser
escritor, nada más.
Primera noche
La joven llegó de
la mano de su padre, el visir. A diferencia de las mujeres precedentes, en sus
ojos había algo que atemorizó al sultán. Un instante, quiso enviarla a
decapitar de inmediato pero se contuvo y decidió escucharla. Algo le decía que
esa joven le ayudaría a olvidar el engaño de su mujer, también su sed de
venganza, sangrienta y nefasta. Así, conoció la historia de Aladino y la
lámpara maravillosa, se estremeció con el relato de Sinbad el marino, se
emocionó con el cuento del príncipe Ahmed y el hada. Cuando terminó de contar
todas sus historias, al cabo de tantas noches, el sultán se sintió redimido,
aquella joven y sus cuentos le habían reconciliado con los demás y consigo
mismo.
El Sultán se
despierta en medio de gritos. Siente el corazón apretado, las lágrimas correr
por sus mejillas. Necesita creer que está soñando, que tanta desgracia no puede
ser cierta. Coge entre sus manos temblorosas el candil e ilumina el rincón de
la habitación. La cabeza de Sherezade se encuentra encima de las demás, sus
ojos entreabiertos parecen condenarlo para siempre por haberse resistido
a escucharla.
Después del
diluvio
Al arca subieron
los osos, las grullas y los perros, también los elefantes, las jirafas, los
chimpancés y los tigres, incluso los ornitorrincos, los dragones de komodo, los
axolotl, los jerbos de orejas largas, las tortugas de galápagos y los perros
komondor. Sin embargo, no subieron los unicornios, las quimeras, los
catoblepas, las arpías, los trolls, las hidras, los íncubos, los kraken y tantos
otros que decidieron quedarse pese a las admoniciones de Noé. La muerte se hizo
silencio, el silencio se hizo olvido y el olvido se hizo imaginación en el
mito. Cuando todos esos seres mitológicos resucitaron ya eran de otra materia,
inmune a las catástrofes y las cóleras divinas.
La verdadera
historia de cenicienta
Dan las doce y se
precipita en salir del baile. En el camino, olvidó el zapatito de cristal que
ya está entre las manos del príncipe. Al día siguiente la obligan a probárselo.
Entre los ¡ay! y los ¡oh!, su padre, sus hermanastras y el príncipe descubren
que ella era la magnífica joven de la velada. Entonces, sube al corcel real y
se pierde en el horizonte soleado. Mientras plancha las camisas, friega el
suelo, baña a sus hijos y escucha los principescos ronquidos que no le dejan
dormir, Cenicienta suspira por su vida de cortesana. Hasta se podría decir que
extraña a sus hermanastras, feas, gordas y malas, aunque siempre solteritas.
Talento
Hice todo tal y
como recomiendan los maestros. Leí y leí a raudales. Leí a los clásicos
universales, los de mi idioma y, cómo no, los de mi país. Casi por asegurarme
de hacer las cosas bien, también leí a quienes ya nadie lee, a quienes tienen
malas críticas, también a quienes el público culto desprecia. Después, dueño de
una sólida cultura, me dediqué a vivir. Conocí a varios escritores, me impregné
de su manera de entender la vida (lo mismo hice con los editores pero, ya que
estos son menos interesantes, fue más bien para tener uno que otro contacto).
Mi vida fue una sucesión de viajes, encuentros breves aunque intensos, me casé
y divorcié varias veces. También hubo alcohol, drogas y putas, cómo no.
Finalmente, cuando consideré que había llegado el momento, me compré un lindo
escritorio en roble, me armé un horario e hice planes, esquemas. Trabajaría por
las mañanas de ocho a doce ininterrumpidamente. Ahora, viejo, solo y arruinado,
todavía no entiendo por qué motivo hasta ahora no he podido empezar la primera
línea.
Creo que empezaré
todo de nuevo.
El escritor menor
Toda mi vida ha
estado consagrada a la literatura. Desde pequeño he leído los clásicos, me he
familiarizado con las grandes epopeyas, me he refugiado en la literatura del
renacimiento, también en la del Siglo de Oro y la de los románticos alemanes.
Mi escritura ha sido una lenta conquista de una forma que en un inicio buscaba
la originalidad, sin reconocer la deuda, y al final se convirtió en un monólogo
solitario y crepuscular. He visto pasar los honores, los homenajes en congresos,
los comentarios elogiosos. Con el tiempo, me acostumbré a ver mi nombre en las
notas a pie de página, me resigné a no ser el gran escritor en mi idioma o el
referente de la literatura en mi país. Al inicio, quise creer que la falta de
reconocimiento era consecuencia de la ceguera, la envidia, acaso cierta
animadversión. La verdad, ya nada de eso me importa. Si la literatura es otra
guerra entonces también la he perdido. “Moriré y quedarán mis libros” busco
engañarme, pero ellos también amarillearán y el viento los dispersará,
fantasmas de una vida, caligrafía de un olvido, rápido y preciso como un punto
final.
Los ríos secretos
(que convergen en mí)
“La candente
mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía
que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo…” releyó el
joven y se dijo, no sin cierta vanidad, que no estaba mal. Sentado en aquella
tasca donde se reúne con sus compinches ultraístas, recitan versos de memoria,
discuten de filosofía, también de los libros que leen, mira al cielo y ve un
pájaro pasar. De pronto, alguien le toma del hombro. Es Gómez de la Serna,
quien lo enajena de sus reflexiones con un par de esas ocurrencias que ha
bautizado con el nombre de greguerías. Ambos, el joven y el hombre, conversan y
ríen. Antes de irse, el joven recuerda la hoja escrita con aquella línea, pero
Gómez de la Serna ya lo toma del brazo y lo empuja por la calle, directo al
olvido. El viento sopla y empuja la hoja, que vuela antes de caer en el río.
Pasan los años –
ya se sabe que la memoria es porosa para el olvido – y el joven ha regresado a
su ilegible patria, se ha convertido en un hombre que publicó cuentos y poemas
de exagerado recibimiento, según piensa él. Aquella tarde, el hombre mira a
través de la ventana antes de sentarse a escribir. Un pájaro vuela por los
techos de Buenos Aires. Abajo, otro río corre sus aguas idénticas. No sabe por
qué pero al verlo se emociona como un joven. Entonces, se sienta a escribir y
la pluma, como si tuviera vida, se agita sobre la hoja: “La candente mañana de
febrero en que Beatriz Viterbo murió…”.
Curioso, piensa,
juraría que este cuento ya lo escribí antes.
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De REVISTA
CRÍTICA (Puebla), 21/08/2016
Imagen: Catoblepas/Jan Jonston, Historia naturalis de quadrupedibus, Amsterdam, 1614
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