MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ
El Juanín, Juan Fernández Bedoya, el último
guerrillero, leo estos días, abatido, según
algunas versiones, en una emboscada y por denuncia en 1957. Es su centenario. El suyo es un nombre
que me ha repicado toda la vida. Incluso invocaban, ya muy ancianos, su nombre
cuando ya hacía mucho había muerto, como si fuera a aparecerse en la noche, en
el cementerio, en el fondo ahumado de la iglesuca, un santo, un demonio. Vivía
mi bisabuelo Rafael, en un pueblo de la montaña de Santander. Podría ser el año
1954. No solamente hablaban con miedo de los lobos, las fosas de la FAI, las
nevadas pavorosas que les dejaban aislados, en otro mundo, sino también del
Juanín, del que contaban y no paraban, de sus golpes y hazañas, y de la cacería
que tenían montada tras él. Admiración y odio a partes iguales. ¿Cómo puedes
acordarte? Pues me acuerdo. Me acuerdo de que andábamos perdidos, de noche, en
medio del monte, y de cómo miraban el mapa Michelin a la luz de una lamparilla
de la guantera temiendo que aparecieran los guerrilleros. Eso es todo. Lo conté
en algún lugar, un viaje hasta aquel
lugar por carreteras de tierra en un Peugeot 203 (el que en nuestro pueblo
llamaban «el haiga Tximonko»).
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De
VIVIRDEBUENAGANA (blog del autor), 25/11/2017
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