Atizando toda
conspiración que traman las ideas contra mi mente, hace unos días, poco antes
de caer el crepúsculo a mi estudio, y mientras observaba con atención el
Golconde (título en francés), conocido cuadro del
pintor surrealista belga René Magritte, cuyas formas simbolizan, según se
comenta en internet, “a hombres vestidos a imagen y semejanza del
artista, con el característico abrigo y bombín y colocados en diferentes
posiciones sobre la vertical (unos miran a derecha, otros de frente, otros a
izquierda y otros están de espaldas) y en diferentes planos, como si fueran
gotas de lluvia, es decir hombres-lluvia”, se me ocurrió escuchar
simultáneamente la versión para violonchelo y piano de Spiegel im
Spiegel (Espejo en espejo), del compositor estonio Arvo Pärt, y
el Nocturno Nº 3 en Re menor, del ruso Mili Balakirev.
Con un nudo en la
garganta por el experimento auditivo que bien podía disecar todo sentido de la
estética, amén de correr el riesgo de que fuera provocador,
disonante y temerario (no obstante la relación tonal), comprobé a
poco andar, y con regocijo de mi mente solitaria, que es posible concebir la
especie de la música sin hacer juicio de ella, sin machacar en la búsqueda de
un sentido, sin afirmar ni negar. No existía en ese segundo, ni podía existir,
otra voz que preceptuara algo distinto. No, no es dogma, pensé ante una fugaz
insinuación que cruzó mi mente, nada absorbida por una abominable pedantería,
sino, por lo contrario, por una naturalidad que adornaba mi entorno.
Fue entonces que, consumido por ese fuego sonoro, me di una
explicación.
Como si
encantadores de serpientes hubieran estimulado en mí una fascinación
mística por el espejo infinito y abundancia de imágenes que reflejaba el enorme
cerebro minimalista de Pärt que alumbraba tríadas de notas y escalas
ascendentes y descendentes, una música incomparable con ahorro de sonidos pero,
en feliz paradoja, con una plétora inacabable de ellos, en ese supremo momento,
aliado el compositor de tanta otra creación a la originalidad y
frescura de un imaginativo y colorista Balakirev que sobrepasaba la
música artificial, maniquea y hasta fáctica que dominaba la música rusa de su
época, concluí en que, como un torbellino de emociones, uno puede
asir el tiempo del tiempo con la irrefrenable ilusión de hospedarse en planetas
de sentimientos y deslizarse luego, sometido a poderes mágicos, hacia planetas
de emociones y abismos que ascienden.
Cada uno, fiel a
propósitos muy particulares -si Arvo Pärt inspirado en principio por la música
serial, luego por el canto gregoriano y la música de los compositores
medievales franceses y flamencos, y recalar finalmente no a un sitio de formas
diversas, sino a la música tintineante (tintinnabular), tan expresiva
ese minuto; y un Mily Balakirev notoriamente consagrado en cada nota, en cada
compás, a exteriorizar la más pura música rusa, los dos obsequiaron esa tarde
sensaciones armónicas y timbres melódicos exclusivos de auténticas obras
maestras.
La catártica
música de un Balakirev dotado de fértil imaginación y extraordinario sentido de
la forma había cesado, al propio tiempo que el sol
se hundía tras las montañas ya azules, sobre todo tras un fascinante Illimani
de una perfecta blancura que sin embargo, y poco a poco, acogía en su hondo
telurismo esa extraordinaria tonalidad de un azul ya majestuoso. Algo más
tarde, las tres notas del acorde perfecto y las plácidas escalas dieron paso al
más absoluto silencio. Las breves y mágicas variaciones de las imágenes de
Pärt, y el eco del torrente musical del artista ruso, auténticos maestres del
arte comprometido con la excelencia, potenciaron el juego de deslumbrante
estética que aún flotaba en el aire contenido de mi estudio. El sereno e
inspirado acorde final de Spiegel im Spiegel acarició la pintura de Magritte
que, de brillo nacarado, había cobrado mayor fuerza expresiva.
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