En 1909, Miguel
de Unamuno le escribía a Alcides Arguedas diciéndole que publicar en España
algo relacionado con Bolivia era una extravagancia. Se trataba nada menos que
de Pueblo enfermo (Barcelona, 1909). «Bolivia es un país del
cual aquí apenas se sabe sino que existe y esto no todos los que pasan por
ilustrados». Unamuno lo conoce a través de algunos testimonios peruanos o
argentinos, y dice que lo que sabe no es halagüeño para el país, al margen de
que conozca bien la figura del mariscal Santa Cruz. Le dice a Arguedas que
escribirá algo sobre el libro y lo cierto es que escribió un largo artículo
en La Nación, de Buenos Aires, en el que Unamuno incide en las
razones étnicas y las consecuencias de un alcoholismo «nacional». Unamuno y
Arguedas mantuvieron amistad hasta muy tarde.
Bolivia no creo
que pasara de ser entonces más que la meca de muchos negocios mineros, grandes
y pequeños, pero no conocida en su historia y cultura, indígena o mestiza por
el gran público. Algo parecido pensé cuando examinaba la obra de Ciro Bayo y
Segurola, un escritor noventayochista que casi en la misma fecha empezó a
publicar en España sus libros bolivianos: El peregrino en Indias (en el
corazón de la América del Sur (1911), La Colombiada (1912), poema
escrito en la barraca San Pablo Alto, del Madre de Dios, Chuquisaca,
ó La Plata perulera; cuadros históricos, tipos y costumbres del Alto Perú
(Bolivia) (1912). Me preguntaba cuál habría sido la acogida de aquel
libro en un Madrid hambrón de bohemios de café, poblado por gente poco viajada
y no muy instruida, según decía el suizo Schmitz a su amigo Pío Baroja,
asombrado de aquellos charlatanes que no sabían idiomas, no leían y no
viajaban, pero pontificaban que era un gusto. Bolivia, la gran desconocida, y
más en aquella época.
Es más, Ciro Bayo
viajó por Bolivia en una época en la que nadie lo hacía, entre 1893 y 1897.
Bayo vivió en Sucre donde ejerció como maestro de un colegio conservador,
patrocinado por Arce, tuvo una revista, El Fígaro, y actuó como
redactor del Congreso en parte de la legislatura de 1895, antes de salir hacia
el Beni-Madre de Dios donde duró menos de lo que dijo.
Los libros de
Bayo sobre Bolivia, cuando menos los primeros no son libros de aventurero, sino
de informador erudito, copiosos de datos de todas clases que sin duda sorprenderían
a los lectores españoles de su época ¿Muchos… pocos? Cómo saberlo. Repitió años
más tarde con otros libros bolivianos que por fuerza tenían que seguir siendo
exóticos, cuando menos para el gran público lector de esa época: Las
grandes cacerías americanas (del Lago Titicaca al Río Madera) (1927
y Por la América desconocida (1927).
Bayo no tuvo
seguidores en sus viajes americanos. Como mucho esos libros y las andanzas en
ellos relatadas contribuyeron a su retrato como aventurero y vagamundos. Leídas
hoy, esas crónicas sorprenden cuando menos, a pesar de que no contara todo lo
visto y vivido, tanto en los bastidores de la sociedad de Sucre, como en su
estancia entre los gomeros del Madre de Dios, testigo de sus abusos y
enfrentamientos notorios que salpican los periódicos de la época, de La
Estrella del Oriente por ejemplo, con detalles y relatos de violencia
que hoy nos parecen novelescos o reprobables (dependiendo del narrador).
Me temo que ese
desconocimiento ha durado hasta hace bien poco. Bolivia, un lugar casi
imaginario. Me acuerdo ahora de L’homme à cheval, del francés
Drieu la Rochelle que jamás puso sus pies en el país, y de Blaise Cendrars que
lo mismo. No fueron los únicos. Bolivia ha sido durante mucho tiempo un lugar
imaginario y un parque temático para guerrilleros de salón –Jean-Edern Hallier,
enemigo acérrimo de Regis Debray, por ejemplo, acusado de haber intentado
volarle la casa y pichicatero de lujo–, misioneros de barbecho, aventureros de
la pichicata, negociantes de lo humanitario hecho espectáculo o peregrinos del
rojerío europeo frustrados de no ver por ningún lado la revolución en su
propia tierra, pero muy dispuestos a esa grosería que es decirle a alguien cómo
tiene que vivir, encima. Se ve todavía mucho.
Por lo que a los
escritores españoles se refiere, me acuerdo de Maravillosa Bolivia,
crónica del inefable Ernesto Giménez Caballero, falangista, diplomático,
imbatible erudito literario, que pasó por Bolivia en 1953 desde su destino del
Paraguay, y escribió ese exultante libro de crónicas, propio de alguien de
verdad deslumbrado, lleno de entusiasmo. Tienen gracia sus elogios al MNR
porque de FSB (inspirada en la suya) solo dice que algunos amigos suyos andan
poco menos que de vacaciones. Lo mismo cabe decir de Agustín de Foxá, que le
dedicó unas crónicas memorables.
Manu Leguineche,
el gran travel writer, que en El precio del paraíso (1995) se
ocupó del anarquista español Antonio García Barrón (el último de la columna
Durruti), que vivía enfrente de Rurrenabaque cuando nadie iba por allí porque
el Lost in the jungle, de Ghinsberg, no se había publicado ni había
atraído como moscas nubes de turistas, israelitas sobre todo.
Salto en el
tiempo y me detengo en el presente con dos periodistas jóvenes, vascos ambos,
Alex Ayala y Ander Izagirre, que han publicado con éxito, tanto en Bolivia como
en España, y en el madrileño Pablo Cerezal, que vivió unos años en Cochabamba.
El primero con Los mercaderes del Che, La vida de las cosas y Rigor
mortis, una crónicas asombrosas que se apartan de lo trillado y ponen la
mirada en los de todos los días, lo más invisible, y sorprenden a sus propios
protagonistas, los bolivianos. Lejos de esa Bolivia violenta que, de manera
injusta, solo aparece en prensa cuando en algún lugar se comete una atrocidad. Izagirre
por su parte lo hace poniendo sus ojos en Potosí, en su Cerro Rico y en su
termitero humano, el de las bocaminas y socavones, el de sus negruras y
trastiendas, poniendo en escena personas de carne y hueso, asombrando a
bolivianos y españoles, y recibiendo un buen premio del Gobierno Vasco por
ello. Se lo merece por salirse de esa visión trillada del país exótico y solo
eso.
Nadie puede
enseñarles a los bolivianos como es su país y cómo son ellos, eso es una
arrogancia propia de mentecatos, mejor hablar de un país rico, complejo,
indígena, k’hara, cholo y mestizo, que de un país extravagante, poco menos que
un eterno polvorín o un avispero que es mejor no patear. Es más complicado,
claro, el trazo grueso es más fácil y resultón. ¿Por qué ese interés ahora por
Bolivia? Cabe preguntarse. Tal vez por el gobierno de Evo Morales, por muy
controvertido que sea o acaso porque el viajero descubre u mundo de una
vitalidad contagiosa, con todas sus luces y sus sombras y puede ser que la
mirada ávida de los jóvenes, escritores y lectores, ya no es la nuestra, porque
está menos lastrada y es más viva. Hay mucho de qué escribir en Bolivia,
de su gente, sobre todo de su gente, más que de sus paisajes, para mi
gusto claro, de un país que está, para los europeos, por descubrir, casi antes
que por conocer, al margen de la industria turística.
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De INMEDIACIONES, 04/12/2017
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