Diluvia en la
cordillera. El temporal estremece los encinos, levanta los techos de cinc,
empuja las gallinas hacia cualquier parte. San Fabián resiste bien. La gente es
ruda, cuero de chancho, burlona ante la tempestad. Las ciudades grandes
colapsan en pocas horas. La mierda de las alcantarillas se desborda y alcanza
las casas. Es probablemente la vuelta de mano de la naturaleza por tanto daño
infligido. La prensa cacarea su alarma apocalíptica y el gobierno anda con el
culo a dos manos, con sus especialistas en emergencia aplanando pasillos,
wasapeando caritas perplejas, sumando minutos para el gran cheque de fin de mes.
Anoche leí las
primeras páginas de La mala memoria de Heberto Padilla.
Soberbio narrador, poeta kamikaze, intelectual incomprendido, vilipendiado, al
que aún no se le perdonan sus surfeos políticos, sus contradicciones, su olfato
de sabueso para anticipar los malos olores de la historia revolucionaria.
Relata su encuentro años atrás con Fidel Castro. Ciertas características
que entonces ya perfilaban al líder del futuro. Su apariencia desaliñada,
calcetines cambiados, camisas y pantalones roñosos. Su extraño gusto por Romain
Rolland, su conocimiento acabado de Dostoievski. Se había leído los discursos
de Hitler y Mussolini, aprendido sus ademanes y gesticulaciones para cautivar
al público. Todo lo adaptaba a su propio uso. Incluso repetía en público los
discursos de Martí, apropiándoselos. Confiaba en la ignorancia del pueblo. Lo
importante era el fin.
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De CUADERNOS DE
LA IRA (blog del autor), 08/09/2015
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