Esa es leyenda de
puñal de pícaro y de navaja de chulo, pero también berrido lacayuno de la tropa
que vitorea con devoción a quien tiene el poder por el hecho de tenerlo y
ejercerlo de manera abusiva. Cuando Étienne de la Boétieescribe de
la servidumbre voluntaria y de la lealtad, lo hace de otra cosa, aquí se habla
del gusto por la sumisión.
Viva mi dueño escribe Valle Inclán en
los amenes, dice él, del régimen isabelino, en su franca descomposición. En los
amenes del esperpento nacional en que llevamos años viviendo quisiéramos estar
y no estamos, sino en una suerte de vísperas incruentas de matadero por
agotamiento, por derribo, en el tiempo de «la conjura de embozados, el misterio
de santos y contraseñas en voz baja», dice Valle, antes de admitir que la Niña,
esa constitución tan necesaria entonces y ahora renovada, duerme en las
afueras.
En estas vísperas
de apagados entusiasmos, los Ministros del Real Despacho no son fantoches de
cortas luces por tradición, sino que son astutos y malintencionados como
tahúres, trapaceros como puntos de patio de Monipodio donde se celebran las
hazañas de éste, como las del pepero que hace méritos ante la
policía política de Fernández inscribiendo a su nombre los
dominios de internet con el de los opositores políticos del régimen. ¿Abuso de
derecho, mala fe…? Que eso sea noticia sin consecuencias debería ser grave,
pero no lo es. Es una festejada listeza. «¡Que se jodan!»… Ya se dijo en
escenario parlamentario. No vivimos en el país de las ideas políticas, sino de
los zascas, los descabellos, las majezas y los ases en la manga que tu público
aplaude en el bar de la tribu y en los mentideros.
Mete miedo que la
política nacional se solucione no por verdaderos pactos sobre los asuntos de
urgencia nacional sino por la astucia del trampero, del aquí te pillo y aquí te
mato y que se reivindique el derecho a la mentira y al cambio de programas
electorales como mero cambio de planes estratégicos sin otro horizonte que el
hacerse con el poder y ostentarlo. Prima la estrategia de gobierno sobre las
necesidades del ciudadano que entrega su voto y que sólo para eso es necesario
y requerido, de modo que sus prioridades, sus urgencias vitales, quedan en un
muy segundo plano. Ese voto que es el aval de todos los abusos y el tapabocas
de las mínimas rebeliones.
«¡Viva mi dueño!»
es el grito de quien acepta la invitación del ministerio del Interior de
Fernández a delatar a sus vecinos si observa en éstos algo que se sale de lo
común, para lo que previamente tiene que espiarlos, ponderar su singularidad y
rareza, su no ser como todo el mundo y ser potencialmente peligrosos a juicio
del delator. Yihadistas o feroces etarroides o bolivarianos
ruidosos (contra los que ya advertían los Reales Despachos de Valle), es lo
mismo. Y no pasa nada, la indiferencia es la respuesta, el entreguismo de
admitir que sólo es «una más»… y luego, enseguida otra. No hay verdadera
respuesta ciudadana a la extensión de lo policíaco o esta es mínima. El tiempo
de las grandes movilizaciones pasó, conviene admitirlo. Estamos en el tiempo de
las quinielas, el viva mi dueño es el santo y seña de quien no tiene por ello
nada que temer, de momento. Imposible no acordarse de los vientres sentados de Luis
Cernuda, porque el tiempo del verso y su historia profunda no pasa: Esa
seguridad de sentir vuestro saco/ Bien resguardado por vuestro trasero.
Tiempo de
quinielas y tiempo de obedecer a ciegas los dictados de lo políticamente
correcto de tu tribu, de tu bando mejor dicho. Nada de disentir en el seno del
cotarro, eso no conviene, no trae más que problemas de convivencia. Hay gurús
de sobra para marcar el camino que mejor convenga.
«¡Viva mi dueño!»
es el grito de quienes votan con entusiasmo al que saquea lo público y lo
privado, les empuja a vivir en la precariedad y recorta sus derechos sociales
más elementales, porque sólo así es posible explicarse que entre los ocho
millones de votantes del Partido Popular no solo haya pletóricos beneficiarios
del régimen, sino seriamente perjudicados por éste.
Detrás de ese
grito es fácil advertir un gusto rancio por el autoritarismo y lo policíaco,
ese orden que no es más que arbitrariedad y desorden más fuerza, mucha, algo
que viene de lejos, de un tiempo ominoso que sus beneficiarios se cuidan de
condenar.
Del «¡Viva mi
dueño!» de los pícaros y los chulos al «¡Vivan las caenas!» de los
serviles no hay ningún paso porque me temo que, si nada lo remedia, es el mismo
peldaño del descalabro nacional.
(*) Miguel
Sánchez-Ostiz es escritor y autor del blog Vivir de buena gana. Su última obra publicada es El Botín (Pamiela, 2015).
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De CUARTO PODER
(España), 10/08/2016
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